miércoles, 1 de junio de 2016
La adicción de Washington a lo militar y las ruinas que todavía habrá
Por Tom Engelhardt
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
Están las nuevas historias que de verdad le sorprenden y además están aquellas que usted podría escribir mientras duerme antes de que sucedan. Permítame que improvise un ejemplo para usted.“Altos jefes militares de Estados Unidos y Europa están sopesando distintas opciones para intensificar la lucha contra el Estado Islámico (en adelante, Daesh) en Oriente Medio; una de esas opciones es el envío de más tropas de Estados Unidos a Iraq, Siria y Libia, justamente mientras Washington confirmaba la segunda baja estadounidense en combate, producida en Iraq después de varios meses.”
Ehhh... espere... en realidad este fue el principal titular del Washington Times del 3 de mayo, en una nota de Carlos Muñoz. Aunque, honestamente, podría haberse escrito en cualquier momento de los últimos meses para quienquiera que estuviese lo bastante atento, y seguramente será reutilizable en los próximos meses (con otras cifras de bajas, por supuesto). La triste verdad es que en todo el Gran Oriente Medio y cada vez más zonas de África, se podría escribir un párrafo parecido adelantándose al empleo de unidades de Operaciones Especiales, drones, asesores, lo que sea, como también podrían ser los lamentables resultados de hacer movimientos como esos en... [agregue aquí el nombre del país que a usted le parezca].
Pongámoslo de otra manera; en un Washington que parece incapaz de hacer cualquier cosa que no sea la adoración al poder militar de Estados Unidos, la formulación de la política global se ha convertido en un notable proceso de repetición mecánica de ‘ante todo lo militar’. Es como si, según se acumulan los problemas en nuestra vida, miráramos en el armario de las ‘soluciones’ y lo único que pudiéramos ver es un enorme soldado armado hasta los dientes y lo soltáramos para que hiciera una tropelía más.
A qué costo, cuántos, con qué frecuencia, cuánta destrucción
En Iraq y Siria, los ataques aéreos son incesantes. Los bombarderos B-52, regresan de una misión y tan pronto como pueden vuelven a volar para atacar una vez más a los combatientes del Daesh. Las bases aéreas están cada vez más cerca de las zonas de combate. El número de soldados de operaciones especiales continúa aumentando. La armas estadounidenses llegan sin cesar (yendo a parar dios sabe a qué manos). Los instructores y asesores de EEUU son cada día más, y su número en el lugar es amañado una y otra vez para que en realidad no se sepa cuántos son. Los contratistas civiles han empezado a llegar; su número es imposible estimarlo. El adiestramiento –o re-adiestramiento– de las fuerzas locales se encuentra con sus propios problemas, que se manifiestan cuando llega el momento de combatir. Los soldados y asesores estadounidenses, que nunca jamás iban a “combatir” o ser “botas en el terreno” se ven ahora con sus botas claramente pisando el terreno y en situaciones de combate. Las primeras bajas de estadounidenses son objeto de evasivas. Mientras tanto, las condiciones en un tambaleante Iraq y en lo que una vez fue la nación siria son cada vez más complicadas, más caóticas y más esquivas a cualquier solución que los funcionarios de Estados Unidos propusieran en la semana.
¿Y cuál es la respuesta a todo esto en el Washington de hoy día?
Usted sabe perfectamente que la única respuesta imaginable puede ser el envío de aún más armas, botas, aviones, tipos de operaciones especiales, instructores, asesores, contratistas civiles, drones y fondos a las cada vez más caóticas zonas de conflicto en importantes porciones del planeta. Sobre todo, está abolido cualquier pensamiento serio, discusión o debate acerca de la forma en que esta aproximación militarizada a nuestro mundo podría haber contribuido –y continúa haciéndolo– a la creación de aquellos problemas que se intenta resolver. Al menos en la capital de nuestro país.
Las únicas preguntas que se plantean sobre esta cuestión son: a qué costo, cuántos, con qué frecuencia, cuán destructivo. En otras palabras, la única posición “contraria a la guerra” imaginable en Washington, donde las acusaciones de debilidad o timidez se hacen alegremente y son letales para una carrera política, es cuánto menos o cuánto más podemos permitirnos –hablando en términos militares–, o con cuánto más o quizá menos podemos conformarnos cuando se trata de muertes y destrucción militarizadas. Nunca, por supuesto, es una versión genuina de la opción real de menos o absolutamente nada en esta “mesa” en la que, se dice, están guardadas todas las opciones políticas.
