viernes, 31 de mayo de 2013

Rosado pájaro



Por Julio Escoto

Hice conmigo cierto acuerdo hace años —en mi joven década de 1960— y es que en lo posible jamás escribiría palabras groseras contra ciertas familias edificantes de Honduras —ejemplo Gálvez, Durón, Antúnez Rittenhouse, Roussel, Gamero, Martínez Galindo, Turcios o Heliodoro Valle, sumándose a ellas los Villeda y Bermúdez—, aunque en ese caso debo explicar por qué.

Y es que en ese decenio políticamente crítico y de arranque nacional (cuando cambiaron al país tres energéticos motores: el Volkswagen, la píldora anticonceptiva y el divino regalo de la minifalda) trabajaba yo en mi personal proyecto de formación y ansiaba modelos humanos, inteligencias (valoré siempre la inteligencia), prototipos de audacia y vigor que ansiaba para mí mismo.

Y Ramón Villeda Morales fue uno de ellos, a quien mis floridos veinte años admiraron por su tenacidad democrática, imbatible fe en el triunfo, liderazgo y conducción de masas cerriles, vengativas y analfabetas, así como por su audacia y —deslumbrante para el aspirante a escritor— su manejo y dominio de la oratoria, el genio para la metáfora y su vívido humor (es personaje de un capítulo en mi novela “Madrugada”).

Ciertas prácticas suyas me disgustaban (servil apego a los gringos, voluble manipulación política y cierta ambigüedad que le permitía aparentar ser de izquierda —amigo de Betancourt y Figueres— pero a la vez del pensamiento gusánico de Miami) que no lograban opacar, empero, su ágil y vívido talento intelectual.

Pajarito Pechito Rojo contribuyó a llenar espacios míos de interrogación sobre la identidad nacional.

Agregado a que envió preso a mi ultra-cariísta padre acusándolo de conspiración velazquista, para luego mandar extraerlo de la cárcel y llevarlo a casa presidencial, donde lo honró y cautivó, anécdota sin importancia excepto que desde entonces mi progenitor dejó de ser conserva cruda y abrió su mente a otras proposiciones políticas y culturales del orbe, cambio que agradezco.

De allí que sin diluviar insultos deje constancia de mi honda decepción cercana tras escuchar discursear a su hijo Mauricio, que aceptaba recientemente la candidatura a la nominación liberal para la presidencia.

Cuánta tristeza, horror de machaca trillada con gastados lemas y eslóganes, la severa carencia —el erial— de ideas nuevas, de propuestas políticas, doctrina y sustento ideológico, de ruta de gobierno, de respuestas objetivas al despeñadero social que hala a Honduras, en fin, lejana distancia de su papá.

No es que deba ser igual, más bien al contrario, su partido de milicias supuestamente jóvenes debió emplear el instante para precisar cómo sacará del barranco al buey que ellos mismos empujaron allí, pero fue más bien aceptación de impotencia, prueba del agotado numen bipartidista y de que nada constructivo, menos evolucionado o revolucionario, puede esperarse de ellos.

Su posición de clase revela a rojos y cachos incapaces para integrarse al universo que se avecina pues subsisten y sobreviven en mundos de atrás.

Peor aún, el discurso inaugural del militar golpista Romeo Vásquez fue más extenso, incisivo y apegado a alguna realidad que el de Villeda, lo cual tampoco significa votar por el General.

La inmoral mancha genética que le fulge a la frente —indeleble al jabón, desleal y traidora— basta para tostarle la tinta en las manos a quienes sufraguen por él.

Es entonces obvio que más que retóricas, documentos y planes, lo que el hondureño debe desarrollar es el convencimiento —y conciencia— de que afortunadamente nos hallamos ante tal instancia histórica que si no barremos en absoluto a la mafia gansteril que puebla Congreso y Ejecutivo, la patria desaparece, trucidada por los zánganos.

La próxima, entonces, debe ser tarea de asepsia, exterminio de apátridas, final limpieza del jardín constitucional o sucumbe la nación. Y luego empezará la siguiente tarea, que será controlar el triunfalismo de los salvadores para que ni se desalmen ni los envanezca el poder.

Solo que eso ocurrirá con otros ritmos, mejores ojalá.

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