martes, 1 de agosto de 2017

La conversión de Pablo Neruda



La trascendencia de la guerra española en la literatura universal se mide con toda claridad en dos autores: George Orwell y Pablo Neruda (1904-1973). Nunca llegaron a conocerse pero me gustaría pensar que se vieron desde lejos en el otoño de 1927, siluetas distantes sobre las cubiertas de sus respectivos barcos, rumiando cada uno las incógnitas de sus nuevos destinos, mientras uno abandonaba Rangún para volver a Europa después de cinco años en la policía militar del Imperio Británico y el otro avanzaba hacia la misma ciudad para asumir su puesto de cónsul de Chile, iniciando así un largo descenso al infierno. Un cuarto de siglo después, las obras de estos dos escritores serían los paradigmas de los grandes bloques en que se había dividido el mundo: el apocalíptico anticomunismo de 1984 por un lado; el fervoroso comunismo de Canto general por otro. La existencia de ambos li bros está directamente relacionada con la experiencia de sus au tores en la guerra de España.

No hay en la lengua española una poesía de tanta soledad y tanta angustia como la deResidencia en la tierra (1935), fruto en gran parte de los años en el Lejano Oriente, una poesía en la que Neruda, “como un vigía tornado insensible y ciego, / incrédulo y condenado a un doloroso acecho” o “como un párpado atrozmente levantado a la fuerza”, ofrece su testimonio de un mundo sometido a una destrucción permanente, un sinsentido que lo envuelve en sus sofocantes y extenuantes sistemas y se ha convertido en una de las expresiones clásicas de la alienación moderna:

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.

La vuelta a Chile en 1932 no supuso un alivio para la angustia del poeta. De las soledades de un mundo donde nadie hablaba español llegó a su país natal, pero aunque publicara una segunda edición de Veinte poemas de amor y una canción desesperada y el primer tomo de Residencia en la tierra, fue recibido con uñas y dientes por un mundo literario abarrotado por grandes y vociferantes figuras. El temible Pablo de Rokha, en reseñas fulminantes —“Pablo Neruda, Poeta a la Moda” y “Epitafio a Neruda”— describió los Veinte poemas... como “la biblia típica de la mediocridad versificada” y diagnosticó en el anhelo expresivo truncado de Residencia… “el desorden, el pulso anormal, y, según el complejo de inferioridad de Adler, la astucia, la maña, la fórmula, la máscara”. Vicente Huidobro, por su parte, que años antes había tachado su ejemplar de un opúsculo vanguardista de Neruda con la palabra “mío”, divulgó ahora en una revista suya el plagio flagrante de Tagore (una paráfrasis, dirá Neruda) en uno de los Veinte poemas…


Pero la estrella del poeta cambió cuando fue enviado como cónsul, primero en agosto de 1933 a Buenos Aires, donde se ha – ría amigo de Federico García Lorca, y luego desde mediados de 1934 a España. Resulta difícil imaginar hasta qué punto los dos años que pasó en España marcaran a Neruda. Él mismo lo diría, décadas después: “Pocos poetas han sido tratados como yo en España. Encontré una brillante fraternidad de talentos y un conocimiento pleno de mi obra. Y yo, que había sido durante muchos años martirizado por la incomprensión de las gentes, por los insultos y la indiferencia maliciosa, drama de todo poeta auténtico en nuestros países, me sentí feliz”. Estuvo feliz en Madrid, instalado en la “Casa de las Flores”: por primera vez se encontraba reconocido entre poetas —un “Homenaje a Neruda de los poetas españoles”, respuesta a los ataques que le llegaron desde Chile, fue firmado por todos los grandes de la Generación del 27—, y llegaría a ser íntimo amigo de varios de ellos. Lorca lo presentó en la Universidad de Madrid como “un poeta más cerca de la muerte que de la filosofía; más cerca del dolor que de la inteligencia; más cerca de la sangre que de la tinta”, y Miguel Hernández celebró Residencia en la tierra diciendo que “ganas me dan de echarme puñados de arena en los ojos, de cogerme los dedos con las puertas, de trepar hasta la copa del pino más dificultoso y alto. Sería la mejor manera de expresar la borrascosa admiración que despierta en mí un poeta de este tamaño gigante”.


