martes, 10 de mayo de 2016
No mueras sin laberinto
Rebelión
Por Miguel Casado
“A veces estoy tan solo, en una Playa Albina donde vivo, que casi es como si, en alguna ocasión, perdiera el sentido de la realidad. Me acuesto, inevitablemente tengo que acostarme, después de regresar del supermercado donde trabajo”: en estas primeras palabras de ‘El oficio de perder’ se decanta la vida entera de Lorenzo García Vega (Jagüey Grande, Cuba, 1926 – Miami, 2012) y se esconden también las preguntas que dejó sobre el sentido de la literatura y del arte. Sus últimas décadas transcurrieron en Miami, que él llamaba Playa Albina, combinando la escritura con el trabajo como bag boy, casi hasta sus 80 años, en un supermercado Publix. Muy atrás, la huella de un temprano reconocimiento: el Premio Nacional de Literatura en Cuba a los 26 años, su consideración por Lezama como el mejor fruto de su escuela délfica, los años de Orígenes. Y al final, la edición de su obra dispersa por Latinoamérica y España, sus rarísimas apariciones en actos públicos.
García Vega describe su condición de escritor-no escritor: un sentirse fuera de la vida tal como la viven los demás, al modo en que Duchamp lo decía de Gertrud Stein: “hay personas, en cada época, que no están al día”; pero también como un no ser nunca oportuno, mostrar un desajuste de raíz. Su escritura parece ajena a cualquier etiquetado: diario y poema, memoria y autoanálisis, crítica antropológica y crítica cultural en cada uno de los textos; su ritmo es respiración personal, forma inconfundible de una inteligencia. Yo tuve el gusto de propiciar el primer viaje de García Vega a España después de cuarenta años, cuando dirigí en Tenerife un congreso sobre la poesía de Luis Feria, en la primavera de 2008; recuerdo el momento extraordinario de su lectura en el solemne salón del Cabildo, cómo los asistentes se miraban sin saber qué actitud tomar, dudando si la risa era apropiada respuesta a su seriedad y concentración, y acompañando luego, liberados, el humor corrosivo y poderosamente rítmico de lo que oían. O en Córdoba al año siguiente, cuando en Cosmopoética debieron cambiar el programa para que ocupara su lugar entre los grandes nombres de la sesión de clausura, al ver cómo calaba su energía entre el público de los primeros actos. O en Madrid, en el enorme salón casi vacío de CaixaForum, mientras resonaba el estribillo de su pregunta: “Yo tuve un maestro, pero ¿qué se puede hacer con un maestro?”
El oficio de perder es un libro hipnotizador y de feliz legibilidad, que, además de ofrecer una implacable reflexión autobiográfica, se asoma a los títulos que lo precedieron, volviendo a recorrer en parte su itinerario, derramándose en lectura como un ir hacia dentro, sin límite, que fuera a la vez laberinto de espejos. Laberinto es el nombre que el libro halla para sí mismo; su lema, No mueras sin laberinto: contar la propia vida es como cruzar muchas puertas o como soñar la construcción de múltiples pasillos, y estos a veces se desvanecen o se entrelazan o bloquean, o surgen en el sueño, se entra y sale. La realidad no es –ni siquiera la ya vivida– algo dado, está siempre por determinar. Cada época pasada es también un lenguaje y ha de recuperarse su habla sin dejar la de ahora, y sin embargo, así superpuestos, en buena medida incomunicados entre sí, todos los tiempos resultan simultáneos. Para García Vega tampoco la forma viene dada, se busca tanteando, con incertidumbre, se encuentra cada vez, tiene la misma cara del mundo que hace existir.
Como el olvido no solo se traga la mayoría de lo vivido, sino que mezcla los escasos restos, el constructor trabaja en aislar los que expresen un momento de la vida, en darles nombre e irlos luego disponiendo en cajitas: la referencia a Joseph Cornell es clara y confirma una voluntad de salir de los modelos literarios y del arte convencional, del texto que se reafirma en su retórica previa. En El oficio de perder las cajitas no son herméticas, se agitan, se intercambian las piezas. García Vega llama cristalitos de kaleidoscopio a esas piezas que luminosa y oscuramente contienen la vida.
Las imágenes depositadas en los estratos de la memoria se reducen así a cápsulas siempre materiales, “materia subterránea”, “como de fondo de pozo”, que conservan insólita nitidez sensorial, capaces de impacto sensible y, al mismo tiempo, capaces de abstracción, como materialidad pura que diera cuenta –por un singular mecanismo de reiteraciones, casi mantras– del curso de la vida en tanto curso. Los cristalitos evocan lo infraleve de la poética de Duchamp, con la que García Vega gusta de dialogar: “Miro la luz, que bien puede ser ceniza. Cuando ya cayó todo sin haberme acabado de caer. Si supiera hablar relataría, deslizándose una risa húmeda, hasta lo infinitesimal”. Lo que casi no puede decirse por insignificante y, sin embargo, persiste tras todos los filtros: lo infraleve es la sustancia de la vida, el poso que la delata. Vuelve a Duchamp, del mismo modo que a Beckett y Bernhard, a Stein y Lispector, a Pessoa: por la conciencia de que el arte solo crece de un modo que hoy llamaríamos anti-sistema, solo si radicaliza la forzosa oposición entre arte y cultura.
Duchamp hablaba del deseo de hacer un libro redondo, cuyo principio y fin se confundieran, y proponía soluciones técnicas para ello. García Vega las encuentra en el relato –corrosivo, divertido, tierno, crudo– de su herida vital. En las peinetas con forma de mariposa que llevaban las niñas a la escuela en Jagüey Grande, la misma que llevaba su madre en Playa Albina al bajarla de la ambulancia en la puerta del hospital donde moriría. El último párrafo es el primero: “Así que irme quedando solo. Aprender que estoy solo. Escribir sabiendo que estoy solo”. Como, ascético, quería Molinos el alma: “sola y seca”.
Lecturas:
– Marcel Duchamp, Escritos. Edición dirigida por José Jiménez. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012.
– Lorenzo García Vega, No mueras sin laberinto. Selección y prólogo de Liliana García Carril. Buenos Aires, Bajo la luna, 2005.
– El oficio de perder (Memorias). México, Universidad Autónoma de Puebla, 2004. Sevilla, Espuela de plata, 2005.
– Los años de Orígenes (Ensayo autobiográfico). Caracas, Monte Ávila, 1979. Buenos Aires, Bajo la luna, 2007.
– “José Lezama Lima: Maestro por penúltima vez”, en Diario de Poesía, 79, Buenos Aires-Rosario, noviembre 2009.
– Palíndromo en otra cerradura (Homenaje a Duchamp). Prólogo de Patricio Pron. Caracas, Pequeña Venecia, 1999. Madrid, Barataria, 2011.
– Miguel de Molinos, Guía espiritual. Edición de José Ángel Valente. Madrid, Alianza, 1989.
(Texto publicado en “La sombra del ciprés”, suplemento de El Norte de Castilla)
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