Piense en esto como si fuese una adicción de Washington por lo militar. Llevamos casi 15 años siendo testigos de esa adicción sin haber extraído nunca las lecciones más obvias. Y no vaya a imaginar usted que esa “adicción” es una figura retórica; nada de eso. En estos momentos, el apego de Washington –económico, táctico y estratégico– a las fuerzas armadas de Estados Unidos y sus supuestas soluciones a prácticamente todos los problemas que se presentan en lo que acostumbramos llamar “política exterior” debería ser categorizado como adictivo. De no ser así, ¿cómo explicaría usted los últimos 15 años en los que ninguna acción militar funcionó ni la mitad de bien en el largo plazo (e incluso, bastante a menudo, en el corto plazo), y aun así las fuerzas armadas de Estados Unidos siguen siendo la primera opción –no la última– a la que se recurre en casi cualquier situación imaginable? Todo esto en una vasta región del planeta en la que los estados fallidos se están amontonando, las naciones se desintegran, el terror se propaga y se dan flujos de refugiados de una dimensión no vista desde que importantes partes del mundo fueron destruidas por la Segunda Guerra Mundial.
O bien estamos hablando de comportamiento adictivo o bien de que el fracaso es la nueva forma del éxito.
Recuerde el lector que, por ejemplo, el presidente que llegó a la Casa Blanca jurando que pondría fin a la desastrosa guerra y ocupación de Iraq está ahora supervisando una nueva guerra en una región más vasta, que incluye a Iraq –un país que ya no es un verdadero país– y Siria, un país que oficialmente se ha ido al traste. Mientras tanto, en la otra guerra que él heredó, Barack Obama lanzó casi inmediatamente una “ola” de fuerzas militares estadounidenses con el único argumento real de que bien podían ser 40.000 (o incluso hasta 80.000) las nuevas tropas de EEUU enviadas a Afganistán o, como finalmente decidió el presidente “contrario a la guerra”, serían apenas unas 30.000 (decisión que le convirtió en un pelele, según sus oponentes). Eso era en 2009. Parte de esa operación supuso el anuncio de que el regreso a casa de las unidades de combate de Estados Unidos empezaría en 2011. Hoy, siete años más tarde, la retirada fue suspendida una vez más en favor de lo que los militares han dado en llamar entre ellos un “enfoque generacional”, esto es, las fuerzas estadounidenses permanecerán en Afganistan al menos hasta los años veinte del siglo XXI.
Sin embargo, la palabra militar “retirada” puede todavía ser apropiada, incluso si los soldados continúan donde están. Después de todo, como sucede con los adictos de cualquier tipo, los militares que prestan servicio en Washington no pueden dejar la droga a la que son adictos sin sufrir los dolorosos síntomas del síndrome de abstinencia. En la cultura política de Estados Unidos, cuando se trata de la “seguridad nacional” este síndrome se manifiesta en la forma de acusaciones de “debilidad” que pueden ser devastadoras en las elecciones siguientes. Es por eso que todos aquellos que aspiran a un cargo compiten entre ellos con descripciones del tipo ‘no va más’ de lo que harían con los enemigos y los terroristas (desde la tortura al bombardeo de saturación) e incluso con promesas del tipo ‘no va más’ de “reconstruir” o “reforzar” lo que ya es la mayor y más cara maquinaria militar del planeta, una maquinaria hoy día mejor financiada que las fuerzas armadas combinadas de los siete países que le siguen en importancia.
En estos momentos, si acaso sucede que usted es un candidato republicano a la presidencia, esas promesas –lo más grande es lo mejor– son una necesidad. Aunque algo menor, los demócratas tienen un abanico similar de opciones disponibles, lo que incluso explica por qué Bernie Sanders solo habla de mantener el presupuesto del Pentágono en su pasmoso nivel actual o de hacer unos recortes de lo más modestos, pero no de reducirlo drásticamente. E incluso cuando, por ejemplo, el impulso de contener los gastos militares ha afectado a Washington como parte de un impulso general de recortar los gastos gubernamentales, solo ha resultado en un fondo para sobornos o un “presupuesto de guerra” que mantiene el flujo de las golosinas.
Todo esto debería tomarse como los síntomas de la adicción por lo militar de Washington y de lo que pasa cuando aparece la menor señal de retirada. Las fuerzas armadas de Estados Unidos constituyen la droga de elección en el escenario político estadounidense, lo único apropiado para la fuerza que, desde 2002, financió, armó y consolidó al mayor proveedor de opio del planeta; una vez que uno está enganchado, no hay que moverse demasiado.
La línea dura de Washington
El mes pasado, en el New York Times, el periodista Mark Landler, con el titulo de “Cómo Hillary Clinton se convirtió en un halcón” delineó un retrato político. Landler no hizo más que exponer la forma en que la senadora y más tarde secretaria de Estado se hizo a sí misma hasta convertirse esencialmente en una fanática seguidora de los militares, lisonjeando a algunos comandantes o ex comandantes que iban desde el por entonces general David Petraeus hasta el analista de la Fox y general retirado Jack Keane; cómo, digamos, se convirtió en un personaje –incluso en el panorama político actual– notable por su “apetito por el compromiso militar en el extranjero” (y, en consecuencia, bien pertrechada contra los posibles cargos de “debilidad” que le hicieran lo republicanos).
