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Por Nick Estes *
Monumento inacabado del guerrero sioux Caballo Loco (Colinas Negras, Dakota del Sur).
La política colonial de Estados Unidos crea las condiciones necesarias para que las epidemias se propaguen y maten
Uno de los mitos más poderosos de la historiografía estadounidense dominante concierne lo que el arqueólogo indígena Michael V. Wilcox denomina “narrativas terminales”: una obsesión con la muerte, desaparición y ausencia de los pueblos indígenas, en lugar de su continuada y visible presencia y su rechazo al colonialismo. El ejemplo más evidente de esta tendencia son los modelos históricos que culpan del asesinato en masa de los indígenas a fuerzas invisibles y oportunistas (sobre todo a las enfermedades que los colonizadores llevaron consigo de manera inconsciente) en lugar de a una guerra y a un robo deliberados que se llevaron a cabo durante siglos de una incesante invasión europea.
Los debates sobre la vulnerabilidad epidemiológica de los pueblos indígenas hicieron su aparición durante la década de 1970 cuando los historiadores se alejaron de las narrativas que defendían una supuesta superioridad cultural europea en busca de explicaciones más científicas. Este giro biológico identificó a los microbios como el principal culpable de la muerte en masa de los indígenas, y sugirió que la despoblación de las Américas fue el resultado inevitable del contacto de las comunidades nativas con las enfermedades del viejo mundo. En un ensayo de 1976, el historiador Alfred W. Crosby propugnó la tesis de las “epidemias en tierra virgen”, que sostenía que los europeos transmitieron unas enfermedades (sobre todo la viruela y el sarampión) que acabaron con un 70 % o más de la población nativa del hemisferio occidental porque carecía de inmunidad. En lo que se presentó como la mayor catástrofe demográfica de la historia del ser humano, las regiones más afectadas experimentaron una tasa de despoblación del 90 % (incluidas muertes relacionadas con la enfermedad), que se calcula que redujo la población del continente Americano de 100 a 10 millones.PUBLICIDAD
La tesis de Crosby no tardó mucho en prosperar entre los círculos académicos. En su clásico estudio de 1991, El término medio, el historiador Richard White escribió que los pueblos indígenas, ajenos a los patógenos europeos, “no habían sido seleccionados a lo largo del tiempo para resistir esas enfermedades” y estaban, por lo tanto, “destinados a morir”. Los pueblos indígenas “no tuvieron la oportunidad de desarrollar una resistencia inmunológica”, sostuvo asimismo Colin Calloway en su libro de 1997, Nuevos mundos para todos; estaban “destinados a morir en una de las mayores catástrofes biológicas de la historia del ser humano”. Ese mismo año, Jared Diamond publicó el libro con el que ganó el Pulitzer, Armas, gérmenes y acero, en el que respaldaba la tesis de la “epidemia en tierra virgen” y con el que consiguió que desde entonces formara parte del imaginario popular.
La dieta forzosa demostró ser una de las enfermedades más mortíferas que impusieron los colonizadores
Los académicos indígenas llevan mucho tiempo impugnando esta tesis, aunque muy pocas personas han prestado atención a sus refutaciones. La enfermedad como resultado de una política y unas acciones coloniales “raramente se conocía como genocidio hasta que comenzaron a surgir los movimientos indígenas a mediados del siglo XX”, escribe la historiadora Roxanne Dunbar-Ortiz en Una historia de los pueblos indígenas de Estados Unidos. Para el historiador de la nación Lenape, Jack D. Forbes, no eran tanto los indígenas, sino los europeos, quienes habían contraído lo que denominó wétiko, la palabra del idioma algonquin que se utilizaba para describir un virus mental asociado con el canibalismo. La principal característica del wétiko, tal y como explicó en su libro de 1979, Colón y otros caníbales, es que “consume a otros seres humanos” con fines lucrativos. Este concepto es casi un sinónimo de la psicosis de los europeos por la dominación y el saqueo.
