jueves, 24 de agosto de 2017

La guerra de los medios contra Trump está destinada al fracaso, ¿no lo ven?



Por Thomas Frank

Todo lo que hacen los periodistas, lo hacen con mentalidad de rebaño. Esa es una de las claves detrás de todos los gigantescos errores del periodismo en las últimas décadas: la burbuja de las puntocom, enérgicamente celebrada por la prensa económica; la guerra de Irak, en la que fueron cómplices los gurús más importantes del periodismo; la ausencia total de visión para percibir la epidemia de falta de ética que permitió la crisis financiera de 2008; y el ascenso de Donald Trump.

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Trump ha devuelto la importancia a aquella vieja crítica contra los medios por su "sesgo progresista", una creencia antigua que formaba parte de las paranoias republicanas en los días de Richard Nixon. EFE

Esta es la peor época para los medios de comunicación estadounidenses, pero también la mejor. Tal y como nos recuerda la triste historia del otrora gigante Chicago Tribune, hace años que la industria de la prensa viene muriéndose lentamente. Pero para el puñado de empresas periodísticas bien financiadas que aún sigue en pie, la era Trump ha terminado convirtiéndose en una "época dorada", un período de grandes propósitos y de defensa de la moral.

Entre los respetables miembros de la prensa en la costa este hay una increíble unanimidad en el desprecio al presidente. Están obsesionados con dejar constancia de su mal gusto, con encontrar errores en sus estúpidos tuits y con terminar con Trump y con sus socios por el escándalo ruso de acá o de más allá. Son más inteligentes que el simplón multimillonario. Las exclusivas que destapan son devastadoras. Las páginas de opinión parecen discursos de recaudación de fondos del Partido Demócrata. El tema de todas las secciones, todo el tiempo, es Trump. Han cargado con todo contra él en tantas ocasiones que ahora el público bosteza cada vez que comienzan los primeros tiros.

Un artículo del sitio Alternet que leí hace poco estaba hecho sólo con frases maliciosas sobre Trump, algunas con valor literario y de alto vuelo, otras viles y crueles, y todas muy divertidas. La mayoría extraídas de los medios masivos. Mientras escribo este artículo, cuatro de los cinco artículos más leídos en la página web de the Washington Post son sobre Trump. De hecho, si la memoria no me falla, hace al menos un año que Trump encabeza esta particular estadística.

¿Y por qué no iba a ser así? Está claro que Trump se lo merece. Es a todas luces incompetente y carece de los saberes básicos sobre el funcionamiento del Gobierno. Sus opiniones son repugnantes. Sus asesores, unos idiotas. Parece coquetear con fuerzas muy peligrosas. Y gracias a la caída del Partido Demócrata, no hay un control institucional fuerte para limitar el poder del presidente. La prensa tiene que dar un paso al frente.

Pero hay algo equivocado en todo este razonamiento.

Activadas por los medios de comunicación, las alarmas acerca de Trump llevan sonando estridentemente desde hace más de un año. Fue en enero de 2016 cuando el periódico en Internet The Huffington Post empezó a incluir en cada uno de sus artículos sobre Trump la acusación de que el multimillonario era "un mentiroso compulsivo, un xenófobo recalcitrante, un racista, un birther (un movimiento que sostenía que Obama no había nacido en EEUU) y un bravucón". Fue en agosto de 2016 cuando el periódico the New York Times publicó un ensayo en el que daba por buena la percepción generalizada de los periodistas que veían a Trump como una mutación política (una desviación inaceptable del bipartidismo) que debía ser expurgada de las principales corrientes políticas.

No ha funcionado. Cuando lo castigan y denuncian, cuando cacarean y lo ridiculizan, Trump parece disfrutar. Como un reflejo, el presidente devuelve contra la propia prensa esa increíble efusión de desaprobación. Volvió a cobrar importancia aquella vieja crítica contra los medios por su "sesgo progresista", una creencia antigua que formaba parte de las paranoias republicanas en los días de Richard Nixon (el héroe de Trump). Trump y compañía usan ahora esa teoría para explicarlo todo. Los medios avanzan hacia su era dorada mientras su reputación cae cada vez más bajo.

El New York Times, galardonado este año con tres premios Pulitzer
¿Cómo se explica esta paradoja tan evidente? Sí, es cierto que ahora mismo Trump no tiene buena imagen, pero sigue siendo más popular de lo que debería (entre otras cosas increíbles, se dice que tiene hoy mejor imagen que Hillary Clinton). ¿Cómo puede ser que nuestros líderes de opinión crean algo con tanta unanimidad, tan categóricamente y, sin embargo, tengan tan poco éxito a la hora de persuadir a sus antiguos seguidores de opinión?

Parte de la explicación es la situación estructural de los medios de comunicación. A medida que mueren los periódicos, su lugar en la conciencia estadounidense es reemplazado por redes sociales formales e informales. Gracias a Facebook y a Twitter, hoy solo leemos aquellas cosas que confirman lo que ya pensamos. Tal vez hubo una época en la que el periódico the Washington Post podía derrocar a un presidente sin ayuda de nadie, pero esos días quedaron atrás.