Sin embargo, no hay razón para etiquetarla solo a ella de amante de la guerra o de “la última dura de verdad”, al menos en el Washington de hoy. Después de todo, como todo el mundo, también ella quiere un poco de acción. Durante los debates de las primarias, por ejemplo, unos cuantos republicanos hablaron una y otra vez sobre fortalecer la Sexta Flota de Estados Unidos en el Mediterráneo, como si las unidades de esa fuerza naval –que ya es poderosa– fuesen unos barquichuelos decrépitos.
Un ejemplo más: en estos días, ningún candidato presidencial puede darse el lujo de rechazar el programa de asesinatos selectivos con drones que lleva adelante la Casa Blanca. Hoy, se considera que el ser asesino-en-jefe forma parte del oficio del presidente en tanto comandante en jefe de las fuerzas armadas, incluso a pesar de que el programa de drones, como tantas otras operaciones militarizadas de política exterior actuales, muestran escasas evidencias de que frenen el terrorismo aunque maten a un número de “tipos malos” y jefes del “terror” (junto con cantidades importantes de civiles que pasaban por ahí). Si tomamos a Bernie Sanders como ejemplo –debido a que él es el que más se parece a un candidato pacifista que usted pueda encontrar en la actual temporada de elecciones–, hace poco tiempo que le puso algo parecido a su ‘visto bueno’ al proyecto de asesinatos con drone y la “lista de muertes” que combina con ella.
Ojo; sencillamente no hay evidencia convincente alguna de que las habituales soluciones militares hayan funcionado o sea probable que funcionen en algún sentido imaginable en los actuales conflictos reinantes en todo Oriente Medio y África. De hecho, han desempeñado claramente un papel importante en la creación del desastre de nuestros días; aun así nada muestra que en nuestro sistema político haya un lugar para auténticas figuras contrarias a la guerra (como las hubo en tiempos de la guerra de Vietnam, cuando un vasto movimiento pacifista creó un espacio para esas políticas). Las opiniones y las actividades contra la guerra han sido impulsadas por la periferia del sistema político; al mismo tiempo, al lector le costará mucho encontrar, incluso como recurso retórico, una palabra como “paz” en el discurso “belicista” de Washington.
El aspecto de la “Victoria”
Si se escribiera la historia de cómo las fuerzas armadas de Estados Unidos se convirtieron en la droga preferida de Washington, no hay ninguna duda de que debería empezar en los tiempos de la Guerra Fría. No obstante, fue en el largo momento de triunfalismo que siguió al colapso de la Unión Soviética en 1991 que los militares se hicieron con la posición de incuestionable preponderancia que hoy detentan.
En aquellos días, algunas personas todavía especulaban sobre si acaso Estados Unidos recogería algún “dividendo de paz” del fin de la Guerra Fría. Si alguna vez hubo un momento en el que el desvío de dinero del estamento militar y de la seguridad nacional en beneficio de cuestiones internas podía ser visto como algo comprensible, fue ese el momento. Después de todo, aparte de un par de desquiciados “países parias” como Corea del Norte o el Iraq de Saddam Hussein, ¿dónde exactamente podían encontrarse los enemigos de este país? ¿Y por qué continuaría ese musculoso poder militar devorando dólares del erario público a ese ritmo pasmoso en un mundo relativamente pacífico?
Sin embargo, en los 10 o 12 años siguientes, los sueños de Washington tomaron una dirección muy diferente: hacia un “dividendo de guerra”, en un momento en el que Estados Unidos se había convertido –en virtud de un acuerdo más o menos universal– en la “única superpotencia del planeta”. El equipo que entró en la Casa Blanca acompañando a George W. Bush en unas elecciones intensamente cuestionadas en 2000 ya había dibujado durante años las principales líneas de la adicción a la droga militar. Para ellos, el planeta estaba maduro para ir y recoger los beneficios. Cuando se produjeron los ataques del 11-S, se abrió la puerta para echar a andar esos sueños de conquista y control y, con ellos, la fe en un poder militar que se creía imparable. Por supuesto, visto el siglo anterior de exitosos movimientos nacionales anti-imperialistas e independentistas, todo el mundo debería haber sabido que, más allá de las armas de que se dispusiera, la resistencia en el planeta Tierra era una realidad de la que no se podía escapar.
