miércoles, 29 de mayo de 2013
Un western llamado Honduras
Juan Carlos Bonilla, es entrevistado por la prensa cuando fue nombrado director de la policía hondureña en mayo de 2012. Foto AFP
Por Daniel Valencia Caravantes
Solo en el país más violento del mundo la ciudad es demasiado pequeña para que en ella quepan dos policías con mucho poder, con muchos recursos, con mucha rabia. Un ex director de la Policía acusa al director de turno de haberle matado a su hijo. Al final, uno de los dos tiene que huir, y Honduras, con sus muertos de cada día, sigue siendo el mismo país de siempre que rueda al despeñadero.
Me sorprende que las puertas estén abiertas de par en par, y entro, nervioso, mientras un grupo de comensales disfrutan su comida. Mastican, me observan, y por un instante ya nunca me despegan la vista. Lo mismo hacen tres mujeres que doman a una plancha de metal, ubicada en la cocina. Ellas solo desvían la mirada cuando unas chuletas de cerdo, que salpican aceite, avisan que ya están listas. Atravieso el pasillo que separa a las cocineras del grupo de comensales y me dirijo al fondo del salón. Una cámara de seguridad, colgada en la pared, graba mis movimientos. Llego a un pequeño cubículo resguardado detrás de una gruesa reja metálica. La reja es un muro hecho con barrotes igual de gruesos e imponentes como los que hay en las cárceles. Al cabo de unos minutos, desde detrás del muro de barrotes aparece uno de los ocho empleados que lo escuchó todo. El Testigo está nervioso, pero que haya salido me hace sospechar que es una persona curiosa. Sin duda El Testigo es una persona curiosa. No todos los días, a este lugar, llega un desconocido para preguntarle qué escuchó la noche en la que asesinaron al hijo del exdirector de la Policía Nacional de Honduras.
Una chica más joven se acerca a El Testigo, le quita de la mano mi credencial y, sonriente, bromea: “No le crea", dice a El Testigo, "para mí que este señor es investigador de la Policía”. El Testigo toma uno de los barrotes y me parece que lo aprieta, mientras se deshace en preguntas que le den alguna certeza de que, de verdad, yo no soy Policía, y que, de verdad, las intenciones que me han traído aquí, a esta cumbre ubicada en las afueras de la ciudad de Tegucigalpa, dos meses después del crimen, no son malas.
Luego de deshacerme en explicaciones, El Testigo accede a contarme lo que escuchó y lo que vio cuando habían cesado los disparos, la noche del domingo 17 de febrero. Por un instante pienso que El Testigo y sus compañeros de trabajo son gente valiente. Mientras subía por la carretera, dejando atrás el bullicio de la ciudad y los desfiladeros de estas cumbres, imaginé que el comedor estaría cerrado, amén de que después de un incidente como el que ocurrió aquí, quizá la gente convierta a estos lugares en sitios apestados, proscritos, de mala suerte o mala muerte. Uno se imagina que el repudio hacia un establecimiento apestado, marcado, responde a que si pasó algo horrible una vez, quién quita que vuelvan a caer los muertos una vez más. Pero platico con El Testigo y me doy cuenta de que esto no tiene nada de valentías, sino de sobrevivencias. Y así como ocurre en las cantinas que evocan las películas sobre el viejo Oeste estadounidense (en donde siempre se abrirán las puertas al siguiente día, por más que se alcen las pistolas, truenen las balas y caigan los muertos), lo mismo pasa en Honduras. Aquí los homicidios son tan naturales como el día y la noche: después de uno siempre viene el otro, y lo que toca es cerrar las puertas, limpiar la sangre, abrir de nuevo las puertas y después sobrevivir.
El domingo 17 de febrero fue asesinado, adentro de este comedor, Óscar Ramírez, de 17 años, hijo del penúltimo director de la Policía hondureña, el general Ricardo Ramírez del Cid. Hasta que finalizaron los dos días de investigaciones, en los que la Policía barrió la escena del crimen, El Testigo y sus compañeros pudieron lavar los charcos de sangre, pintar las paredes, proteger el mostrador y el resto del salón con una gruesa reja de barrotes de hierro, parecida a las rejas que hay en las cárceles.
Una semana después del incidente, que conmocionó al país, que enfrentó al padre de la víctima con el director actual de la Policía, Juan Carlos “El Tigre” Bonilla, El Testigo y el resto de empleados continuaron con su rutina natural. Mientras, afuera en la calle, en Tegucigalpa Town, dos altos oficiales de Policía se declaraban la guerra. A la vieja usanza de los vaqueros, retándose. Desde fuera, sin contexto, uno se haría la idea de que en esta historia hay un Sheriff bueno y un Sheriff malo. Pero el problema con la Policía hondureña es que, en los últimos tres años, ha demostrado que es capaz de poseer muchas zonas grises, y de dar muchas sorpresas.
El ex director Ricardo Ramírez del Cid, un hombre de ojos claros, pelo cano, de buenas maneras y voz campechana, denunció que el actual director le diezmó, poco a poco, su escolta de seguridad; y que eso invariablemente lo llevaba a una conclusión: está involucrado en el asesinato de su hijo. El actual director, Juan Carlos “El Tigre” Bonilla, un hombre recio y moreno -ojos negros, con un rostro rudo, como esculpido en roca, que recuerda a las mexicanas cabezas olmecas- respondió que nada era cierto, pero se sabe que reforzó su propia escolta de seguridad en medio del escándalo. Pasó de tener un escolta, su chofer, un hombre de su entera confianza, a ser perseguido por dos picops atiborrados de agentes Cobra, la élite antidisturbios de la Policía. Quizá a los oídos de El Tigre llegó el rumor de que Ramírez del Cid buscaba venganza. En la primera noche de la vela de Óscar Ramírez, en la funeraria San Miguel Arcángel –una funeraria exclusiva para militares y policías-, el ex director de la Policía estuvo a punto de ordenarle a su gente que le amarraran al Tigre, cuando El Tigre llegó a ofrecer sus condolencias. “Él estaba en el área ese día. Y todavía cuando llegó a la vela mis amigos no lo iban a dejar entrar y si yo ahí pido que me lo amarren, ahí mismo me lo amarran”, declaró Ramírez del Cid cinco días después del crimen.
Ajeno a estos duelos, El Testigo y el resto de empleados del comedor, tres días después del crimen, siguieron vendiendo unas grasientas chuletas de cerdo a la plancha. Le pregunto qué estaban haciendo el muchacho y sus escoltas antes de que los mataran.
— Las chuletas son la especialidad aquí. Habían pedido el plato especial de chuletas (para tres personas).
