jueves, 29 de agosto de 2013
América Latina y el Caribe, pasado y futuros
Por Marcos Roitman Rosenmann
La historia de América Latina asistió a tres siglos de dominio colonial de España. Brasil quedó en manos de Portugal y una parte de América del Norte, Estados Unidos y Canadá, fue colonizada por Francia e Inglaterra. Lo dicho es un lugar común, una obviedad. Sin embargo, el pasado no deja de condicionar el futuro. Condición sine qua non para abordar las tareas del presente. En su regazo buscamos las explicaciones para enfrentarnos a los retos que imponen la historia y el momento político de coyuntura. Los proyectos sociales tienen una dimensión temporal, no están fuera de la realidad espacio-temporal que los acota y define. Pero el cordón umbilical que une la historia y da continuidad es capaz de generar realidades múltiples y disímiles. En nuestro caso, el Caribe siguió un derrotero que se aleja de la América española. Los imperios de la época, Francia, Holanda, Inglaterra y España, clavaron sus banderas bajo una guerra de posiciones. Piratas, corsarios, trata de esclavos y plantaciones fueron sus señas de identidad. Sus cicatrices las contemplamos en forma del Caribe anglófono, español y francés. Cuba, Jamaica, República Dominicana, Haití y la persistente colonia de Puerto Rico lo atestiguan. El mosaico cultural se entrelaza con sincretismo religioso y el mantenimiento de economías agroexportadoras. Café, tabaco, azúcar, frutas tropicales y hoy el turismo de cruceros y clases medias europeas. Inclusive la revolución de esclavos en Haití al mando de Dominique Toussaint-Louverture en 1791, gobernador de Saint Dominique, fue un llamado de atención para las clases criollas hispanas. Napoleón reprimió con fuerza el levantamiento haciendo acto de presencia, los descuartizamientos, empalados y degollados. Nada de unir emancipación con derechos políticos para las clases populares. Libertad, igualdad y fraternidad eran parte de la revolución burguesa. Hannah Arendt lo explica extensamente en su ensayo Sobre la revolución.
América continental mostró contradicciones en su devenir emancipador. La conquista y la colonia fueron empresas estatales. La corona controló todo el devenir durante 300 años. Imposición de la fe católica, colonización lingüística, monopolio de la tierra, propietaria de minas, recaudadora de impuestos y autoridades peninsulares delegadas. En la América española las luchas de independencia supusieron, al decir del sociólogo colombiano Orlando Fals Borda, revoluciones inconclusas. En ellas se evidenció la efervescencia de la Ilustración, la Revolución Industrial y el espíritu revolucionario inaugurado a finales del siglo XVIII con las revoluciones americana y francesa, 1776 y 1789, respectivamente. Los criollos, hijos de españoles nacidos en América, marginados del poder político tomaron el mando y bajo su batuta proclamaron las primeras juntas de gobierno y los cabildos abiertos. Así surgió el pensamiento antimperialista entre las élites criollas.
La idea de progreso, civilización occidental y superioridad étnica-racial inundó el mundo. Europa, con su razón cultural y las doctrinas políticas que le acompañaron, liberalismo, utilitarismo, federalismo, positivismo, monopolizó el saber y determinó cuáles eran las fuentes de un poder legítimo. El adoctrinamiento comenzó bajo las enseñanzas de Locke, Mills, Montesqueiu, Rousseau, Smith, Bentham o Tocqueville. El mundo tuvo un segundo renacimiento. El capitalismo impuso su racionalidad y se adueñó del relato histórico, tanto como del mundo poscolonial. No había vuelta atrás. El siglo XIX y buena parte del XX sucumbieron a los encantos del progreso. En la literatura, Julio Verne expresó con claridad el triunfo del progreso. No hubo proyecto político en que el progreso no fuese evocado como solución a los males del subdesarrollo. América Latina y África eran mundos por descubrir. Los viajes científicos se convirtieron en el nuevo sueño de Europa. Conocer las leyes de la naturaleza, escudriñar sus secretos para dominarla, aportaría pingües beneficios. América Latina era un continente de posibilidades, poseía todo lo que anhelaba el capitalismo. Materias primas, grandes extensiones de territorio inexploradas y por colonizar, y, sobre todo, aliados políticos. Oligarquías terratenientes capaces de subyugar y mantener bajo su poder omnímodo al pueblo, imponiendo condiciones de explotación rayanas en la esclavitud. Europa y sus gobiernos se beneficiaron hasta el extremo de hacer de los nuevos estados, semi colonias.