Gracias a esa previsible resistencia, se comprobaría que la ensoñación imperial inducida por la droga que padecían los ‘busheviques’ era una fantasía de primer orden, aunque en aquellos momentos posteriores al 11-S pasara por un (neo)realismo firme como una roca. Recuerde el lector que Estados Unidos se “quitaría los guantes” y echaría a andar una maquinaria militar que estaba tan más allá de toda comparación que nada sería capaz de ponerse en su camino. Tanto el sueño fue, tanto la droga habló. No hay que olvidar que la mayor equivocación (y crimen) del poder militar en lo que va del siglo XXI, la invasión de Iraq, no se suponía que fuese el final de algo, sino solo su comienzo. Con Iraq en el saco y convertido en una plaza fuerte, Washington estaba por hacerse con Irán y recoger lo que todavía quedaba de la propiedad rusa en Oriente Medio (léase, Siria) durante la Guerra Fría.
Una década y media después, esos sueños se han hecho pedazos; aun así la droga sigue corriendo en las arterias, las bandas militares siguen tocando y continúa la marcha hacia... bueno... ¿quién sabe adónde?... En cierto modo, por supuesto, sabemos a dónde (en tanto somos humanos y con nuestro limitado sentido del futuro, podemos saber cualquier cosa). De alguna manera, ya nos han mostrado un ejemplo de qué aspecto tendría la “victoria” una vez que el gran Oriente Medio fuera por fin “liberado” del Daesh.
Las descripciones de la largamente saludada victoria obtenida a expensas de esa brutal organización en Iraq –la liberación de la ciudad de Ramadi por parte de una unidad antiterrorista de elite iraquí adiestrada por Estados Unidos y respaldada por su artillería y fuerza aérea– son tremendas. Ayudados y secundados por combatientes del Daesh que incendiaban y demolían barrios enteros de la ciudad, el aspecto de la recuperada Ramadi debería darnos un lúgubre imagen de lo que espera a esa región. Así describió Associated Press hace poco la escena, cuando habían pasado cuatro meses desde la caída de la ciudad:
“Este es el aspecto que tiene la victoria...: en la que una vez fue la floreciente plaza Haji Ziad ya no queda un edifico en pie. Allí donde se mire, la imagen es desoladora. Un edificio en el que había una sala de billares y un par de heladerías está reducido a escombros. Una fila de casas de cambio y de talleres de reparación de motocicletas han desaparecido; en su lugar un enorme cráter producido por la explosión de una bomba. Del restaurante de la plaza Haji Ziad, durante años el preferido de los ramadíes por sus carnes asadas, no queda nada. El restaurante era tan popular que hace tres años su dueño construyó otro más grande cruzando la calle; de él solo queda una pila de cascotes de hormigón y unos hierros retorcidos. La destrucción se extiende a prácticamente toda Ramadi, la ciudad donde una vez vivió un millón de personas y hoy está prácticamente desierta”.
No hay que olvidar que, con el precio del petróleo muy deprimido, Iraq no tiene el dinero necesario para reconstruir Ramadi ni ningún otro lugar. Ahora, a medida que se multiplican esas “victorias”, imaginemos nuevas versiones de esa devastación extendiéndose por toda la región.
En otras palabras, el resultado final probable de un proceso absolutamente militarizado que empezó con la invasión de Iraq (por no decir Afganistán) ya es patente: una región –Oriente Medio– hecha añicos y en ruinas, poblada de gente desarraigada y empobrecida. En esas circunstancias, podría no tener importancia si el Daesh es derrotado o no. Solo imaginemos en qué podría convertirse Mosul, la segunda ciudad de Iraq –que todavía sigue en manos del Daesh–, si algún día de verdad se lanza la tan prometida ofensiva para liberarla. Ahora, trate el lector de imaginar a ese mismo movimiento finalmente destruido, con su “capital”, Raqqa, convertida en otra montaña de escombros, y acuérdese de mí. ¿Qué es exactamente factible que surja de semejante pesadilla del futuro? Sospecho que nada que pueda ser saludado con alborozo por ninguno de los funcionarios de Washington.
¿Y qué debería hacerse en relación con todo esto? Usted ya conoce la solución de Washington –más de lo mismo–; romper con ese ciclo de adicción es difícil incluso en las mejores circunstancias. Desgraciadamente, en este momento no existe ninguna fuerza ni movimiento en Estados Unidos capaz de abrir un espacio para esa posibilidad. No importa quién sea elegido presidente: usted ya tiene una idea de lo que será la “política” exterior estadounidense.
Pero no se moleste en culpar de esto a los políticos o a los capitostes de la seguridad nacional con sede en Wahington. Ellos son unos adictos y son incapaces de ayudarse a sí mismos. Lo que necesitan es una terapia de rehabilitación. En lugar de eso, esta gente continúa gobernando el mundo. Estemos debidamente asustados por las ruinas que todavía habrá.
* Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project y autor de The United States of Fear; también de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Es miembro del Nation Institute y dirige TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario