sábado, 2 de noviembre de 2019
¿Nada es lo que parece?
Rebelión/Instituto de Cultura y Comunicación UNLa
Por Fernando Buen Abad Domínguez
En el odio de la clase opresora se coagulan -y sinceran- todas las patologías del capitalismo. Es uno de sus espejos más nítidos. Su trasparencia. Es odio “refinado”, que se ha sofisticado, instrumentalizado y maquillado (minuciosamente) hasta parecer, incluso, “amor al prójimo” o filantropía para anestesiar, con palabrerío moralista, instituciones y jurisprudencias, las insurrecciones populares. Mientras los odiadores ponen cara de “buenos”.
Odio pasteurizado para reconfigurar el escenario general de la vida sobre un tablero mañoso donde: el debate capital-trabajo ocurra como cosa fuera del control de las empresas; el papel de los trabajadores parezca independiente de la realidad capitalista; y, además, el trabajo parezca una actividad individual e independiente al margen de las “leyes” económicas del capitalismo. Emboscadas para ocultar el odio a los trabajadores; para no pagarles el seguro social ni derecho laboral alguno. Para minimizar “costos” y dar por muerto el pago de horas extras, viáticos y otras remuneraciones consideradas como derechos adquiridos. Odio disfrazado de modernidad administrativa. “Nada es lo que parece”. Odio inoculado como “cultura” del burocratismo.
En el relato de las burguesías el “odio” reviste galanuras de época muy cómodas para la apropiación del producto del trabajo. Con el beneplácito de algunos “expertos” en teorías semióticas, y de sus jefes, surge una corriente desenfrenada cargada con “nuevas clasificaciones” para el odio, donde reina -sin tapujos- la idea de que es condición de los seres humanos odiarse a sí mismos con odio funcional y contra su propia clase… en las “apps”, los teléfonos móviles… “gerencialmente” y por cuenta propia… Determinismo del odio que no tiene horarios. No permitas que los noticieros burgueses te convenzan de odiar a tu propio pueblo. No te tragues el odio oligarca como si fuese tuyo.
Es odio con determinación de clase expresado como pasión que cancela razones. Rompe los nexos humanos solidarios y fija códigos de alianza sectaria. En algunos casos se convierte en “placer” inconfeso. Así se desliza en la vida cotidiana y “embriaga” o cuanta forma expresiva le está cerca, objetiva y subjetivamente. Se ha vuelto parte del paisaje y transita los diarios, los noticieros, los cancioneros, las películas, las historias de amor, las relaciones familiares y, desde luego, las relaciones jurídicas y las de producción. Donde menos lo imaginas habita, todo o en partes, el odio de clase convertido en moral de época.
Sobrevivimos en un escenario planetario infestado por odios de todos los géneros. Es una Cultura, Política y Comunicación del odio y para el odio a diario, el odio condensado y odio compartido, hilvanado, cambiante, tenso, entre la vigilia y los sueños; odio que sirve para conjugar la práctica de mil conductas envenenadas por sus entrecruzamientos. Odio de clase, de “raza”, de g é nero, sexual, político, ontológico… el odio que nos inunda con sus umbrales y nos distancia de los otros entre convulsiones antidemocráticas, conservadoras y de castigo que aparecen en todas partes y a toda hora en forma de violencia, rabia, impotencia, desesperación y autoritarismo de derechas.
Es cierto que el odio es viejo compañero de los seres humanos. Su vigencia sigue siendo avasallante y empeora en las condiciones históricas de conquista, coloniajes, guerras o revoluciones. Se recrudece en las relaciones de dominación y explotación o en los intentos que los pueblos hacen por emanciparse, pero no por eso hemos de aceptar fatídicamente que somos animales odiadores por naturaleza, aunque debamos responder con toda claridad hasta dónde se ha infiltrado el odio en nuestras vidas y si nos ha convertido en sus esclavos bobos en plena “modernidad” marcada por Auschwitz, Hiroshima y Gulag.
El odio cancela la igualdad, la libertad, la tolerancia, el respeto a la dignidad y a la autonomía del otro. Es impensable una sociedad igualitaria y digna mientras haya gente produciendo odio y vendiéndolo como uno de los más grandes negocios de la Historia. Y es que el odio subsiste tanto en los medios como en los fines del capitalismo agazapado en sus formas originarias de racismo, integrismo religioso, ét nico o nacionalista en espera de su maquillaje (a veces televisivo o cinematográfico) para intoxicar las relaciones sociales. De un modo u otro, cerca o lejos está entre nosotros (a veces dentro) el odio de clase. Incluso el odio entre hermanos, compañeros y camaradas. Es imprescindible entender su naturaleza, sus raíces, causas y efectos… combatir un tema de tal complejidad en sus más diversas facetas y su impacto en las visiones y conductas deformadas por las ideologías del odio (racistas, sexistas, integristas que la fomentan) y, derrotarlo… en y con todo lo que tengamos a mano, incluyendo la literatura, las artes, el cine y los “mass media”.
Otra cosa es el recurso del concepto “odio” para enfatizar las posiciones de lucha contra-hegemónica y por la emancipación definitiva de nuestros pueblos y, entonces, el “odio” adquiere una dimensión semántica de combate no contra las personas sino contra los sistemas de dominación , exclusión, aniquilamiento y envilecimiento de la humanidad. Por eso insistió Antonio Gramsci en su “odio a los indiferentes”. Por eso lo convirtió en una declaración de principios, de fines y de posiciones.
Hay que llamar a todos los frentes dignos, y en pie de lucha, a frenar la propagación del discurso del odio contra migrantes y contra todos los grupos llamados “minoritarios”. Contra el odio a los líderes sociales, a los movimientos emancipadores a los mandatarios de las naciones progresistas. Contra el odio desatado y cultivado en las “redes sociales”. Frenar el odio generalizado para amenazar a la voluntad democrática de los pueblos. Contra el odio para sofocar el disenso legítimo, la libre expresión popular, el derecho a vivir sin violencia… y, además, exigir que cesen las operaciones con mecanismos
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