Las víctimas estaban sentadas frente a las puertas del negocio. Una táctica de seguridad de los Cobras: nunca dar la espalda a la calle. Cuando los atacantes irrumpieron en el negocio -por la puerta, abierta de par en par- Óscar Ramírez comía en medio de sus guardaespaldas. Por un instante, la víctima cruzó miradas con sus asesinos.
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Óscar Ramírez era un joven querido por su familia y por sus compañeros. Quienes le conocieron dicen que se manejaba en la vida con el mismo porte, la misma amabilidad y la misma educación que su padre, Ricardo, el ex director de la Policía, un general con un perfil de investigador sin par, entrenado para saber moverse como saben moverse los hombres formados para que dirijan las oficinas de inteligencia de los gobiernos. Un espía. En Honduras, quienes creen conocerle la vida profesional a Ramírez del Cid, ocupan el mismo epíteto: “El es un espía. Quizá el mejor espía que tiene el país”, me dijo un alto comisionado, ahora alejado de los entuertos de la corporación policial.
Un año antes del crimen, el 13 de enero de 2012, Ricardo Ramírez del Cid vestía de gala. Cargaba un uniforme azul impecable, un sombrero con el escudo de la policía bordado en el frente y unos brillantes zapatos negros. Estábamos reunidos en la cancha de fútbol del cuartel general de los Cobras, la unidad élite antidisturbios de la Policía. Ramírez del Cid celebraba la conmemoración del 130o. aniversario de la Corporación. Él y sus invitados se protegían del sol en unas gradas techadas. Al otro extremo del campo, francotiradores hacían posta en un muro de escalada en el que se entrenan los agentes. Más al fondo, en la punta de un cerro, sobresalía una barriada de pobres.
Tras la celebración, me acerqué a Ramírez del Cid para preguntarle qué opinaba sobre lo que decían de él. Para ese enero, arrancaba su tercer mes al frente de la institución. Entre los pasillos del congreso hondureño, de la Casa Presidencial y del gabinete de Seguridad corría otra presentación que se antojaba como un reto inmenso: Él era la carta de presentación con la cual el entonces secretario de Seguridad, Pompeyo Bonilla, intentaba lavarle la cara a una Policía sacudida por escándalos de corrupción, y por tener entre sus filas a ladrones, extorsionistas, policías coludidos con el narcotráfico y policías convertidos en asesinos.
— Perdone que lo moleste tanto…
— ¿Verdad que me estás molestando? ¡Deja de molestarme, ja, ja, ja!
— Dicen que usted es un hombre de inteligencia, que sabe cómo se mueven las cosas en la Policía, que por eso lo llamaron a dirigir la corporación, porque sabe quién anda en malos pasos.
— Ese tipo de comentarios, lejos de abonar, comprometen. Yo lo que hago es aplicar la ley, y como oficiales profesionales que somos, me nutro de un grupo de asesores, con conocimientos necesarios, para aplicar la ley en el marco de la depuración que estamos haciendo.
Óscar Ramírez, el hijo del ex director de la Policía, era líder de un grupo evangélico y le gustaba jugar fútbol. Se reunía con sus amigos en el club deportivo anexo al instituto privado en el que estudiaba: Del Campo International School, una escuela a la que tienen acceso solo los hijos de la élite hondureña. El club deportivo anexo a la escuela destaca porque entre sus filas ha tenido a jóvenes que han formado las filas de las selecciones nacionales Sub17 y Sub20. Pero destaca, principalmente, porque la cancha de fútbol, con medidas oficiales, está hecha de grama sintética. Ahí ya se ha visto entrenar a la selección mayor de Honduras, cuando acampa en Tegucigalpa.
El domingo 17 de febrero de 2013, Óscar venía del club deportivo, cuando en el camino pidió a sus escoltas que se desviaran de la ruta hacia su casa para comprar comida. A Óscar lo acompañaban Abraham Gúnera y Carlos Lira Turcios, dos Cobras. Dos pistoleros con placa, entrenados para defender y para atacar. Ellos siempre le seguían los pasos, y la relación entre protegido y protectores era tan amena que cuando salían de paseo, aunque los agentes siempre recomendaban pedir para llevar, Óscar les insistía en que comieran con él, en los restaurantes, juntos. Quizá nunca imaginó que alguien sería capaz de atentar en contra del hijo de un ex director de la Policía. Eso es algo que tampoco su padre imaginaba. Eso es algo que, a Honduras, una vez más le ha dejado un mensaje muy claro: la violencia que hunde a este país –el más violento del planeta, con una tasa de 85 homicidios por cada 100 mil habitantes- ya no afecta solo a la base de la pirámide social. Y cuando la denuncia, una vez más, apunta a la institución que se presume debe protegerlos a todos, pareciera entonces que de verdad Honduras está con el agua hasta el cuello. “Yo estaba rodeado en la misma Policía de un montón de gente adversa. Yo creía que nunca me iba a hacer una cosa de esas y como le digo: ¡cuando tengo la duda de dónde viene, me duele más, pue!”, dijo Ricardo Ramírez Del Cid al programa Hable como Habla, una semana después del crimen.
Valdría la pena pensar, entonces, que aquella noche Óscar quizá se resistía a luchar contra el miedo que pueda acarrear vivir las 24 horas custodiado por unos matones. A lo mejor solo quería sentirse, una vez más, como un joven normal. Por eso de camino a casa prefirió pasar a ese comedor, en donde se degustan unas grasientas chuletas de cerdo, y no a cualquier otro restaurante de mayor prestigio. Chuletas acompañadas de tajadas de plátano. Eso comían cuando fueron asesinados. Habían cancelado, en lempiras, el equivalente a siete dólares; y masticando estaban, cuando las puertas del comedor, abiertas de par en par, fueron atravesadas por un grupo de hombres armados.
— ¡Al suelo, hijos de puta!– recuerda El Testigo que gritó uno de ellos. Esas fueron las cinco palabras que desataron una escandalosa balacera. Cinco sujetos, desde la entrada, se batían en duelo con dos guardaespaldas, parapetados detrás de una mesa. Todos disparaban a matar.
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Ricardo Ramírez del Cid, ex director de la policía hondureña. Foto Daniel Valencia
Ramírez del Cid, por su trabajo profesional, sabe bien quiénes son los líderes del crimen organizado en Honduras. En cada departamento, en cada municipio, en cada ciudad grande.
Ramírez del Cid sabe también quiénes son los jefes de las maras, y cómo operan en cada ciudad.
Ramírez del Cid sabe también quiénes son los policías que están en bandas organizadas, operando con el crimen organizado, o que tienen su propia banda.
Las tres oraciones anteriores en realidad van de corrido, y quien las pronunció lo hizo con la contundencia, con la cadencia, y con la entonación lo suficientemente clara, como para que lo que dijera sonara como un eco, una repetición de la misma idea: Ramírez del Cid es un hombre que maneja mucha información y sería irónico que se quede de brazos cruzados. Alfredo Landaverde, un hombre con voz de abuelito, pronunció esas palabras el 1 de noviembre de 2011, día en el que el general espía fue juramentado como director de la Policía.