Pablo Neruda y Delia del Carril en Isla Negra en 1939

Además, Neruda encontró en Madrid no sólo amigos sino un nuevo amor. Infelizmente casado con la holandesa María Antonieta Hagenaar y padre reciente de Malva Marina, una niña crónicamente enferma de hidrocefalia —“un ser perfectamente ridículo, una especie de punto y coma, una vampiresa de tres kilos”—, quedó deslumbrado cuando Rafael Alberti le presentó a la argentina Delia del Carril, pintora de caballos, comunista y veinte años mayor que él. “El firme amor, España, me diste con tus dones”, diría el poeta en Canto general, y vivirían juntos los dos hasta mediados de los años cincuenta. Este entorno militante sin duda afectó a un poeta hasta entonces ajeno a la política. Hacía poco, en Chile, Huidobro —un “comunista de culo dorado” en palabras de Neruda— había aprovechado una defensa del deber del escritor de “aprender humildemente a servir la gran causa de la revolución” para añadir: “aunque le pese al señor Neruda y sus compinches que son tan finos y tan sutiles que la vista de un obrero les ataca los nervios”.

España supuso, también, un encuentro con los clásicos de la lengua. Neruda se encargó de la edición de Los sonetos de la muerte de Quevedo y de las Poesías del Conde de Villamediana, ambas publicadas en Cruz y Raya, la editorial de Manuel Altolaguirre, quien fue el impulsor también de Caballo verde para la poesía, la revista dirigida por el chileno y donde publicó su célebre manifiesto “Sobre una poesía sin pureza”, reclamando una poesía “gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena, salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición, y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecía, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias, políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos”. En abierta polémica con Juan Ramón Jiménez, el manifiesto expresaba un contacto con el mundo que había sido para Neruda problemático, fragmentario y angustiado en los años anteriores, pero que a partir del comienzo de julio de 1936 se haría fluido, directo y didáctico.

“La guerra de España, que cambió mi poesía, comenzó para mí con la desaparición de un poeta.” Un cónsul, en principio, debe permanecer neutral en situaciones de guerra, pero cuando llegaron a Madrid, a comienzos de septiembre, las noticias sobre la muerte de Lorca, la neutralidad fue insostenible y Neruda dio un giro total y espectacular a su línea poética. Dos semanas después, Alberti publicaría en El Mono Azul un anónimo “Canto a las madres de los milicianos muertos”, el primer poema políticamente comprometido del chileno.

Neruda expuso las razones de este cambio en un texto estremecedor, publicado en El Mono Azul bajo el título “Es así” pero conocido en su versión definitiva como “Explico algunas cosas”. Empieza el poema con una pregunta de los hipotéticos lectores hacia el autor: “Y dónde están las lilas? / Y la metafísica cubierta de amapolas?”. La respuesta se articula en tres partes. La primera es una descripción de “mi barrio de Argüelles” y de su “bella casa / con perros y chiquillos”, interrumpida sólo por una apelación patética a sus amigos Alberti, Lorca y González Tuñón: “Raúl, te acuerdas? / Te acuerdas, Rafael? / Federico, te acuerdas, / debajo de la tierra, / te acuerdas de mi casa con balcones en donde / la luz dura de junio jugaba con tu pelo? / Hermano, hermano!”. La gran ciudad, en su libro anterior, había sido un espacio de fragmentación, de establecimientos, jardines y ascensores, donde el olor de las peluquerías hacía “llorar a gritos”. Ahora, en cambio, en los primeros meses de la guerra, Neruda mira atrás hacia el Madrid de la República y junta los fragmentos, conformando con ellos la cornucopia (“Todo / eran grandes voces, sal de mercaderías, / aglomeraciones de pan palpitante”) y celebrando los elementos esenciales de la vida en imágenes de extraordinaria belleza: “delirante marfil de las patatas, / tomates repetidos hasta el mar”. El ser humano de su poesía de antes se había cansado de sí mismo, de sus pies y sus uñas, en imágenes surrealistas de desmembramiento, como si el hombre urbano se hubiera despojado de su integridad física y mental, pero ahora “un profundo latido / de pies y manos llenaba las calles”: las partes corporales se reúnen en el corazón de la masa, en la plenitud de la vida.