Hoy en día, es evidente que la tesis de la enfermedad sencillamente no se sostiene. Desde donde escribo, en lo que actualmente es Nuevo México, las pruebas arqueológicas más recientes sugieren que no se produjo un descenso demográfico entre los indios de las diversas naciones pueblo, del suroeste de Estados Unidos, hasta un siglo después de que tuviera lugar la invasión española a mediados del siglo XVI. Por ejemplo, el pueblo jemez de Nuevo México no comenzó a abandonar sus aldeas hasta después de 1620. Fue en esa época cuando la colonización española comenzó a surtir efecto: las misiones católicas empezaron a concentrar a los indios pueblo, a expulsarles de sus tierras y a arrebatarles su sustento, y eso creó las condiciones decisivas para que se propagara la enfermedad. En 1680, los indios pueblo de jemez habían perdido aproximadamente un 97 % de su población: la mayoría a causa de la guerra, la hambruna y la enfermedad. No cabe duda de que esta fue una de las principales motivaciones para que se produjera la revuelta de los indios pueblo ese mismo año, que logró expulsar a los españoles.
Una situación muy similar se produjo a lo largo de la parte alta del río Missouri, donde nací y crecí. Cuando Lewis y Clark dirigieron una expedición militar río arriba, las naciones indígenas del río Missouri ya habían sufrido diversos brotes epidémicos de viruela como resultado de un mayor contacto con los tramperos británicos y franceses. Pero ninguno fue tan apocalíptico como la epidemia de viruela de 1837, cuando Estados Unidos ya controlaba el comercio fluvial. El comercio que instauró EE.UU. produjo la total aniquilación de los animales de piel valiosa como consecuencia de una caza excesiva, la destrucción ecológica del río y una creciente militarización (la presencia estadounidense intensificó los conflictos entre naciones indígenas que se dedicaban al comercio). En esas adversas condiciones, la viruela casi acabó con los mandans. Entre 1780 y 1870, las naciones indígenas del río experimentaron un descenso del 80 % en su población, y hasta algunas naciones experimentaron índices superiores al 90 %, sobre todo como consecuencia de la enfermedad.
La dieta forzosa demostró ser una de las enfermedades más mortíferas que impusieron los colonizadores. La diabetes era prácticamente desconocida entre las tribus del río Missouri, incluso durante el período de las reservas indias. Pero a raíz de que el plan Pick-Sloan represara a mediados del siglo XX la parte alta del río Missouri con una serie de cinco presas, con el objetivo de producir energía hidroeléctrica e irrigar campos, un 75 % de la fauna silvestre y las plantas autóctonas que existían alrededor de las reservas terminó desapareciendo, y se destruyeron decenas de miles de hectáreas de granjas indias. En total, unos 1.500 km2 de tierra nativa se vieron afectados en nueve reservas indígenas diferentes: Santee, Yankton, Crow Creek, Lower Brule, Cheyenne River, Standing Rock, Fort Berthold y Fort Peck. Lo que hasta entonces había sido una economía de subsistencia basada en la recolección de especies silvestres y en una agricultura a pequeña escala, se había transformado casi de la noche a la mañana en una total dependencia de los productos básicos del Departamento de Agricultura de Estados Unidos. La harina, la leche, el azúcar refinado y los alimentos enlatados sustituyeron a las anteriores dietas ricas en proteínas y nutrientes. Los índices de diabetes se dispararon y su proliferación puede rastrearse por contacto hasta un único proyecto de obra pública.
¿A quién le importa?
Avancemos medio siglo y la situación sigue siendo inquietantemente similar. El 17 de mayo, el secretario de Salud de Trump, Alex Azar, declaró en CNN que la elevada tasa de fallecimientos por coronavirus en Estados Unidos estaba menos relacionada con la inacción del gobierno que con el hecho de que algunas personas eran menos sanas que otras: “Lamentablemente, la población estadounidense es muy diversa”, explicó Azar, y señaló que “en particular”, las personas negras y las “comunidades minoritarias” tenían “considerables y subyacentes… diferencias en cuanto a su salud y afecciones comórbidas”.
