jueves, 7 de enero de 2016

"Los muros de la Vergüenza" en América Latina



Por Tarik Bouafia

Aunque la pobreza ha disminuído mucho durante este último decenio, América Latina sigue siendo la región del mundo con mayor desigualdad, sólo adelantada por el África subsahariana. Con ansia de protegerse y diferenciarse, las familias pudientes no vacilan en gastarse un dineral para atrincherarse dentro de verdaderas fortalezas, tales como las que vemos en Perú y en Brasil.

Más de cuarto de siglo después de que cayera el Muro de Berlín y cuando los panegiristas del neoliberalismo no se cansan de glorificar los méritos de la globalización, en el mundo nunca se ha visto semejante cantidad de muros. Cada día más presentes en Europa, construídos para protegerse de los inmigrantes y refugiados que huyen de la guerra y de la miseria, los muros se han vuelto nuevos marcadores geográficos y se supone que han de repeler a los indeseables. 
Lo que se sabe menos y se ve menos es que esas inmensas fortalezas sirven también para separar a los ricos de los pobres y crean pues horrendas segregaciones sociales, territoriales y también raciales. En América Latina, donde la desigualdad siempre ha sido particularmente patente, la construcción de muros se ha acelerado estos últimos años y ahonda un poco más la zanja que separa a los que lo possen todo de quienes no poseen nada. 

«Construidos para que los de arriba no se mezclen con los de abajo»
Ya van cuatro años que los habitantes del suburbio de Vista Hermosa, en los altos de Lima, viven sin poder ver el panorama de la capital. ¿Por qué? Por culpa de un muro de más de diez kilómetros de largo y de tres metros de alto que los separa de uno de los barrios más lujosos de la capital: Las Casuarinas. «La vista desde acá era bonita; se podía ver toda la ciudad; hasta que los de Las Casuarinas se enteraron de que llegamos y construyeron el muro; nos quitaron la vista para que no miremos a su lado, para alejarnos de ellos porque no teníamos su nivel», comenta Amadeo Alarcón, habitante de Vista Hermosa. 
A un lado, pues, viviendas fabricadas con lo que venga a mano. No tienen ni gas, ni luz, ni agua corriente. De este lado del muro, una casa vale menos de trescientos dólares, del otro lado del muro, en cambio, es otro mundo. Allí, las casas pueden valer hasta cinco millones de dólares. Allí vive parte de la alta burguesía del país. Mientras los primeros pagan una fortuna por el agua que necesitan para sus necesidades elementales, los segundos disfrutan de un agua barata y abundante para llenar sus inmensas piscinas. 
La construcción de ese «muro de la vergüenza», como lo llaman los habitantes de las chabolas, empezó en 1980, «cuando el terrorismo y el avance de las invasiones en Perú» explica Elke McDonald que vive en Las Casuarinas. Los años 80 fueron marcados por la terrible guerra civil en la que se enfrentaron los combatientes de la guerrilla marxista del Sendero Luminoso y el Estado peruano. Obligados a huir los combates, muchos campesinos emigraron a la capital y encontraron refugio en estos cerros escarpados donde las condiciones de vida resultaron pésimas. 
Más de veinte años después de que se terminara el conflicto que causó más de setenta mil muertos, numerosos campesinos siguen llegando a la capital en busca de un porvenir mejor para su familia. Pero ¿por qué se van? La respuesta nos la dan las políticas económicas aplicadas desde hace decenios, en Perú, y cuyas primeras víctimas son los pueblos indígenas. 
Muy dependiente de las exportaciones, la economía peruana está casi exclusivamente basada en la extracción de minerales (oro, cobre, zinc...). Para gestionar lo mejor posible esa actividad, los sucesivos gobiernos no escatiman los medios para atraer a los inversionistas extranjeros que se apresuran a responder al llamamiento. El país es un Edén para las multinacionales que acumulan beneficios fabulosos. 
En la región de Cajamarca, por ejemplo, las actividades criminales de la potente multinacional estadounidense Newmont provoca el éxodo de miles de familias campesinas pobres, echadas fuera de su tierra por las autoridades para dejar sitio al saqueo de los recursos mineros. A menudo víctimas de la represión policial, metidos en la cárcel cuando no asesinados pura y sencillamente, las comunidades indígenas hallan refugio en las grandes urbes y particularmente en la capital a donde vienen a engrosar las filas de indigentes y excluídos de la sociedad. 
Para protegerse de esos náufragos del sistema que las élites peruanas consideran peligrosos y a menudo tildan de delincuentes, los pudientes residentes de Las Casuarinas han construído este muro con el beneplácito de las autoridades. 
Estos adinerados consideran sencillamente que se trata de una medida de seguridad: «Cualquiera tiene derecho a cercar su propiedad privada para protegerse», aboga M. Mc Donald y añade: «es el lugar mejor de Perú ya que uno puede pasear y dormir tranquilo. Todos pagamos una cotización mensual de 100 dólares para la seguridad». En cambio, según opinión de Alicia Yupamqui que vive en una chabola, ese muro es una menera de «discriminarlos». «Yo creo que el muro se construyó para que no se mezclen los de arriba con los de abajo abajo», prosigue Sara Torres, otra habitante del barrio. 
Otra urbe del continente conoce semejante fenómeno, Sao Paulo. Mégalopole de más de once millones de habitantes, es el pulmón económico de Brasil. Allí también son enormes las desigualdades y discriminaciones. Las simbolizan ese largo bloque de hormigón que separa la favela de Paraisopolis, donde viven setenta mil habitantes, del barrio rico de Morumbi. A un lado: catorce mil casas de tablas o plástico, al otro: pisos que pueden valer hasta 700 000 euros. Mientras unos carecen cruelmente de servicios públicos, los otros acuden a las consultas del hospital Alberto Einstein, uno de los más célebres y costosos del país. Los habitantes de ambos barrios no se hablan, no se frecuentan, no se conocen. «No nos mezclamos con ellos. Ellos se quedan allá y nosotros aquí», comenta un habitante de la favela. 
La ciudad, y más globalmente el Estado de Sao Paulo, atrae cada año a miles de personas que vienen esencialmente de las regiones pobres del Norte en busca de un trabajo y de mejores condiciones de vida. 