Pero hay una segunda razón aún más fundamental. Lo cierto es que el unánime sentimiento en contra de Trump de los respetables miembros de la prensa es solo una muestra más de una homogeneidad mayor. Resulta que la prensa que aún sobrevive en Estados Unidos ve con unanimidad todo tipo de cosas. Sus opiniones sobre el comercio, por ejemplo. O sobre lo que ellos llaman "populismo". O sobre lo que ellos llaman "bipartidismo". O sobre todo lo que tenga que ver con el deterioro del sector industrial (triste, pero inevitable) y con el auge de las profesiones "creativas" de oficina (las más inteligentes, tan loables).

Esa es una de las claves detrás de todos los gigantescos errores del periodismo en las últimas décadas: la burbuja de las puntocom, enérgicamente celebrada por la prensa económica; la guerra de Irak, en la que fueron cómplices los gurús más importantes del periodismo; la ausencia total de visión para percibir la epidemia de falta de ética que permitió la crisis financiera de 2008; y el ascenso de Donald Trump, que (a pesar de la morbosa fascinación que sienten por él los medios) tomó por sorpresa a casi todos.

Todo lo que hacen los periodistas, lo hacen con mentalidad de rebaño, incluso cuando se trata de tirarse de cabeza por un acantilado. Todavía no pueden reprimir su admiración por los banqueros. Hace solo una semana, por ejemplo, en las páginas de negocios de the New York Times se maravillaban de que a un alto cargo de Goldman Sachs ("posiblemente, el banco de inversiones más poderoso del mundo") le gustase trabajar como DJ en su tiempo libre.

Trump dice que no le gusta tuitear y que lo hace para contrarrestar a la prensa
Tienen una debilidad inagotable por las acreditaciones, especialmente en temas de política exterior. El viernes 14, the Washington Post publicó un perfil del exasesor de política exterior de Hillary Clinton, al que encontraron dando una charla en su alma mater, la Universidad de Yale. El periódico contó cómo el exasesor "repasaba una lista de sus primeros mentores", entre ellos, figuras prominentes de Brookings, del Departamento de Estado y del Council of Foreign Relations (CFR). Luego llegó el inevitable tema de la derrota de Clinton, un asunto tan agridulce que casi podían sentirse las lágrimas en los rostros de los lectores a medida que se les hacía recordar, una vez más, la ingratitud del país que rechazó al equipo de lumbreras de Clinton para elegir a un bufón como Trump.

Se pueden encontrar decenas de ejemplos similares, si no miles. El respeto de los medios de comunicación estadounidenses por los directores ejecutivos de las empresas tecnológicas y los expertos en política exterior es el negativo fotográfico del apabullante desdén que muestran por el Tonto Donald.

Estas cosas no pasan porque los periodistas que quedan sean progresistas. Pasan porque muchos de ellos forman parte de la misma clase, privilegiada y ensalzada. Como profesionales, creen en las mismas cosas en las que creen tantos otros grupos de profesionales: en la existencia de una opinión general, en el "realismo", en las acreditaciones, en la sabiduría de sus colegas de profesión y, (por supuesto), en la estupidez de la plebe. Esa es la clave para entender muchos de sus prejuicios y por qué no son conscientes de la imagen que proyectan hacia el resto de los estadounidenses.

¿De qué estoy hablando? Tomemos como ejemplo el caso de Playbook, el famoso boletín por correo electrónico del sitio Politico.com, leído religiosamente cada mañana por incontables miembros del cuerpo de prensa de Washington (entre los que me incluyo). Aproximadamente dos tercios de sus publicaciones son resúmenes útiles de las noticias del día. Pero el resto es una especie de revista People para los periodistas de Washington, en la que se invita al lector a celebrar los cumpleaños de los principales periodistas (y políticos); a felicitar por sus frases ingeniosas a los principales periodistas (y políticos); a enterarse de qué importante periodista (o político) fue visto en qué fiesta; y a saber por adelantado qué importante periodista (o político) estará en qué programa del domingo.

Playbook no es único en su género. Antes de Politico.com, lo hacían ABC News y The Note, un boletín informativo por correo electrónico similar que también homenajeaba a los que llamaba la Banda de los 500, los felices y fiesteros dueños de la información privilegiada de la comunidad política y periodística que supuestamente hacían enfadar a Washington.

Por supuesto que estas cosas parecen inocentes y divertidas. Pero estos cuadros de honor en los que se celebra la amistad entre periodistas y políticos tienen un propósito no escrito: el de definir los límites de lo aceptable.

Como la lista de invitados en la fiesta de Lally Weymouth en Los Hamptons (lujuriosamente descrita en Playbook hace poco), solo un pequeño grupo de personas, publicaciones e ideas es aceptado. El resto, no.

Se trata de definir lo legítimo, por supuesto, y la prensa respetable aún en pie está completamente fascinada con eso. Es lo que define por completo su guerra contra Trump, por ejemplo. Saben qué apariencia debe tener un político, cómo debe actuar y cómo debe sonar. Saben que Trump no se ajusta a esas reglas y reaccionan ante él como si fuera un objeto extraño metido bruscamente dentro de su refinado mundo, como un Rodney Dangerfield (un comediante conocido por sus chistes procaces) que contaminara con su presencia su sofisticado club de campo.

Mi creencia es que los medios de comunicación necesitan ganar la guerra contra Trump urgentemente. Pero van a seguir fracasando mientras insistan en ver esa guerra como una cruzada por restablecer las viejas reglas de lo legítimo. Hasta el día en que lo entiendan, el mundo seguirá ardiendo mientras la gente chic sigue hacia adelante con su fiesta.

Traducido por Francisco de Zárate

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