La segunda parte del poema se inicia con la destrucción de este espacio de plenitud: “Y una mañana todo estaba ardiendo”. Llegaron un día los enemigos para prender fuego a la ciudad y para matar a los niños. El poeta los enumera: “bandidos con aviones y con moros, / bandidos con sortijas y duquesas, / bandidos con frailes negros bendiciendo”. Son el Capital, la Aristocracia, la Iglesia y sobre todo el Ejército. El poeta deja ahora de dirigirse a los lectores y se enfrenta a los verdugos, imprecándolos en una acumulación grandilocuente de imágenes bestiales cargadas de odio: “Chacales que el chacal rechazaría, / piedras que el cardo seco mordería escupiendo, / víboras que las víboras odiaran”. La destrucción de España queda reflejada en la destrucción de la Casa de las Flores: “Generales / traidores: / mirad mi casa muerta, / mirad España rota”. Son versos que en 1973 serían recitados de memoria durante el cortejo fúnebre que llevó el ataúd de Neruda desde su casa destrozada por los militares hasta el cementerio general de Santiago de Chile, sólo dos semanas después del golpe militar de Augusto Pinochet, en lo que fue la primera manifestación pública contra la dictadura. No es sorprendente, quizá, que sea así. En este poema, por primera vez, Neruda asumía cons cientemente el papel de profeta. Desde la visión del 265 pasado idílico de la República y la posterior agresión nacionalista, vira de pronto hacia el presente (“pero de cada niño muerto sale un fusil con ojos”), y en seguida desde el presente hacia el futuro: “pero de cada crimen nacen balas / que os hallarán un día el sitio / del corazón”.

En la tercera parte, el poeta vuelve a la pregunta inicial de sus lectores y da su respuesta definitiva:

Preguntaréis por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?

Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles!

Esta sangre por las calles tuvo un impacto duradero en la obra de Neruda. Jamás volvería a la oscuridad dolorida de Residencia en la tierra y en cierta etapa llegó incluso a prohibir que se tradujera el libro. Sin embargo, la grandeza del chileno es que, después de publicar el libro de poesía amorosa más leído de la historia y luego una de las obras más impresionantes de la poesía vanguardista en español, haya sido capaz de renovarse, convertirse al prójimo, y años después escribir quizá el libro de poesía política —directa, polémica, accesible y deslumbrante— más grandiosa del siglo XX: Canto general (1950).

Pablo Neruda, José Caballero, Matilde Urrutia, Gabriel García Márquez y Maria Fernanda Thomás de Carranza en Barcelona, junio de 1970.

En diciembre de 1936, Neruda tuvo que abandonar su puesto diplomático por su actividad política y a la vez se separó definitivamente de su mujer. Instalado en París, se dedicó por entero a la defensa de la República. Participó en enero con Robert Desnos y Jean Cassou en un homenaje a Lorca, terminando su intervención con las siguientes palabras: “Y perdonad que de todos los dolores de España os recuerde sólo la vida y la muerte de un poeta. Es que nosotros no podremos nunca olvidar este crimen, ni perdonarlo. No lo olvidaremos ni lo perdonaremos nunca. Nunca”. Por otro lado, dirigió con Nancy Cunard la revista Los poetas del mundo defienden al pueblo español, fundó con César Vallejo el Grupo Hispanoamericano de Ayuda a España y participó en la organización del Congreso de Escritores Antifascistas. Al volver a Chile en octubre de 1937 siguió con este activismo, fundando la Alianza de Intelectuales de Chile para la Defensa de la Cultura y publicando en noviembre España en el corazón, que saldría un año después en una edición española de Altolaguirre. Neruda describió la hazaña de esta edición en sus memorias póstumas, Confieso que he vivido: a falta de papel suficiente los impresores tuvieron que emplear “desde una bandera del enemigo hasta la túnica ensangrentada de un soldado moro” y en seguida, ante el avance nacionalista, emprendieron el camino hacia el exilio. “Mi libro”, afirma, “era el orgullo de esos hombres que habían trabajado mi poesía en un desafío a la muerte. Supe que muchos habían preferido acarrear sacos con los ejemplares impresos antes que sus propios alimentos y ropas. Con los sacos al hombro emprendieron la larga marcha hacia Francia”. Incluso en Chile, como bien se ve, el poeta seguía siendo o queriendo ser protagonista en la lucha y después de la guerra, con el apoyo del flamante presidente del Frente Popular chileno, Pedro Aguirre Cerda, Neruda se encargó de la embarcación a su país en el barco Winnipeg de centenares de exiliados españoles.