Sus declaraciones eran solo una pequeña parte del inmenso engaño y distorsión que rodea la vergonzosa respuesta que ha dado el gobierno de EE.UU. al coronavirus, que ya se ha cobrado más de 100.000 vidas. Una vez más, el gobierno ha dejado claro que las vidas de los pobres (sobre todo los pobres negros e indígenas) son menos sagradas que la propiedad privada. La América blanca no ha hecho más que apropiarse de este argumento. Desde finales de abril, cuando las estadísticas demostraron que el virus había afectado mayoritariamente a las comunidades negras, latinas e indígenas, las denominadas protestas anticuarentena hicieron su aparición. Hombres armados con rifles de asalto y vestidos con equipos militares irrumpieron en los capitolios estatales y exigieron cortes de pelo y la reapertura de playas y heladerías. Por ese motivo la tribu sioux del río Cheyenne y la tribu sioux de Oglala comenzaron a instalar puestos de control sanitario: “No pediremos disculpas por ser una isla de seguridad en un mar de incertidumbre y muerte”, aclaró el presidente de la tribu, Harold Frazier, al gobernador de Dakota del Sur, uno de los cinco estados que dictó órdenes de no quedarse en casa como respuesta a la pandemia.
Las naciones indígenas han sido las más afectadas por el virus. La nación navajo, cuyas tierras ayudaron a convertir a Estados Unidos en el mayor productor de petróleo del mundo, se enfrenta ahora a los peores índices de contagio y muerte, no solo en comparación con otros estados, sino también con otros países. Aproximadamente un 30 % de la población de su reserva carece de suministro de agua y un 10 % de electricidad, mientras que el carbón de sus tierras se utiliza para alimentar centrales eléctricas y el agua de sus ríos sirve para regar campos de golf en Phoenix. Estados Unidos creó la primera bomba nuclear en una meseta sagrada de la nación tewa con uranio extraído de las minas ubicadas en tierras navajo, que luego terminó envenenando a varias generaciones. Para el pueblo navajo, la auténtica pandemia es, y siempre ha sido, la colonización de los recursos.
EE.UU. creó la primera bomba nuclear en una meseta sagrada de la nación tewa con uranio extraído de las minas ubicadas en tierras navajo
La “ayuda” que ha proporcionado el gobierno hasta el momento ha sido insuficiente, por no decir directamente perjudicial. Sobre el papel, parece que el Departamento del Interior, que se ocupa de conceder la libertad y la democracia estadounidenses a los pueblos indígenas (curiosamente, también administra la fauna silvestre y los recursos naturales), se encuentra en proceso de asignar los 8.000 millones del dinero de la Ley CARES, que se aprobó para ayudar a las tribus afectadas por el coronavirus. Sin embargo, si analizamos en profundidad cuál ha sido la respuesta del Departamento, observaremos que se parece más a una apropiación de tierras, a un soborno y a una masacre india a cámara lenta.
El 20 de mayo, cinco organizaciones tribales firmaron una carta dirigida a David Bernhardt, el secretario de Interior (y antiguo lobista del petróleo), en la que solicitaban la dimisión de la subsecretaria de asuntos indios, Tara Sweeney, una nativa inupiaq de Alaska (también una antigua lobista del petróleo) por el plan que había puesto en marcha durante la pandemia. A finales de febrero, cuando el coronavirus estaba arrasando el país, un tribunal federal negó a los mashpee wampanoag el derecho a recuperar sus tierras natales de Massachusetts; ese es el proceso judicial que Sweeney había iniciado en 2018 y que un juez federal finalmente revocó el pasado junio. Asimismo, su despacho fue también incapaz de proteger los sitios sagrados y funerarios de la nación tohono o’odham de la destrucción con explosivos para construir el muro fronterizo de Trump, que sigue avanzando mientras se suspenden amplios sectores de la economía. Por otro lado, el Departamento del Interior permitió que las corporaciones con fines de lucro de los nativos de Alaska, muchas de las cuales tienen inversiones en la industria del petróleo y del gas, obtuvieran indemnizaciones provenientes del dinero destinado a aliviar el impacto de la covid-19 entre las tribus indígenas. Cómo pudo haberse tomado esa decisión sigue sin esclarecerse. Así que, mientras por un lado complacía a las corporaciones con ánimo de lucro de los nativos de Alaska, por otro el despacho de Sweeney prohibía a los nativos de Alaska que recuperaran sus tierras natales mediante un procedimiento de adquisición en fideicomiso.
