martes, 4 de agosto de 2020
“Tenemos más alimentos que nunca y la calidad media probablemente nunca fue peor”
Rebelión
Por Enric Llopis
Cerca de 690 millones de personas sufrieron hambre en el mundo durante 2019, informó Naciones Unidas el pasado 13 de julio, lo que implica un incremento de 10 millones respecto a 2018.
Respecto al impacto global de la COVID-19, “podría provocar a finales de año un aumento de 130 millones en el número de personas afectadas por el hambre crónica”, según el documento El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo. Además al menos 3.000 millones de personas en el planeta no pueden acceder a una dieta saludable, cuyo coste –recuerda la ONU- se sitúa muy por encima de los 1,9 dólares diarios (umbral internacional de la pobreza). Mientras, la obesidad en adultos se ha convertido en una pandemia mundial.
En el valor cualitativo de la dieta se centra Miguel Jara en el libro Comida de verdad. Alimentación sin mentiras ni trucos (Akal, 2019); el escritor y periodista free lancees autor asimismo de Traficantes de salud (2007); La salud que viene. Nuevas enfermedades y el marketing del miedo (2009); y Vacunas las justas, ¿son todas necesarias, efectivas y seguras? (2015). Jara defiende la alimentación ecológica y la agroecología, que la FAO caracteriza como una disciplina científica, un conjunto de prácticas y un movimiento social, para el que son esenciales los agricultores familiares; más del 90% de las explotaciones agrarias del mundo son granjas familiares y producen el 80% de los alimentos en términos de valor (FAO, 2019). “La comida de verdad es la de siempre, la que permanece lo más cerca posible de su estado natural original o, en todo caso, ha sido mínimamente procesada”, subraya el periodista.
En el libro se cita el ejemplo del aceite de palma. La Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AECOSAN) señala que este aceite refinado de origen vegetal contiene cerca de un 50% de ácidos grasos saturados; sobre los riegos, añade esta agencia adscrita al Ministerio de Consumo, se trata de unas grasas no recomendables para la dieta saludable, ya que elevan el colesterol y pueden favorecer la arterioesclerosis y enfermedades cardiovasculares.
Hay un compuesto químico –el 3-monocloropropano-1,2-diol (3-MCPD)- formado durante el procesado de los alimentos, cuya presencia se ha constatado en algunos aceites refinados, como el de palma; “los animales de laboratorio expuestos al 3-MCPD han mostrado principalmente toxicidad renal, infertilidad, disminución en la actividad del sistema inmunológico y desarrollo de tumores benignos; la Agencia Internacional de Investigación del Cáncer (IARC) ha clasificado al 3-MCPD como posible agente carcinógeno (grupo 2B)” (AECOSAN, marzo 2018). El colectivo de periodistas Carro de Combate detalla productos en los que está presente el aceite de palma: bollería, margarina, chocolates, sopas, jabones, champú o combustibles; en uno de los Informes de Combate figura un “mapa negro” con los abusos del sector: Colombia (expropiación de campesinos para la plantación de palma aceitera) o Indonesia-Malasia (selva tropical deforestada y explotación laboral).
Fuente: Amigos de la Tierra
Otro punto relevante –en cuanto al cuestionamiento de la dieta y los métodos de la industria alimentaria- es el consumo de carne. Miguel Jara se apoya en el informe del partido Equo Comer bien para vivir mejor (2018), en el que se destaca que la ganadería (sobre todo la producción de carne y leche de vacuno) representa el 14,5% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero por la acción humana (FAO). A esto se añade que la producción de proteínas animales necesita diez veces más hectáreas que la de vegetales, detalla en la introducción el coportavoz de Equo, Florent Marcellesi (una de las consecuencias es la deforestación de los bosques amazónicos, para dedicarse a pastizales, y la pérdida de biodiversidad).
El documento agrega que con las más de 1.000 millones de toneladas de pienso –trigo, cebada, avena, centeno, maíz o sorgo- producidas anualmente para los animales, podrían alimentarse cerca de 3.500 millones de personas. Otra cuestión es el vínculo entre el sufrimiento animal y la alimentación humana: en el estado español se sacrificaron 297,3 millones de reses (principalmente aviar, porcino y ovino) en el primer semestre de 2020, según el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. Por otra parte, además del uso masivo de antibióticos en la industria ganadera, la Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtió en 2015 que el consumo de carne roja o de carne procesada se podría relacionar con diferentes tipos de cáncer, como el colorrectal, el de páncreas o el de próstata (a las dietas ricas en carne procesada se les podría atribuir la muerte por cáncer, cada año, de 34.000 personas en todo el planeta, según la OMS).