Una violencia simbólica
En su obra maestra: «Las venas abiertas de América Latina», publicada en 1971, el escritor Eduardo Galeano ya daba la alarma y denunciaba el espectáculo insoportable de la miseria y de las desigualdades que asolan el continente. Más de cuarenta años han transcurrido y aunque se han registrado no pocos avances en cuanto a la disminución de la pobreza, de la eradicación del analfabetisnmo o de lucha contra la hambruna, América Latina todavía tiene no pocas dificultades en curar todas sus llagas. 
Tras haber sido un laboratorio de las políticas neoliberales que hicieron crecer el número de pobres de 136 millones en 1980 a 225 millones a principios de los años 2000, el subcontinente americano conoció, durante el último decenio, éxitos sociales sin precedentes. Nuevos países, Bolivia, Venezuela, fueron declarados por la UNESCO «territorio libre de analfabetismo». Esas políticas sociales pudieron aplicarse en particular gracias al boom de los precios de las materias primas de las que dependen esencialmente las economías latinoamericanas. 
En Brasil, país en donde la política de la presidenta Dilma Rousseff se derechiza cada día más y son apartados los movimientos sociales, las desigualdades son particularmente escandalosas. Después de Honduras, Brasil es el país menos igualitario del continente americano. 
En Perú, aunque la pobreza ha disminuído una mitad estos últimos años, en particular merced a un crecimiento económico de casi un 6,5%, les desigualdades siguen grandes. Desigualdades sociales, pero también territoriales e incluso raciales. En efecto, en 2004, las probabilidades para un habitante del campo de caer en la pobreza eran dos veces superiores a las de un urbano. En 2014, esas mismas probabilidades eran tres veces superiores. Los peruanos de lengua materna indígena (aymara, quechua...) tienen dos veces más probabilidades de caer en la pobreza que aquéllos cuyo idioma materno es el castellano. 
Los muros levantados en Lima o en Sao Paulo son el símbolo de esa tierra de contrastes llamada América Latina. Un continente y pueblos que vienen luchando desde hace más de quinientos años por su liberación y su independencia definitiva. 
Esas inmensas fortalezas también sacan a la luz el carácter despectivo y racista de las élites latinoamericanas para con los pobres e indígenas a quienes desprecian y por quienes hasta sienten verdadero asco. A las claras estos «muros de la vergüenza» se emparentan con una violencia simbólica, una violencia que no lastima los cuerpos sino las mentes. Una violencia sutil que no mata pero que crea frustraciones y contribuye en la desesperación de quienes no tienen la suerte de situarse del buen lado del muro. 
El debilitamiento de los gobiernos de izquierdas y la ofensiva de las derechas latinoamericanas bien amenazan con vapulear muchos avances sociales conseguidos estos quince años últimos, como en Argentina, por ejemplo. Punta de lanza de la protesta contra las políticas neoliberales, los movimiemtos sociales bien podrían actuar de nuevo para tirar abajo estos muros indignos y acabar para siempre con esas sociedades sumamente no igualitarias.
Fuente: Diario de Nuestra América N°9, Investig’Action. 

Traducción: Manuel Colinas

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