La pandemia también ha puesto de manifiesto cómo afecta la encarcelación en masa a las comunidades indígenas. De acuerdo con un informe elaborado por el Proyecto de Ley del Pueblo Lakota, el índice de hombres indios estadounidenses que cumple penas de cárcel es cuatro veces superior al de hombres blancos, y el de las mujeres indias estadounidenses es seis veces superior al de las mujeres blancas. Los indios estadounidenses y los afroamericanos tienen las tasas más altas de asesinatos a manos de la policía. El 28 de abril, tres semanas después de dar a luz en la cárcel, Andrea Circle Bear, una ciudadana de la tribu sioux del río Cheyenne de solo 33 años, se convirtió en la primera mujer en morir de coronavirus en una cárcel federal. Estaba embarazada de cinco meses cuando fue condenada a 26 meses por un delito menor de posesión de drogas. Las autoridades penitenciarias dijeron que la nueva madre “tenía una enfermedad preexistente” que la convertía en susceptible de experimentar síntomas graves, como por ejemplo dificultades respiratorias. No está claro cuál era esa enfermedad, pero su embarazo también se apuntó como posible factor de riesgo. En realidad, la “enfermedad preexistente” que apartó a Andrea Circle Bear de la “isla de seguridad” que su nación había configurado mediante los puntos de control sanitario, la que hizo que estuviera expuesta al virus, no fue solo la desigualdad. (Cinco años antes, el 6 de julio, la cuñada de 24 años de Andrea, Sarah Lee Circle Bear, una madre de dos hijos que su familia dice que estaba embarazada en aquel momento, falleció en la cárcel después de que la detuvieran por violar la libertad condicional a raíz de un accidente de tráfico).
Los indios estadounidenses y los afroamericanos tienen las tasas más altas de asesinatos a manos de la policía
El mes pasado fue el tercer aniversario del asesinato de Zachary Bearheels, un ciudadano de 29 años de la tribu sioux de Rosebud. Tras sufrir una crisis nerviosa y ser expulsado de un autobús de Omaha en su camino de regreso a Oklahoma City, se grabó a la policía disparando tásers contra Bearheels en doce ocasiones y pegándole doce puñetazos en la cabeza. “No puedo respirar, hostia”, les dijo a los agentes desde el asiento de atrás del coche de policía. Un forense determinó después que la causa de la muerte había sido “delirio excitado”, una enfermedad que supuestamente da pie a situaciones de agresividad, incoherencia y a una “fuerza sobrehumana”, por lo general después de haber ingerido cocaína o metanfetamina. (Sin embargo, Bearheels, no tenía rastros de alcohol o drogas en su organismo en el momento de su muerte). Este diagnóstico es polémico, aunque se utiliza a menudo cuando una persona fallece bajo custodia policial. Tres de los agentes involucrados en la muerte de Bearheels fueron restituidos en sus puestos en el mes de abril.
Como por casualidad, los agentes de policía de Minneapolis que asesinaron a George Floyd este pasado Día de los Caídos también habían pensado en utilizar el “delirio excitado” como excusa. Mientras Floyd yacía boca abajo en el asfalto de la carretera, con la rodilla de Derek Chauvin apretándole el cuello, uno de los agentes preguntó si deberían girar a la víctima para ponerla de lado: “Me preocupa el delirio excitado o eso”, le dijo a Chauvin, según la declaración judicial. “Por eso lo tenemos boca abajo”, respondió Chauvin. “No puedo respirar” le dijo Floyd a la policía. “Ninguna lesión física respalda un diagnóstico de asfixia traumática o estrangulación”, se pudo leer después en un informe médico forense preliminar; habían sido “enfermedades subyacentes”, como una enfermedad cardiaca, lo que le había provocado la muerte.
La condición humana
Estados Unidos tiene a sus espaldas una larga historia de sacrificar o asesinar grupos de personas (mediante guerras, enfermedades o ambas) en nombre de su autoproclamado destino. Esta creencia en la superioridad violenta del país ya resultaba evidente entre los antiguos puritanos, que atribuyeron la extinción en masa de los pueblos indígenas a la intervención divina. “Dios les ha perseguido”, dijo de los indígenas John Winthrop, el líder puritano de la colonia de la bahía de Massachusetts, en una carta al rey de Inglaterra en 1634. “El sarampión ha barrido la mayor parte de ellos… Dios ha querido así despejar nuestra titularidad sobre este lugar”. Winthrop y sus compañeros colonos consumaron después su apropiación al mezclar sangre y tierra en la guerra Pequot de 1637, que sentó las bases para las subsiguientes campañas indias que acabaron con la cuasi total exterminación de sus enemigos.