La dieta, los hábitos nutricionales y las amenazas para la salud pueden analizarse desde diferentes perspectivas. “Las técnicas transgénicas o de biotecnología han servido para jugar a ser Frankenstein, enlazando, por ejemplo, genes de diferentes especies; la nanotecnología va un paso más lejos (…)”, explica Miguel Jara; más de 70 organizaciones ecologistas, sindicales y ONG de todo el mundo firmaron en 2007 una declaración –Principios para la supervisión de nanotecnologías y nanomateriales– por una regulación adecuada de los químicos a nanoescala (la millonésima parte de un milímetro), ante los riesgos ambientales y para la salud humana.
Amigos de la Tierra advierte que los nanomateriales (como el dióxido de titanio) están utilizándose en centenares de productos de consumo, bebidas y alimentos –chocolate, galletas, leche, mayonesa, queso, soja, almendras o cereales-, elaborados por multinacionales como Kraft, Nestlé, Mars, Unilever o General Mills; y según “pruebas cada vez mayores”, también se usan para el empaquetamiento y preservación de frutas y verduras frescas, así como para los aditivos nutricionales, aromatizantes y colorantes (Ingredientes pequeños, grandes riesgos 2014).
Pero no concluyen en este punto las estrategias industriales y de laboratorio aplicadas a la alimentación. Inseguros, impredecibles, injustos e insustentables. Así califica el grupo de acción sobre Erosión, Tecnología y concentración (ETC) a los Organismos Genéticamente Modificados (OGM) 2.0 en una Guía para los consumidores publicada –en su versión castellana- en 2017. Los OGM 2.0 son los productos de la biología sintética, una “ingeniería genética extrema”; la guía menciona como ejemplos las manzanas a las que se desactiva un gen para que, al oxidarse, no se tornen de color marrón; la vainilla, la estevia y el azafrán de diseño genético; o la supresión de una pequeña sección del ADN de la planta de la colza, con el fin de que resista a los pesticidas.
¿Quién controla lo que comemos? Uno de los cometidos del grupo de acción ETC es el análisis de las corporaciones agroindustriales que dominan la cadena alimentaria, desde la semilla hasta el centro de distribución. “Descentralizar el control y democratizar los sistemas alimentarios es clave para alimentar al mundo”, subrayan (informe Tecno-fusiones comestibles 2019, con datos de 2018). Cuatro empresas –Bayer Crop Science (incluido Monsanto); Corteva; ChemChina/Syngenta; y Vilmorin & Cie/Limagrain- concentran el 53% del sector comercial de semillas, patentadas y puestas a la venta en los mercados mundiales (el fondo de inversión BlackRock es uno de los accionistas destacados de Bayer); asimismo ChemChina, dos multinacionales alemanas –Bayer y Basf- y la estadounidense Corteva controlan dos tercios del mercado mundial de herbicidas/pesticidas.
En cuanto a la ganadería industrial, las tres grandes –Tyson Foods/Cobb-Vantress, de Estados Unidos; WH Group con sede en Hong Kong y la tailandesa Charoen Pokphand- sumaron ventas por valor de 79.000 millones de dólares en 2018. Un similar grado de concentración se observa en el procesamiento de alimentos y bebidas, liderado por Nestlé, PepsiCo, Anheuser-Busch InBev de Bélgica y JBS de Brasil; y en las minoristas de comestibles, tanto en tiendas físicas como por Internet, con la primacía de Walmart y Kroger (Estados Unidos), Schwarz Group y Aldi (Alemania) y la francesa Carrefour.
“Tenemos más alimentos que nunca, de lugares más remotos –pescado de Senegal, frutas de Brasil o arroz de China-, nunca hubo tanta variedad y probablemente nunca la calidad media de los productos fue peor”, afirma Miguel Jara; el periodista amplía el foco a los superalimentos de moda –como el aguacate o la quinoa-, promovidos ampliamente por la mercadotecnia. Summum -suplemento de tendencias, moda y ocio del diario ABC- caracterizaba la quinoa como “uno de los abanderados de la revolución de los superfoods, un ingrediente exótico con un perfil nutricional de lo más interesante y muchísimo atractivo en la cocina”.
Naciones Unidas declaró 2013 año internacional de esta planta milenaria y origen andino preincaico, cuyos granos poseen alto valor nutritivo y medicinal (“el cultivo de la quinoa está en expansión, encontrándose en la actualidad en más de 70 países”, informaba la FAO en 2013); pero el colectivo Carro de combate advirtió sobre los riesgos de esta moda: incremento de los precios, lo que dificultaría la compra a muchos campesinos bolivianos; o el acaparamiento de tierra y las prácticas latifundistas, en países como Perú.
Autor de Laboratorio de médicos. Viaje al interior de la medicina y la industria farmacéutica (2011), Miguel Jara también incursiona en el ámbito de los complementos alimenticios –por ejemplo los suplementos de vitaminas o minerales-, que se comercializan en forma de píldoras, tabletas o ampollas de líquido. ¿Cómo ha evolucionado esta industria? Según la International Alliance of Dietary / Food Suplement Associations (IADS), la ventas de los complementos pasaron de 49.100 millones de dólares en 1999 a 127.800 millones en 2017 (el 34% en Estados Unidos).
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