Neruda regresó a España sólo una vez en su vida, en 1970, cuando pasó doce horas en Barcelona en compañía de su mujer Matilde Urrutia, Gabriel García Márquez y el pintor José Caballero, entrevistándose allí con Luis María Ansón: “España es para mí una gran herida y un gran amor”, declaró, y al recordar los años que había pasado en el país afirmó que “casi todo lo que he hecho después, casi todo lo que he hecho en mi poesía y en mi vida, tiene la gravitación de mi tiempo de España”. En efecto, la memoria de España recorre su obra, sobre todo en lamentos nostálgicos por “aquellas muertes que me hicieron / tanto daño y dolor / como si golpearan hueso a hueso”, por Lorca y más aún por Miguel Hernández, cuya militancia comunista lo convirtió doblemente (como amigo y camarada) en mártir ejemplar para el chileno. En el poema “A Miguel Hernández, asesinado en los presidios de España”, de Canto general, no sólo permanecen vivos el dolor y el odio que llegaron a su vida y obra con la guerra, sino que la maldición contra los verdugos se extiende hasta los poetas del 27 afectos al régimen franquista: “Que sepan los que te mataron que pagarán con su sangre. / Que sepan los que te dieron tormento que me verán un día. / Que sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre / en sus libros, los Dámasos, los Gerardos, los hijos / de perra, silenciosos cómplices del verdugo, / que no será borrado tu martirio, y tu muerte / caerá sobre toda su luna de cobardes”.


Muchos de los escritores incluidos en este libro vinieron a la guerra española como militantes o compañeros de viaje del comunismo, para luego terminar alejándose o renegando violentamente del Partido. El caso de Neruda es el inverso. Su experiencia de la guerra —y quién sabe hasta qué punto su amistad con Alberti y su relación con Delia del Carril— lo propulsaron hacia el compromiso político y llegaría a ser senador comunista de la República en 1945, a vivir en la clandestinidad como perseguido político en 1948, y a ser precandidato comunista para las elecciones presidenciales de 1970 antes de acordar una coalición con el socialista Salvador Allende. Esta militancia comenzó en España. Allí eligió un camino, como cuenta el poeta en sus me – morias: “Aunque el carnet militante lo recibí mucho más tarde en Chile, cuando ingresé oficialmente al partido, creo haberme definido ante mí mismo como un comunista durante la guerra de España”. Recuerda con horror los descontrolados “paseos” de los anarquistas: “Mientras esas bandas pululaban por la noche ciega de Madrid, los comunistas eran la única fuerza organizada que creaba un ejército para enfrentarlo a los italianos, a los alemanes, a los moros y a los falangistas. Y eran, al mismo tiempo, la fuerza moral que mantenía la resistencia y la lucha antifascista. Sencillamente: había que elegir un camino. Eso fue lo que yo hice en aquellos días y nunca he tenido que arrepentirme de una decisión tomada entre las tinieblas y la esperanza de aquella época trágica”. El hecho de haber vivido los años más felices de su vida en Madrid, de haber perdido a su amigo Lorca y de haber visto su casa y su barrio bombardeados, su ciudad asediada, el país que amaba roto en dos, significa que el comunismo de Neruda nació de un trauma inmenso, un quiebre emocional difícilmente superable mientras sobreviviese Franco —y el dictador resultaría más longevo que el poeta. Fue, en este sentido, una construcción noble y sólida, terca ante los embates y decepciones de los años, surgida de las ruinas que había cantado en España en el corazón:

                                 Sed celeste, palomas
con cintura de harina: épocas
de polen y racimo, ved cómo
la madera se destroza
hasta llegar al luto: no hay raíces
para el hombre: todo descansa apenas
sobre un temblor de lluvia.

                                  Ved cómo se ha podrido
la guitarra en la boca de la fragante novia:
ved cómo las palabras que tanto construyeron,
ahora son exterminio: mirad sobre la cal y entre el mármol
deshecho
la huella —ya con musgos— del sollozo.

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