Para vendarse los ojos ante la destrucción que habían provocado, los colonos urdieron ficciones culturales sobre la “inmensidad” de un continente carente de civilización humana (Terra nullius) y por lo tanto expuesto al asentamiento europeo blanco. (Esto fue un precoz antepasado ideológico de la frase sionista: “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”, que ha terminado justificando la expulsión y colonización de los Palestinos). El general Henry Knox, héroe de la Guerra de Independencia y primer Secretario de Guerra de EE.UU., tenía menos dudas sobre cómo se había logrado vaciar la tierra. Recordó la “total extirpación de los indios en las partes más pobladas de la Unión” con medios “más destructivos para los indios nativos que la conducta de los conquistadores de México y Perú”; lo que no es moco de pavo.
Mientras Irán experimentaba un aumento en el índice de casos de coronavirus, el país se estaba enfrentando a una crisis de abastecimiento médico debido a las sanciones
El proyecto imperial no se limitó a lo que terminaría convirtiéndose en los Estados Unidos continentales. Poco después fue extendiéndose hacia afuera, a medida que el colono exportaba al resto del planeta los horrores que había cometido contra el indígena. La mayoría de los historiadores no ha sido capaz de reconocer la evidente relación que existe entre las elevadas tasas de infección y las pésimas condiciones de vida que hay durante los períodos de guerra, invasión y colonialismo. Solo hay que fijarse en el brote de cólera de Yemen para ver la relación que existe entre esa enfermedad y la política exterior de EE.UU. Nadie duda de que la infección de millones de personas y las muertes de miles de ellas a manos de esa enfermedad evitable sean el resultado de la guerra dirigida por Arabia Saudí, con el respaldo de EE.UU., que ha hecho desaparecer las infraestructuras sanitarias de Yemen. No debería sorprendernos enterarnos de que una de cada cuatro amputaciones quirúrgicas que se producen en los centros de la Cruz Roja en Irak, Siria y Yemen, son producto de la diabetes. Estos tres países han servido a EE.UU. de base de operaciones para unas intervenciones militares e invasiones que han alterado unas cadenas de suministros médicos y alimenticios esenciales.
Las sanciones económicas, que los políticos de todos los colores a menudo ensalzan como una alternativa “más humana” a la guerra, son sencillamente una guerra con otros medios. En la actualidad, hay 39 países (un tercio de la humanidad) que están siendo duramente golpeados por las sanciones de EE.UU., y eso no solo provoca inflaciones y devaluaciones en sus monedas, sino que afecta a la distribución de medicinas, comida, energía, a la depuración de aguas y a otras necesidades humanas. Un informe elaborado en 2019 por el Centro de Estudios Económicos y Políticos concluyó que las sanciones estadounidenses en Venezuela habían provocado entre 2017 y 2018 unas 40.000 muertes y unas pérdidas de 6.000 millones de dólares en ingresos provenientes del petróleo. Mientras Irán comenzaba a experimentar un aumento en el índice de casos de coronavirus, el país se estaba enfrentando a una crisis de abastecimiento médico como consecuencia de las sanciones. Mientras países como China o Cuba, castigados ambos por las sanciones de EE.UU., brindaban ayuda internacional a otros países afectados por la pandemia, Trump impedía de forma activa que otros países pudieran responder adecuadamente a la crisis. Por si eso fuera poco, este pasado mayo se retiró formalmente de la OMS en señal de protesta, y culpó a China por el fracaso de su país a la hora de contener la propagación del virus.
La tribu que no ven
“Estados Unidos funciona de acuerdo a unas premisas sumamente estúpidas”, escribió el intelectual de la reserva india de Standing Rock, Vine Deloria Jr., hace medio siglo en Custer Died for Your Sins [Custer murió por tus pecados]. “Nunca ha llegado a comprender la naturaleza del mundo y por eso no desarrolla políticas que sirvan para conservar la lealtad de la gente”. En pocas palabras, Estados Unidos solo conoce la violencia. Convence mediante la fuerza. Es insensible ante el sufrimiento e indiferente frente al bienestar de las personas.
