sábado, 15 de abril de 2017

Rulfo, Comala y Ayotzinapa


Rebelión

Por Ricardo Hernández Ruiz *

Hay fechas varias. Están las que, por alegóricas, reclaman conmemoración; las hay de quebranto, pero que, como bellas nenúfar, flotan en medio del pantano, enraizándose muy en el fondo de la memoria; y también las nimias, que no llegan ni a hacer lugar.
Este año se cumplen 100 años del nacimiento de Juan Rulfo. Escritor de escasas publicaciones, más no de ideas. Sus libros resultarían ser un punto de inflexión para la literatura mexicana; sobre todo el segundo: Pedro Páramo. Esta señera novela es de esas obras en las que la primera lectura significa, en verdad, apenas comenzar a leerla. Hay tantos elementos por analizar como pasajes hermosos y meticulosamente pensados.

Pedro Páramo trata de la historia de un viaje, uno muy especial: el de la búsqueda de los orígenes del protagonista, Juan Preciado. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. La trama se desenvuelve en medio de escenarios vetustos, erosionados, infértiles y polvosos. Hablamos, si cabe, de un polvo braudeleano: ese que se levanta y se mete en los ojos, impidiendo ver las cosas con claridad. Tal cual ocurre cuando intentamos hacer memoria, especialmente si aquello que ocupa nuestra preocupación tiene un cariz traumático y aún no ha logrado ser significable, transmisible.

El confuso trajinar de Juan Preciado, además, tiene lugar en medio de un pequeño poblado circundado de tragedias múltiples, encarnadas en cada uno de los diferentes personajes: unos en huida eterna, otros aislados, traicionados o asesinados, los más, olvidados.

Todo en Comala es escaso, hasta la existencia. “La entretenía dándole de mamar sus senos, que no tenían nada, que eran como de juguete”. Los personajes, sin excepción, transcurren ‘como si’ no existieran. “–No están ustedes muertos? –les pregunté/ Y la mujer sonrió. El hombre me miró seriamente /–Está borracho –dijo el hombre/ –Solamente está asustado –dijo la mujer.” De ahí que el autor definiera la obra como “una novela de fantasmas”. O de pobres, que, hablando desde México, parece lo mismo. “Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle.” 

Los años posteriores a la publicación de Pedro Páramo, Rulfo pasó desapercibido. Sólo se vendió la mitad del primer tiraje –dos mil ejemplares–, los demás fueron destinados para obsequios; aunque después sería muy diferente. Era un momento de transición. De a poco, la novela postrevolucionaria iba quedándose sin autores ni lectores. Consciente de ello, el también fotógrafo, optó por incursionar en otro género y estructuras.

Como recordó alguna vez Carlos Monsivais, Rulfo no conocía [¿renegaba?] la estrategia del clímax. Una muerte como la de Pascual Duarte en la obra del tremendista José Camilo Cela, para Rulfo no es más que una pauta. Bien sabía que la tragedia por la que estamos pasando, la última no ha de ser, que lo peor siempre está por pasar. Somos un cúmulo de tragedias.

La novela plasmó, como pocas, la condición precaria de los mexicanos, inmersos en la incertidumbre de la (in)existencia propia o ajena. Tal vez, hoy más que nunca en México, la angustia que ello genera se ha propagado por cada recóndito. Se puede percibir un miedo generalizado a ser detenido, levantado, torturado, cateado, asesinado, desaparecido o, peor aún, olvidado.

Al dar lectura al texto es inevitable no sentir alusión alguna. Este mes se cumplen dos años y medio de la desaparición de nuestros 43 compañeros de Ayotzinapa y aún no sabemos el paradero de ninguno de ellos. Esta condena la conocen perfectamente aquellos fantasmas que, al igual que los normalistas, se encuentran en un estado de indefensión, parecen estar“como en espera de algo” que los saque de su permanente letargo. ¿No es acaso toda esta obra un exhorto para “hacer algo” por nuestros muertos, desaparecidos y olvidados?

Ese “algo” debiera ser, como dice Stefan Gandler, el interrumpir la prolongación de la soledad de los muertos y desaparecidos, arrancarlos de las manos del olvido y abrirles un espacio en nuestra memoria individual y colectiva.

No se muere quien se va, sólo muere aquel al que se olvida. 
* Ricardo Hernández Ruiz, militante de Colectivo Ratio.

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