Alfredo Landaverde era un asesor de seguridad del gobierno hondureño, un hombre curtido en batallas por la depuración policial, y al que todos buscaban para que repitiera que los problemas que la Policía -y el país entero- sufre, en buena parte son por culpa del narcotráfico y el crimen organizado. Landaverde pronunció esas palabras en el programa Frente a Frente, uno de los programas de entrevistas de mayor rating en Honduras. Aquel 1 de noviembre de 2011, mientras Landaverde esculpía en una roca el perfil de Ramírez del Cid, la producción del programa coló la imagen del rostro ojos claros del general. En ese primer plano, el director espía cargaba en la cabeza un kepis de color azul oscuro.
Landaverde era quizá el hombre que mejor conocía quién era quién dentro de las filas de la policía hondureña. Lo que él decía casi nunca se cuestionaba. Tenía una hoja de vida demasiado extensa y documentada como para que alguien dudara de lo que él estaba diciendo.
Fundador de la democracia cristiana hondureña, Landaverde, para 2011 con 71 años, integró a finales de los ochenta y principios de los noventa una comisión modernizadora del aparato de seguridad, con poder y respaldo presidencial y del Congreso hondureño. El principal logro de esa comisión fue separar a la Policía del ejército hondureño, que en las últimas dos décadas había convertido a la seguridad pública del país en un aparato de contrainsurgencia y represión. En aquella comisión, Landaverde era uno de los líderes, seguido por un nutrido grupo de políticos y hasta por el cardenal José Rodríguez Maradiaga, hoy coordinador de la reforma de la Curia Romana en el Vaticano.
Tras su paso por esa comisión, Landaverde se convirtió en asesor de la Secretaría de Seguridad, creada a mediados de los noventa. Más tarde, en la primera década del nuevo siglo, se convirtió en mano derecha del llamado zar antidrogas de Honduras, el general Julián Arístides González, jefe de la Dirección de Lucha contra el Narcotráfico. Por ese trabajo, dicen quienes le conocieron, el 7 de diciembre de 2009 fue asesinado el zar antidrogas. Dos hombres que se conducían en motocicleta lo interceptaron en una de las salidas de la ciudad capital y lo acribillaron a balazos. Exactamente dos años más tarde, a Landaverde le ocurriría algo con unas coincidencias descabelladas.
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Cuando Ricardo Ramírez del Cid juramentó, la Policía hondureña tenía una imagen destrozada. Dos semanas antes, el asesinato a sangre fría de dos jóvenes universitarios, a mano de un grupo de policías de la posta policial de La Granja, de Tegucigalpa, había conmocionado al país. Sobre todo porque Alejandro Vargas era el hijo menor de la rectora de la Universidad Autónoma de Honduras, Julieta Castellanos, una mujer con mucha presencia en la élite política hondureña, ex funcionaria de las Naciones Unidas, unas de las piezas claves en la Comisión de la Verdad que denunció las violaciones a los derechos humanos tras el golpe de Estado de 2009.
La Secretaría de Seguridad ya estaba al tanto de que la cúpula policial que precedió a Ramírez del Cid estuvo involucrada en ese crimen. Estos oficiales eran el entonces director de la Policía, José Luis Muñoz Licona (exmilitar, denunciado desde los años ochentas por pertenecer al temido batallón contrainsurgente 3-16); el director de la División Nacional de Investigación Criminal (DNIC), Marco Tulio Palma Rivera (exmilitar, un hombre sin tibiezas para hablar de que la solución para la violencia de Honduras era “acabar con los pandilleros. Prenderles fuego”); y el jefe de la región metropolitana, José Balarraga (denunciado por tener nexos con bandas de narcotraficantes en la zona noroccidental del país. A Balarraga lo denunció el que fuera jefe policial de la frontera norte de Honduras, Juan Carlos “El Tigre” Bonilla, quien más tarde se convertiría en el director de la Policía, en el sucesor –y enemigo- de Ramírez del Cid).
Las pruebas en contra de esos oficiales conducían hacia un mismo camino: permitieron que los autores materiales del asesinato escaparan. Pompeyo Bonilla, el secretario de Seguridad, removió a esa cúpula para no entorpecer las investigaciones, y para limpiar la casa se llevó consigo a un hombre de inteligencia, quizá creyendo que era el perfil que más necesitaban, en ese momento, la Policía y el país. No faltaron quienes criticaron la medida, sobre todo porque Ramírez Del Cid, dijeron, también tenía un rosario de cuentas pendientes. En enero de 2012, el entonces jefe de Asuntos Internos de la Policía, comisionado Santos Simeón Flores, declaró al Miami Herald que contra Ramírez del Cid tenía cuatro casos –no especificó qué casos- y múltiples quejas de subalternos por abuso de autoridad.
En enero de 2012, cuando Ramírez del Cid organizó la celebración del 130o. aniversario de la Policía, le pregunté qué opinaba de los señalamientos en su contra, y en contra del que para esas fechas era su director de tránsito, Randolfo Pagoada, investigado desde hacía un lustro por sus posibles vínculos con el narcotráfico en la zona norte de Honduras.
— Los nombramientos de los jefes de Policía le competen al ministro de Seguridad y no a mi persona. Es una pregunta bastante complicada, no porque yo no puedo dudar de la honorabilidad de los oficiales… Creo que hay otra forma de preguntar las cosas, y si estamos en los puestos es porque algún mérito tenemos.
En vida, Alfredo Landaverde había sugerido que si Ramírez del Cid manejaba tanta información, sería extraño que con él al frente la depuración policial no avanzara. Sin embargo, desde Ramírez del Cid hasta la fecha, la persecución contra oficiales ligados a delitos es un secreto que solo conoce la Dirección de Evaluación de la Carrera Policial, el director de la Policía en funciones y el secretario de Seguridad en funciones. Ellos no revelan nada.
Pero regresemos a noviembre de 2011. Ramírez del Cid apenas llevaba dos semanas al frente de la Policía y tenía un gran crimen a cuestas, junto al incremento de la curva de los homicidios registrados en el país. Tenía, también, el emplazamiento de un hombre respetado en Honduras, y el 17 de diciembre recibiría otro emplazamiento de Landaverde. De nuevo, en Frente a Frente, Landaverde cuestionó a Ramírez del Cid.
