viernes, 25 de octubre de 2013

¿A quién conviene una guerra civil?



Por Julio Escoto

Los niveles de pobreza en Honduras no han disminuido, según el Índice de Inclusión Social.

A nadie excepto a algún anarquista, si todavía hay, a quienes buscan imponer su ambición sobre el sufragio popular y a los planificadores del desastre pues les beneficia económica y políticamente. Pero estos olvidan que las palabras cambian sus significados según la trayectoria en el tiempo y que “guerra civil” no es ya exclusivamente lucha armada sino conmoción total de la sociedad, aguda confrontación de ideas y posiciones, resistencia y rebelión al intento tiránico, y que una prolongada huelga general ––diez, treinta días— es también forma inteligente de subversión ciudadana contra la que son inútiles gases y balas de soldados, tigres y policías militares.

Tiene que ser loco quien se atreva a encender la mecha a este compuesto contemporáneo y volátil que es el temperamento del hondureño, a punto de explosión. Por seis años quienes habitamos este territorio hemos sufrido las mayores violencias posibles, desde la institucional (golpe de Estado) a las de gendarmería (gases, chorros, toletes), a la oficial (leyes y decretos arbitrarios) y la delincuencial. Generamos por esas causas prolongado estrés, el miedo vino a ser un acompañante rutinario y con ello la desconfianza, la duda y la sospecha pasaron a formar parte ya ingénita de nuestra personalidad. A ello se agrega la más injusta y pavorosa situación económica de pobreza creciente que vive la población, la vista permanente de la mediocridad e incapacidad de los funcionarios encargados del Estado, que empeoran todo en vez de mejorar, y la pérdida constante, por ende, de la esperanza y la fe. El deterioro que caracteriza a la Honduras de hoy sitúa en gravísimo peligro a la identidad y la nacionalidad, que son los vigorosos bastiones, precisamente, a que se ancla la patria.

La guerra civil silenciosa ––que eso es la paralización voluntaria de todo quehacer público humano–– traería consecuencias de desastre a la república pero sería necesaria. Se detendrían las exportaciones y las bodegas de aduana se colmarían con productos importados, algunos perecederos. La dictadura naciente silenciaría a los medios masivos para contener la dispersión del virus de la rebelión, aplastando la libertad de palabra. Sus tropas, ingeniadas para reprimir (si no, ¿para qué necesita un policía antidrogas escudos antimotines?), saldrían a matar, para eso están comisionadas, por lo que la batalla no deberá ocurrir en las calles sino desde el interior de los hogares. La delincuencia operaría feliz en este caos y es seguro que los representantes diplomáticos se alejarían, preocupados por residir en un contexto de tanta agitación. No hay panorama más trágico y triste que este y sin embargo existen en el país personas y fuerzas dispuestas a gestarlo con tal de conseguir o proseguir ilegalmente en el poder, que es decir en el apoderamiento y usufructo de los bienes de todos.

Durante la crisis de 2009 se burló el presidente Barack Obama de que mentalidades de izquierda que en el mundo adversan al capitalismo solicitaran, sentido opuesto, su intervención para extirpar del poder hondureño al Innombrable, y ahora acontece igual. Pues es obvio que ––no para derrotar a una incipiente dictadura, pues eso somos nosotros capaces de hacerlo, sino para prevenir que se intente siquiera tal locura y se lleve al país a una hecatombe económica y social–– se ocupa la positiva intermediación de naciones amigas con fuerza moral ––y si no moral, de coacción–– prestas para advertir enojo y retiros diplomáticos, según actúe el potencial autor de un fraude o de ilegal prolongación en el poder.

No se trata de apagar un incendio sino de impedir que se active la chispa del fósforo con que aquel comienza. Para eso ocupamos ayuda internacional pues una vez desanudadas las iras la lógica desaparece y manda la acción violenta. Y Honduras, quién duda, merece que la gobiernen inteligencias, no la fuerza bruta, el odio ni el rencor.

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