Cuando se tiene que enfrentar a la ciencia y a hechos concretos que niegan su mitología, Estados Unidos elige la alucinación. Observa cómo el genocidio indio se lleva a cabo delante de sus propios ojos y culpa a las “condiciones preexistentes”. Observa cómo cada día la policía asesina y tortura a personas negras y lo describe como ley y orden. Observa cómo se aproxima el calentamiento global y no hace nada al respecto (en realidad, lo acelera, al renombrar los combustibles fósiles como “moléculas de libertad” y el gas natural como “gas de libertad”, que se emite para liberar la atmósfera). Observa cómo se avecina una pandemia y decide no reaccionar.
Quizá la ilustración más descarnada del poder de intoxicación que ejerce la doctrina del Destino manifiesto es el coqueteo reciente de Estados Unidos con el espacio. En febrero de 2019, el presidente Trump emitió un decreto cuyo objetivo era iniciar el proceso de creación de la sexta rama del ejército, la Fuerza Espacial, “para organizar, entrenar y equipar a las fuerzas militares espaciales… y garantizar un acceso sin restricciones al espacio, y libertad para operar en él”. (En diciembre ya se había creado formalmente). “Estados Unidos siempre ha sido una nación fronteriza”, observó en su último discurso sobre el Estado de la Unión. “Ahora debemos asumir la próxima frontera, el destino manifiesto de EE.UU. en las estrellas”. Dos meses después, en medio del caos que ha provocado la creciente pandemia, el presidente firmó un decreto que otorgaba el derecho prioritario a EE.UU. (el primer monopolio de derechos) para comenzar a extraer minerales de la luna y los asteroides. Y mientras una rebelión abierta estallaba en más de treinta ciudades de EE.UU. a causa de la violencia policial racista, Trump y su vicepresidente Mike Pence se fueron a Florida a ver cómo el SpaceX de Elon Musk lanzaba un astronauta al espacio. La beligerancia de EE.UU. ya ha sido elevada al espacio gracias a Trump.
Si dirigiera su mirada de nuevo hacia la Tierra, se daría cuenta de que tras haber pasado por dos recesiones económicas, una guerra sin fin y una destrucción ecológica en forma secuencial, los estadounidenses siguen comportándose como anticuerpos del virus llamado capitalismo. Así y todo, hay otro mundo que está viendo la luz, incluso mientras arde el Amazonas o las calles de Minneapolis. Siempre estuvo ahí. Estuvo presente en Standing Rock, en los cánticos que decían “el agua es vida”; se pudo escuchar en los llamamientos de la nación Wet’suwet’en para “curar los pueblos, curar la tierra”; y resonó de nuevo cuando cientos de miles de personas salieron a las calles para exigir que las vidas negras importan.
Sí, ese mundo siempre estuvo ahí, pero como dijo una vez el fallecido poeta de la nación Dakota, John Trudell: “Somos la tribu que no pueden ver”. Su mensaje estaba claro: el colonialismo no solo es una contienda por el territorio, sino por el significado de la vida misma. Las palabras “indio” o “indios nativos” (vocablos imaginados) nunca se escucharon en las tierras que ahora llamamos Estados Unidos hasta que se produjo la invasión europea. “Nos han llamado de muchas maneras”, observó Trudell, y enumeró otras etiquetas (hostiles, paganos, militantes…) que se han convertido en sinónimo de indígena en la lengua del colonialismo. “Los que nos ponen nombres no pueden vernos, pero nosotros sí podemos verlos a ellos”, explicó. “Somos la Aluci Nación”.
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* Nick Estes es un ciudadano de la tribu sioux de Lower Brulé. Trabaja como profesor adjunto de Estudios Americanos en la Universidad de Nuevo México, y es el autor de Nuestra historia es el futuro: Standing Rock contra el oleoducto de Dakota Access, y de La larga tradición de la resistencia indígena.
Este texto fue publicado originalmente en The Baffler.
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