América Latina sucumbió. Sus riquezas naturales fueron expoliadas y sus pueblos explotados. Ni oro ni plata alentaban la codicia. Minerales sin tanta nobleza los desplazaron. Estaño, salitre, cobre y productos cosechados en plantaciones y latifundios. El monocultivo se extendió por todo el continente. Azúcar, tabaco, plátano, trigo, cacao, café, caucho o ganado. Los países se transformaron en reductos de una plutocracia criolla que entregó su dignidad en pos de las migajas. El apelativo de repúblicas bananeras sirvió como referente para englobar sus clases dominantes cipayas.
El pensamiento emancipador dejó constancia del expolio y dio pie a nuevos movimientos antioligárquicos. La Revolución Mexicana abrió una etapa cuyas reivindicaciones siguen teniendo vigencia. Reforma agraria, nacionalización de las riquezas básicas, derechos sindicales y reconocimiento de la ciudadanía política. La constitución de 1917 marca un hito en el continente. Sin su emergencia es imposible explicar la nacionalización del petróleo llevada a cabo por el presidente Lázaro Cárdenas y los años de bonanza posteriores. Hoy, la lucha contra la privatización y entrega a las trasnacionales del sector, por el gobierno del PRI y Peña Nieto, tienen sus raíces en la mejor tradición mexicana y pensamiento emancipador.
Pero es la venta de los activos del petróleo, a manos de las trasnacionales, lo que trae a colación la existencia de múltiples futuros para América Latina. Un escenario posible es la pérdida de soberanía, entrega de las riquezas y los centros de biodiversidad al imperialismo. En este camino se encuentran México y Colombia. Otros siguen su trayectoria a más distancia. Chile, Perú, Paraguay, Panamá, Costa Rica o Guatemala. En sus propuestas anida el entreguismo, la sumisión y la pérdida de identidad. Por otro lado está Brasil, cuya propuesta estratégica es unir esfuerzos y extender la relación con empresas trasnacionales y el capital chino para la explotación, saqueo del Amazonas y la construcción de megaproyectos. Y en un tercer nivel se encuentran países encabezados por la República Bolivariana de Venezuela, Cuba, Ecuador o el Estado Plurinacional de Bolivia, cuyo proyecto camina en dirección contraria. Recuperar las riquezas nacionales, dedicar recursos a la educación, salud, vivienda social, disminuir la desigualdad y la pobreza y luchar contra un capitalismo en crisis que sólo puede acabar con el planeta. Sus propuestas se concretan en proyectos como Alba, Unasur o Celac. Según los vaivenes electorales, El Salvador, Uruguay, Nicaragua, República Dominicana y Argentina transitan en una u otra dirección.
Los futuros contingentes parecen no tener un horizonte único. Las disyuntivas están claras. No podemos repetir los errores del pasado. Las economías latinoamericanas han sido y siguen siendo primario exportadoras con variantes. Muchos movimientos y experiencias apuntan a la necesidad de cambio. Desde las juntas de Buen Gobierno y los caracoles zapatistas, hasta el MST en Brasil y la Vía Campesina. Igual en la acción de gobiernos populares. O se apuesta por un cambio total o el capitalismo actual impondrá en América Latina su cara más siniestra. Hambre, esclavitud, muerte y destrucción de la vida. La responsabilidad consiste en denunciarlo y trabajar por cambiarlo. No importa desde dónde y cómo. Todas las formas de resistencia son válidas contra la sinrazón de los señores del dinero y el poder.
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