— En Honduras hay empresarios narcos –dijo Landaverde-. ¿Y qué van a decir: “Que nos dé el nombre Landaverde”? ¿Y me van a decir que no saben el nombre de los 14 empresarios del norte que están lavando activos con el narcotráfico, y tienen sociedad con los narcos? ¿Me va a decir el fiscal, a mí, que no lo sabe? ¿Me va a decir el Jefe de la Policía que no lo sabe? ¿Me va a decir el Jefe de las Fuerzas Armadas que no lo sabe?
Para muchos, después de que Landaverde pronunció esas palabras, aquellos quienes lo tenían en la mira firmaron su sentencia de muerte. Para otros, Ricardo Ramírez del Cid era uno de los que estaban molestos.
El 7 de diciembre de 2011, exactamente dos años después del asesinato del otrora zar antidrogas, Alfredo Landaverde también fue asesinado. Primera coincidencia descabellada. Dos hombres en una moto le dieron seguimiento al vehículo en el que se conducía la víctima, lo interceptaron en una avenida concurrida de la ciudad, le dispararon y se dieron a la fuga. Segunda coincidencia descabellada. La única diferencia entre ambos crímenes fue que al zar antidrogas nadie lo acompañaba en el vehículo. En cambio, a Landaverde le acompañaba su esposa, Hilda Caldera, una reconocida socióloga en Honduras. A la pareja, varias generaciones de oficiales de la Policía que circularon por la escuela policial adscrita a la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, lugar en el que Hilda Caldera y Alfredo Landaverde impartieron clases, les conocían. Hilda Caldera, por suerte, sobrevivió al ataque.
Tras el asesinato de su hijo, a Ricardo Ramírez del Cid un reportero hondureño le preguntó qué opinaba del tercer señalamiento que se le hizo cuando fue director. Él respondió diciendo que siempre hubo, de parte de sectores oscuros, una campaña en su contra.
— Podría ser que esos sectores oscuros que siempre pasaron haciendo delincuencia… porque mataron a Alfredo Landaverde, y Alfredo Landaverde era mi amigo… Lo matan y empiezan a relacionarme a mí, cosa que… ¡cosa que no, pue’! Es bien delicado. Todo mundo que lo conoce a uno sabe que eso no es cierto. Y si se llegara a dar el caso, bueno, que me investiguen.
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La imagen que El Testigo se creó en la mente, durante los tres minutos que duró la balacera, no se parecía en nada al cuadro al que se enfrentó cuando todo había pasado. Él recuerda que por un momento sintió que se quedaría sordo, y que la bulla de los disparos le hizo recordar a las festividades de fin de año. Como no escuchó ningún grito de dolor, o cree no haberlo escuchado, El Testigo pensó que los pistoleros tuvieron mala puntería, y que al salir de su escondite se encontraría con gente viva. En segundos entendió que estaba equivocado. Del salón del comedor los sobrevivientes comenzaron a emitir gemidos, El Testigo se asomó, y entonces se topó con un joven que tenía baleada la pierna izquierda. Este joven, antes de la balacera, estaba sentado justo detrás de Óscar Ramírez y sus guardaespaldas.
Avanzó. El Testigo encontró a dos de las cocineras que también habían sido alcanzadas, cada una, en una pierna. Otro de los comensales, junto a la tercera cocinera y un mesero, se habían refugiado al otro lado de la plancha en donde todavía se cocían unas chuletas de cerdo.
Al otro lado del pasillo, las mesas estaban desordenadas, y había platos y chuletas y tajadas de plátano regados en el suelo. En las paredes había orificios de balas. Con la espalda en contra de la pared de los comensales, con la cara ladeada, los ojos inertes, el pecho empapado en sangre, yacía uno de los guardaespaldas. Cerca de él, pero acurrucados en el suelo, en el pasillo que separa a las mesas de la cocina, El Testigo identificó dos cadáveres. Uno era el de Óscar y el otro era el de su segundo guardaespaldas.
— Estaban como embrocados, parecía como que el hombre quería proteger con su cuerpo al muchacho –dice El Testigo.
Frente a esos dos cuerpos, había dos cuerpos más. Uno de ellos estaba sin vida. Era de uno de los sicarios. El otro estaba gravemente herido. Tres de los sicarios se habían fugado.
10 minutos después, una patrulla llegó hasta la escena del crimen. Esa misma patrulla, 20 minutos antes de la balacera, ya había pasado por el sector. De hecho, los agentes que abordaban esa patrulla, 10 minutos antes de que Óscar y sus guardaespaldas llegaran al comedor, comieron chuletas en la misma mesa que 10 minutos más tarde ocuparía Óscar y sus guardaespaldas. Por eso, cuando regresaron a la escena del crimen, varios testigos escucharon cuando uno de los agentes, lamentándose, le dijo a otro algo que sonó más o menos así: “Si hubiéramos estado aquí, quizá esto no hubiera pasado”.
Unos 20 minutos después de que llegaran esos agentes, también llegó a la escena del crimen El Tigre Bonilla, el director de la Policía. Atravesó las puertas con un plante serio, o con esa mirada oscura tan seria que tiene. Luego salió de la escena del crimen y en la acera, luego de contestar no menos de cinco llamadas, se encogió de hombros. El Testigo recuerda haberle escuchado pronunciar algo así: “Lo que sucedió es algo grave”.
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Un día después del crimen, El Tigre Bonilla estaba en aprietos. No es lo mismo que en Honduras maten a un joven X a que maten al hijo del exdirector de la Policía. Quizá El Tigre razonaba que ahora tenía otro reto enfrente al que no podía rajársele. Cuando asumió la dirección de la Policía, en mayo de 2012, Él se comprometió a resolver tres de los casos más importantes en Honduras: el asesinato del hijo de la rectora –y su amigo, David Pineda-; el asesinato de Alfredo Landaverde; y el asesinato del periodista de la cadena HRN Alfredo Villatoro, un hombre con contactos en el gobierno del presidente Porfirio “Pepe” Lobo, amén de que ambos eran amigos. Y ahora se le venía encima el crimen del hijo de Ramírez del Cid. Tres de esos cuatro casos, invariablemente, pasaban por Ramírez Del Cid. El de Landaverde por los señalamientos que se le hicieron; el de Villatoro, por lo mismo; el de Óscar, porque era el padre de la víctima.
La debacle de Ramírez del Cid significó el ascenso para Bonilla. De nuevo, los dedos señaladores apuntaron en contra del general espía, que a juicio de sus jefes no se mostraba diligente en las investigaciones del caso Villatoro, secuestrado el 9 de mayo de 2012, y ejecutado seis días después, en una comunidad pobre de las afueras de la ciudad capital. Sus captores lo disfrazaron con un uniforme camuflado, como el de los militares, le dispararon dos veces en la cabeza, le envolvieron la cara con un paño rojo, y “lo dejaron haciendo el saludo militar”, declaró Ramírez del Cid en esa época. Se especula que el objetivo de ese crimen era el de lanzar un mensaje al presidente Porfirio Lobo, un hombre que tiene enemigos en todos lados, y al que incluso la empresa privada hondureña le ha enviado mensajes menos sangrientos, pero igual de poderosos. En más de una ocasión, le ha dicho que él también puede ser derrocado como fue derrocado Manuel Zelaya: con militares, de madrugada, en un avión exprés que lo expulse de Honduras.
Tras el crimen de Villatoro resurgió la figura de El Tigre. El secretario Pompeyo Bonilla ahora buscó un perfil completamente diferente al de Ramírez del Cid. Quizá creyó que ahora la Policía necesitaba un líder de choque, un guerrero, un tigre. Un tipo que de entrada se comprometiera a ir de cacería en contra de los malos, a resolver los crímenes más difíciles. El Tigre volvía del ostracismo al que la misma Policía lo había lanzado. Pero antes de eso, El Tigre fue un hombre que le temía a sus colegas policías. Tras su último cargo importante, El Tigre se refugió en su casa, e incluso buscó el apoyo del comisionado de derechos Humanos, Ramón Custodio. “Es un hombre valiente”, declaró Custodio, luego de que El Tigre lo visitara en su oficina para narrarle sus peripecias, y para dejarle una copia de las denuncias que tenía en contra de altos oficiales, presuntamente ligados al narcotráfico.
Pero en realidad, para octubre de 2011, El Tigre era un hombre que temía por su vida. Sobre todo porque antes de que el crimen del hijo de la rectora Castellanos destapara la podredumbre en la policía Hondureña, esa cúpula se había encargado de lanzar, fuera del país, al que entonces era el secretario de Seguridad, Óscar Álvarez. Antes de irse, huyendo, Álvarez había declarado que denunciaría a los altos oficiales que estaban ligados al narcotráfico. Pero el que se fue, hacia Estados Unidos, fue él. Su salida explicó y perfiló a dos grupos en la Policía que, obligatoriamente, se hicieron saber que ya no cabían en el mismo pueblo. Uno era liderado por Álvarez, con soldados como El Tigre Bonilla; y otro liderado por José Luis Muñoz Licona, para octubre de 2011, director de la Policía.
Hay quienes dicen que Álvarez es como una especie de padrino político de El Tigre, pero por la forma en que El Tigre ha retado su autoridad, cuesta creerlo. El Tigre a veces da luces de ser un hombre indomable. La relación entre ambos se remonta hasta la Policía hondureña del año 2002.
Óscar Álvarez es un ex militar de las fuerzas especiales del ejército. En una entrevista concedida en 1995 al Baltimore Sun, para un reportaje en el que se denunciaba que el gobierno estadounidense, a través de la CIA, patrocinó y entrenó a los cuerpos contrainsurgentes del ejército hondureño, Álvarez dijo: "Los argentinos vinieron primero y ellos nos enseñaron cómo desaparecer gente. Los Estados Unidos eficientaron todo". Óscar Álvarez es el sobrino de uno de los fundadores del Batallón 3-16, el general Gustavo Álvarez. Jefe del estado mayor del ejército entre 1981 y 1983, fue asesinado en 1989, acribillado presuntamente por un comando guerrillero. En sus últimas declaraciones a la prensa había dicho que se arrepentía de las violaciones a los derechos humanos en la década de los ochenta, y que él había cumplido órdenes superiores.
En 2002 Óscar Álvarez se convirtió en el hombre fuerte del presidente Ricardo Maduro. Álvarez fue quien lideró la política mano dura contra las pandillas. En la cadena de mando era el último responsable de una Policía acusada de tener entre sus filas a grupos de exterminio de jóvenes pandilleros, o presuntos delincuentes jóvenes, en las ciudades de San Pedro Sula y La Ceiba. A ese grupo, la entonces jefa de Asuntos Internos, comisionada María Luisa Borjas, les llamó Los Magníficos. Y El Tigre, según ella, era uno de ellos. Borjas incluso fue más allá: no solo era que El Tigre perteneciera a Los Magníficos, sino que también estaba involucrado en el secuestro y posterior asesinato del exministro de Economía Reginaldo Panting. La relación era sencilla, según le decían las pruebas a Borjas: los secuestradores habían sido contratados por terceros y tenían relación con el grupo antisecuestros que coordinaba El Tigre en San Pedro Sula. Los secuestradores asesinaron al rehén, cobraron el botín del rescate, y luego fueron asesinados por el equipo de El Tigre, que intentó hacer pasar el crimen como un “operativo policial”.
La entonces inspectora María Luisa Borjas aseguró ante los medios hondureños que durante el interrogatorio de la inspectoría interna, El Tigre pronunció una frase. Borjas, hoy candidata a la alcaldía de Tegucigalpa, es de las más férreas críticas a la gestión del Tigre Bonilla. Y hace 10 años, pese a las pruebas y a sus declaraciones, fue ella y no El Tigre quien terminó separada de su cargo, por órdenes del secretario de Seguridad, Óscar Álvarez.
— Si a mí me quieren mandar a los tribunales como chivo expiatorio esta Policía va a retumbar, porque yo le puedo decir al propio ministro de Seguridad en su cara que yo lo único que hice fue cumplir con sus instrucciones –fue, según Borjas, la frase de El Tigre en aquel interrogatorio.
Hace dos años, al preguntarle si, alguna vez, mató fuera de la ley, El Tigre nos respondió:
— Hay cosas que uno se lleva a la tumba. Lo que le puedo decir es que yo amo a mí país y estoy dispuesto a defenderlo a toda costa, y he hecho cosas para defenderlo. Eso es todo lo que diré.
***
El último gran cargo que desempeñó El Tigre, antes de convertirse en director de la Policía, nos lleva hasta el suroccidente de Honduras, hacia tres departamentos que en conjunto se convierten en uno de los puentes que los narcotraficantes utilizan para pasar la droga que se almacena en Honduras hacia Guatemala y El Salvador. Hablamos de Copán, Nueva Ocotepeque y Lempira. Allá encontramos a El Tigre, pavoneándose, diciendo que en su zona, nadie “se anda con mierdas”, que él entraba donde quería con sus casi 1.90 metros, que él registraba a quien quería, que él capturaba a quien quería, no importaba que fuera un alcalde, sobre todo si ese alcalde portaba un arma de manera ilegal.
Por sus movimientos en esa zona, El Tigre denunció al ex director regional y ex director de la Policía Metropolitana, Jorge Balarraga, uno de los tres altos oficiales destituidos tras el crimen del hijo de la rectora Castellanos. En la época en que Balarraga era el jefe de El Tigre en la región norte de Honduras, el segundo denunció al primero por haber ordenado que 80 agentes custodiaran la inauguración de la alcaldía de El Paraíso, un edificio que tiene un helipuerto en el techo. “¿Dónde se ha visto que se descuide todo un departamento para cuidar una alcaldía perdida?”, se preguntó El Tigre.
El Tigre denunció, en esa ocasión, que cada uno de los 80 agentes recibió, finalizado el evento, mil lempiras por cabeza. La alcaldía de El Paraíso les agradeció a lo grande. En su carta de protesta, anexa al documento, El Tigre se quejó de que esto representaba “una violación y desprestigio de la imagen”, porque evidenciaba que “nuestra Policía está al servicio de individuos dedicados a la actividad del narco”.
De nuevo: para esas fechas, El Tigre hablaba con fuerza, y obligatoriamente uno tiene que revisar su entorno para entenderle. En ese momento, Óscar Álvarez, el hombre que muchos dicen que es su padrino, era, de nuevo, el secretario de Seguridad. Fue el primer secretario de Seguridad en el gobierno de Porfirio Lobo. Cuando Óscar Álvarez se fue del país, ahuyentado por la cúpula policial liderada por José Luis Muñoz Licona, El Tigre bajó su perfil.
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Un día después del asesinato de Óscar Ramírez, El Tigre estaba en nuevos aprietos. En una de las muchas reuniones que tuvo ese 18 de febrero, quizá lo que realmente le preocupaba era que él, precisamente él, El Tigre, sería acusado nuevamente por un asesinato: el asesinato del hijo de Ricardo Ramírez del Cid. De alguna forma sabía que eso iba a pasar, porque quizá se enteró de que eso era lo que andaba pensando, rabioso, el ex director espía. Por eso, en una de las muchas reuniones que sostuvo ese lunes 18, El Tigre dio explicaciones, sin que nadie se las pidiera, sobre sus movimientos en la noche del asesinato de Óscar Ramírez.
El Tigre dijo que esa tarde, junto a su escolta personal, había estado visitando la localidad de Valle de Ángeles, un pueblo pintoresco lleno de bares y cafés en una montaña ubicada a 40 minutos de Tegucigalpa. El Tigre dijo que bajó de Valle de Ángeles a eso de las 7 de la noche, y que tuvo en mente visitar a Hilda Caldera, la viuda de Alfredo Landaverde. Dicen quienes les conocen, que por haber sido alumno de ambos, El Tigre –como muchos otros oficiales- le guardaba un gran respeto a la pareja.
A última hora, dijo El Tigre, desistió de ir a visitar a la viuda de Landaverde, y le pidió a su escolta que lo llevara a casa. La casa de El Tigre está ubicada muy cerca del lugar del crimen, en una colonia clase media baja. Es tan cercana su casa que, en otros tiempos, cuando El Tigre no tenía el poder que tiene ahora, era frecuente verlo comer ahí, en ese comedor, con el cuerpo apuntando hacia la calle. Desde que se convirtió en director de la Policía, El Tigre pedía a su escolta que le fuera a comprar la comida, para comerla en casa.
Aquella noche, luego de su paseo en las montañas, El Tigre sintió hambre, y le pidió a su chofer que fuera a comprar la cena. Un pollo frito. En su casa, El Tigre vivía solo. Ahora vive custodiado por un séquito de guardaespaldas.
Se estima que la balacera en la que falleció Óscar Ramírez ocurrió a las 8:10 de la noche. Y El Tigre aseguró, en una de sus muchas reuniones, que unos 10 minutos después una conocida le avisó que algo había pasado muy cerca del barrio. Pensó El Tigre en lanzarse a la cacería, pero luego desistió de hacerlo porque todavía no había regresado su escolta.
Para cuando El Tigre llegó a la escena del crimen, ya estaban ahí los agentes que habían comido chuletas en ese comedor, los mismos que patrullaban la zona, los que se arrepintieron de no haber estado ahí. En una de las reuniones en las que El Tigre contó cómo movió sus pasos, dijo que una patrulla anduvo cerca del sector; y, que de haber actuado profesionalmente, hubieran capturado, esa misma noche, a los tres hombres que se fugaron.
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Solo entendiendo que Ricardo Ramírez del Cid sabe cómo obtener información, uno se explica que la versión que él maneja sobre los movimientos de El Tigre Bonilla en la noche en que fue asesinado Óscar Ramírez sea una versión completamente diferente.
Según declaró Ramírez del Cid, El Tigre Bonilla fue visto por varios testigos cerca del comedor en el que fue asesinado su hijo. En concreto, que El Tigre fue visto en una gasolinera muy cercana al negocio, en los momentos previos a la balacera. En su versión, Ramírez del Cid asegura que el mismo Tigre le confesó, en la noche de la vela de su hijo, la noche en la que él pensó decirle a sus amigos que se lo amarraran, que en efecto él estuvo en esa gasolinera, y que en efecto estuvo a punto de detenerse en ese comedor, para comprar su cena, pero que desistió de hacerlo porque había muchos comensales.
Las investigaciones que Ramírez del Cid hizo con su gente, en pararalelo a la investigación que hicieron los subalternos de El Tigre, lo condujeron hasta el hospital en donde se recuperaba el sicario que quedó vivo después del tiroteo. Esa investigación y el “primer” testimonio de ese sicario, le confirmaron que detrás del asesinato de su hijo incluso estuvieron involucrados no solo policías, sino también oficiales del ejército. Los pistoleros que irrumpieron en el comedor, mientras Óscar Ramírez cenaba, habían sido contratados, presumiblemente, para secuestrar a su hijo.
Días después del asesinato la Policía hondureña capturó a otros tres hombres y los vinculó al caso. Uno de ellos era uno de los meseros del comedor, un joven que se dedicaba a servir chuletas y lavar trastos. Un joven que para El Testigo no tiene nada que ver con el crimen.
-Uno se deja llevar por el tiempo en el que conoce a la gente, y ese muchacho llevaba trabajando aquí muchos años. Es un muchacho humilde, una buena persona –dice El Testigo.
Luego de las capturas, Ramírez del Cid denunció que el crimen se estaba encubriendo, pidió que se separara a El Tigre de su cargo, que se le investigara, denunció que el sicario herido en el hospital, el que en un primer interrogatorio había dicho que policías y militares les habían contratado, les habían dados las armas, corría peligro. Denunció que a ese testigo le hicieron cambiar su primera versión, denunció que ahora se dijera que lo que esos pistoleros querían era asaltar el comedor, que fueran pandilleros del Barrio 18 que recibieron órdenes desde la cárcel; se quejó de que ahora se dijera que en un acto desesperado de protección, los Cobras que cuidaban a su hijo fueran los responsables de provocar la balacera, sacando sus armas, propiciando que los pistoleros también dispararan las suyas.
El Testigo ha leído esa versión en los periódicos.
— Pero lo que yo no me explico es que, si eso fue así, ¿por qué nunca fueron a la caja registradora del negocio, para robar el dinero, si es a eso a lo que venían? ¿Por qué después de la balacera, los que quedaron vivos, simplemente salieron huyendo? –dice El Testigo.
Una de las últimas quejas de Ramírez del Cid tenía que ver con los seguimientos, que, según él, le estaba haciendo un policía con nombre y apellido: Daniel López Flores, un oficial investigado por el extravío de armas en la Policía. La corporación negó que se estuviera persiguiendo a Ramírez del Cid.
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El Tigre Bonilla, hoy más que nunca, es un hombre con mucho poder. Los adversarios y críticos de su gestión, y sus simpatizantes, lo comprobaron a finales de marzo, cuando El Tigre compareció ante el Congreso hondureño.
Un mes después del asesinato de Óscar Ramírez, el Congreso celebró una semana por la justicia, en la que el aparato de Seguridad pública se comprometió a rendir cuentas a los legisladores, y a la nación. Fue aquella una especie de expiación de culpas. Un show en el que, turno por turno, los responsables de la seguridad del país expusieron aquellos que consideraron como logros, y los diputados, con muy pocas ganas, cuestionaron aquellos que no les cuadraba. Para muchos, el ambiente era propicio para que aquello se convirtiera en un juicio público en el que El Tigre se sentara en un banquillo a explicar y a defenderse de las acusaciones que le había hecho Ricardo Ramírez del Cid. Sin embargo, El Tigre Bonilla llegó a ese evento bastante calmado, y salió de su comparecencia completamente victorioso.
A diferencia del Fiscal General de Honduras, del jefe de la Dirección de Investigación y Evaluación de la Carrera Policial (DIECP), y del mismo secretario de Seguridad, Pompeyo Bonilla, El Tigre salió ileso. A los anteriores, en orden de gravedad, los diputados les dieron de palos. Al primero porque el fiscal, muy honesto, declaró que su institución solo era capaz de procesar el 20% de todos los delitos que se cometen en el país. Para abril, el Congreso le montó una comisión interventora que será, al final de cuentas, la que defina su futuro político.
El segundo, el hombre que vigila a los policías, fue duramente cuestionado por lo que los legisladores consideraron como un lento avance en el proceso de depuración policial, arrancado hace más de un año, luego del asesinato del hijo de la rectora Castellanos. Por más que Eduardo Villanueva intentó explicar que si su trabajo era lento no era porque “proteja” Policías, sino porque las herramientas legales a su alcance le obligan a cumplir procesos, subordinarse al director de la Policía, y “recomendar” depuraciones… El Congreso, el mensaje que lanzó el Congreso, fue que si la Policía seguía sin sanearse, el responsable era él y nadie más. A partir de esas comparecencias, el puesto de Villanueva pende de un hilo, y la prensa hondureña ya lo da como un funcionario que está a punto de ser despedido por el presidente Lobo. En tercer lugar, el ministro Pompeyo Bonilla, aunque no recibió las criticas con la contundencia de sus predecesores, no pudo desligar de su gestión los datos que hablan mal de ella: en casi dos años, los indicadores seguían colocando a Honduras como el país más violento del mundo.
Al menos tres de los invitados a esas comparecencias recuerdan que cuando fue el turno de El Tigre Bonilla, el ambiente estaba demasiado tenso y ellos, así lo dicen, no niegan que se pusieron nerviosos. Ahí se paraba el Tigre, vestido de gala, con su caminar tosco y su ceño fruncido. Entre el público presente había un ex comisionado de la Policía que se quejó, en su mente, de la actitud que había tomado El Tigre Bonilla en el evento. Dice que era una actitud displicente y, según él, irrespetuosa en un detalle que, para aquellos que han tratado a El Tigre, es un detalle sin mucha importancia, sobre todo porque a Él lo último que se le pediría es que sea un hombre gentil, de buenas maneras, protocolario.
— Ni siquiera tuvo la decencia de guardar el protocolo que se nos ha inculcado en la Academia. Imagínese que siempre tuvo puesto el kepi en la cabeza. ¡No puede ser! Uno llega con su kepi o su sombrero, se lo quita durante el acto, y se lo vuelve a poner cuando el acto termina– se queja este ex comisionado, testigo de la intervención del Tigre Bonilla en el Congreso.
Quizá en cualquier otro país del mundo, en el que un funcionario es acusado de algo, sus superiores lo separan momentáneamente del cargo, mientras se investiga si tiene o no relación con ese hecho denunciado. Uno esperaría eso, sobre todo si de ese funcionario depende la investigación del hecho denunciado. Cualquier hubiera esperado en Honduras, y sobre todo lo hubiera esperado Ricardo Ramírez del Cid, que a El Tigre en el Congreso de Honduras se le pidiera explicaciones del crimen de Óscar Ramírez. Pero a El Tigre nadie le preguntó nada. Él subió al estrado, dio las cifras que quiso dar, dijo que el país era más seguro desde su llegada, se bajo del podio y nadie le preguntó nada.
— ¡Nadie le preguntó nada! Era como si los más de 100 congresistas le tuvieran miedo, porque de verdad que aquí no se puede decir que ese hombre hipnotice al público. Él en sí mismo es demasiado grave, hasta para hablar –dice otro ex funcionario de gobierno que asistió al acto.
El Tigre Bonilla, un hombre que pisa los 50 años, 27 de los cuales los ha dedicado a la Policía, es un hombre con mucho poder. Y esa vez, en el Congreso, El Tigre quizá se sentía completamente seguro de sí mismo. Quién sabe. Al menos su futuro sigue siendo prometedor: el anfitrión de la fiesta en el Congreso, Juan Orlando Hernández, el presidente del congreso, el candidato a la presidencia por el Partido Nacional, el que se presume será el sucesor de Pepe Lobo, tiene como director nacional de campaña al ex secretario Óscar Álvarez, la sombra que siempre ha estado respaldando a El Tigre.
Juan Carlos El Tigre Bonilla, hoy día, es un hombre con mucho poder. Le llueve de todo y no le pasa nada. A finales de marzo, la agencia de noticias AP publicó una investigación que denunciaba la probable existencia de escuadrones de la muerte, comandados por policías, similares a los que alguna vez se le acusó de comandar al Tigre Bonilla. La investigación trajo a colación el debate de si Bonilla, como alguna vez le acusó la comisionada María Luisa Borjas, perteneció a una estructura de “limpieza social”. Desde su llegada a la dirección de la Policía, en mayo de 2012, ese señalamiento, y esas investigaciones del pasado, provocaron que Estados Unidos retuviera 11 millones de dólares del total de la ayuda que el gobierno norteamericano da a la Policía hondureña. Ese millonario recorte afectaba, exclusivamente, a las unidades que dependen directamente de las decisiones del Tigre Bonilla. Según el artículo, Estados Unidos no dará esos fondos hasta que no exista información precisa que confirme la desvinculación de Bonilla en los casos que se le señalan en el pasado.
Al Tigre Bonilla es como si no hubiera quién lo detenga. Ni esos 11 millones ni Estados Unidos. Lo respalda el presidente Lobo, el Congreso, el nuevo secretario de Seguridad, Arturo Corrales, aunque la prensa hondureña ha dicho que entre el nuevo ministro y el actual director hay “roces”, El Tigre sigue en su puesto. (Pompeyo Bonilla fue destituido tras los remezones del Congreso, y ahora es secretario privado de Lobo).
Al Tigre nadie lo detiene. El 28 de marzo de 2013, William Brownfield, Secretario Adjunto de la Oficina de Asuntos Narcóticos Internacionales y Aplicación de la Ley de Estados Unidos, fue bastante duro contra El Tigre. “No vamos a trabajar con el director general de la Policía Nacional, no tenemos relaciones con él, no ofrecemos ni un dólar ni un centavo y también hemos eliminado el nivel inmediatamente abajo, los 20 oficiales o funcionarios que trabajan directamente con el director general”, dijo. Apenas mes y medio más tarde, Brownfield fue más condescendiente: “Respeto el trabajo que está haciendo El Tigre Bonilla, lo admiro y creo que es bueno para Honduras, pero estoy restringido por la ley de Estados Unidos en términos de con quién puedo trabajar”.
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Un mes después del asesinato de Óscar Ramírez, su padre había abandonado la ciudad de Tegucigalpa. En su casa no había señales de vida, y los agentes Cobra que custodiaban la colonia –privada, un townhouse con muro perimetral y caseta de vigilancia en la entrada- no se miraban en la zona.
Un contacto cercano a Ramírez del Cid me dice que, por el momento, con el general se puede hablar solo por teléfono… pero el general no contesta las llamadas.
El contacto, dos días más tarde, informa que el general no contesta las llamadas porque le han intervenido el teléfono, que su vida y la de su familia corren peligro.
Una semana más tarde, el contacto avisa que Ricardo Ramírez del Cid abandonará Honduras.
El domingo 24 de mayo, Ricardo Ramírez del Cid se despidió de Óscar, en el cementerio San Miguel Arcángel, el cementerio adónde terminan los restos de la élite de la policía, la milicia y de sus familias. Mientras su esposa y sus otros hijos se alejaron del nicho, para ir a comprar flores, Ramírez del Cid se hincó sobre la grama, frente a la tumba, y durante varios minutos se llevó las manos al rostro, mientras 4 agentes Cobra, armados, lo rodeaban dándole las espaldas, apuntando su vista hacia los cuatro puntos cardinales.
Esa imagen conduce, irremediablemente, a la madrugada del 16 de febrero de 2012, a la caseta de acceso de la cárcel de Comayagua, ubicada en el departamento con el mismo nombre, cerca de Palmerola, la otrora base que el ejército estadounidense utilizó para apoyar a los ejércitos regulares de Centroamérica en su lucha contrainsurgente de los años 70 y 80.
Aquella madrugada, el patio y los alrededores de la cárcel parecían la trastienda de un hospital de campaña en una zona de guerra. Por todos lados había residuos médicos, guantes ensangrentados, mascarillas ahumadas, sucias, retazos de tela quemada, sangre, sangre revuelta con una sustancia parecida al carbón, en los guantes y en los trajes plásticos que los médicos forenses habían dejado tirados en el lugar. Del penal emanaba el olor de la carne quemada. Carne humana. El cuarto en el que Ricardo Ramírez del Cid estaba reunido con otros oficiales, fiscales y jefes forenses, era el punto en el que la putrefacción que salía desde adentro era más fuerte. En la peor tragedia penitenciaria de Honduras, 360 reclusos se quemaron vivos, tras un incendio desmesurado, tras una decisión incomprensible de las autoridades: se dio la orden de no dejar salir a nadie.
Ahí estaba Ramírez del Cid, haciendo un recuento de los daños, dándose cuenta que la tragedia que ahí había ocurrido lo desbordaba. Y se restregaba los pelos de la cabeza, se estiraba la cara con ambas manos, se deshacía en un cansancio que le hacía brotar, debajo de los ojos, dos inmensas ojeras. Cuando acabó el conteo esa madrugada, Ramírez del Cid no quiso decir mucho. “Estamos agotados. Mejor hablemos mañana. Esto es demasiado”, dijo.
El general quizá estaba sobrepasado, o quizá en su cabeza daba vueltas una decisión que debía tomar, y que era irremediable: tenía que separar de su cargo al director de las cárceles, Danilo Orellana, otro policía con un rosario de denuncias por violaciones de derechos humanos en las penitenciarias. Un funcionario que se convirtió, en esos primeros meses al frente de la Policía, en uno de sus más cercanos colaboradores, amén de que entre Ramírez del Cid y Orellana existe una profunda amistad. En las horas posteriores a la tragedia se conoció la separación del cargo de Orellana, pero a la fecha no hay certezas si hay proceso abierto en su contra por la negligencia de haber dejado morir, quemadas vivos, a 360 personas.
Afuera de la cárcel, aquella madrugada, acampaba un grupo de hombres y mujeres, familiares todos de las víctimas. Uno de los hombres, primo de uno de los muertos, estaba hincado sobre la tierra, frente a la reja del penal. Ese hombre, borracho, lloraba amargamente a su primo.
Ricardo Ramírez del Cid, un día después de hincarse frente a la tumba de su hijo, abordó un avión en el aeropuerto de la ciudad de San Pedro Sula, ubicado a cinco horas, en vehículo, de Tegucigalpa. “Ex director de la Policía al exilio junto a su familia”, tituló el periódico La Prensa.
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Inicios de mayo. Ramírez del Cid contesta el teléfono. Le pregunto si me deja contar qué hay detrás del crimen de su hijo y me dice que sí, pero que no tiene tiempo para hablar en este momento. Le pregunto si puedo visitarlo, en donde esté, y el general guarda silencio. Le pregunto si esta en Estados Unidos, o si al caso ha regreso a Honduras, y el general guarda silencio. Le digo que ya sé que sospecha que le están interviniendo las llamadas, y quedamos de comunicarnos por correo.
Le escribo, le comunico mis intenciones, le digo que le llamaré de nuevo por teléfono.
“Recibido, estaré pendiente”
Una semana más tarde, el general atiende el teléfono de nuevo.
— ¿Cómo podemos hacer? ¿Cuándo piensa regresar a Honduras o dónde puedo encontrarlo?
— Solo puedo decirle que ahorita está todo demasiado complicado… demasiado complicado…
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