jueves, 30 de mayo de 2013

¿De qué libertad nos hablan?



Por Gustavo Robles 

Vivimos una realidad en la que la hipocresía de los que dominan el mundo ha llegado a extremos que pocos hubiesen podido imaginar en épocas pasadas. Las luchas de los explotados, con mayor o menor organización, pero cada vez más consecuentes para oponerse a esa condición, obliga a los explotadores -a través de su representación política, los partidos y gobiernos del sistema- a enmascarar la realidad que generan y fomentan, con herramientas necesariamente mejor aceitadas día a día. Eso se debe a que antes el explotador no tenía que disimular nada para mantener sus privilegios, y hoy tiene que adormecer la reacción de aquellos a los que explota. Antes, el patricio no tenía que dar explicaciones a su esclavo para privarlo de su libertad, lo mismo que el señor feudal con sus siervos o luego el patrón con sus obreros al principio del capitalismo. Sin embargo, a través de los años, las luchas de los trabajadores para terminar con los atropellos de los capitalistas han puesto sobre el tapete de la sociedad mundial, sin disimulo, la lucha de clases, que determina las estrategias de unos y otros para coartar, o lograr y defender, espacios de libertad.
La clase dominante, la burguesía, los patrones, en sus roles de empresarios, terratenientes, banqueros o financistas, en un “acuerdo tácito” moldeado por el modo de producción capitalista y el imperialismo financiero, han dado un significado a su forma de ver el mundo y organizar la sociedad, autoproclamándose adalides de “la Libertad”

Pero... ¿de qué libertad hablan estos “señores”?

Convengamos que el hombre, en tanto ser social, no puede ser completamente libre. La vida en sociedad implica la observación de ciertas reglas que limitan el desenvolvimiento de cada sujeto en su lapso de vida. Digamos, algo así como “mi libertad termina donde empieza la libertad del otro”. Uno no puede meterse de prepo en la vivienda de los demás, ni construir la suya sin tener en cuenta la urbanización que lo rodea. Cada ser humano debe crear su propia intimidad, y aún con su grupo más íntimo genera sus propias reglas de convivencia. En una aldea o un barrio, habrá que observar más limitaciones aún, y comportarse de tal forma que no resulte una molestia para sus vecinos. A medida que la sociedad se hace más grande y complicada, las reglas son mayores. No se puede transitar de cualquier manera para trasladarse de un lado a otro, hay reglas de tránsito que incluso los peatones deben respetar para evitar que la vida en social sea un caos. Esos cotos a la libertad de cada uno son razonables y lógicos, porque sería imposible vivir sin ellas. Son para todos por igual, más allá de las diferencias sociales, pues quien no las respete pone en peligro su propia seguridad y hasta su vida, además de la de los demás.

Sin embargo, hay otras “libertades” a las que no todos tienen acceso, y dependen fundamentalmente de las escalas sociales, del poder económico, del poder político de quienes las ostentan, de las vinculaciones entre sí, incluso hasta del lugar de nacimiento, y ni qué hablar de las creencias religiosas, ya que al observar las reglas establecidas como “normales” o “naturales”, lo que en concreto se plasman son las desigualdades que surgen de la forma en que se ha organizado la sociedad mundial en general, con particularidades y características propias en cada estado, país, nación o región de la Tierra.

El sistema imperante en el mundo actual es el Capitalismo, más allá de las variadas culturas, religiones y de las formas diferentes de organización política que tengan los distintos Estados, porque a todos, más allá que estén gobernados por monarquías absolutas ( como por ejemplo Arabia), monarquías parlamentarias ( Inglaterra, Suecia, Holanda, España), democracias republicanas (EEUU, Venezuela, Argentina), o repúblicas socialistas ( Cuba, China, Vietnam), el modo de producción capitalista los ha atravesado a todos o a la mayoría, y al menos condiciona a todas las naciones del planeta. Los que dominan la sociedad mundial entonces son los dueños del capital, vanguardizados por los gerenciadores de la expansión financiera. Éstos son los que concretamente modelan la realidad en la que vivimos. Éstos son los que generan los hechos que se enquistan en forma de “consciencia” en las mentes de los millones de seres humanos que viven en este planeta. Son los que, en definitiva, además de ser los dueños de los medios de producción, servicio, esparcimiento y difusión -y justamente por ello-, le dan significado a los conceptos según sus intereses. Es así que, por ejemplo, “democracia” significa votar a quien nos gobierna cada una cierta cantidad de años, mientras una minoría toma las decisiones que condicionan nuestras vidas todos los días. “Justicia” es el orden jurídico que protege la estructura social que han creado para fomentar y sostener sus privilegios. “Progreso” es el desarrollo necesario para mantener sus tasas de ganancia, sin importar el costo social y ambiental que ello represente. “Orden”, es mantener inviolable el sistema que posibilita que unos pocos gocen de sus vidas a costa del sudor de millones. De esta manera, basados en estos principios, los capitalistas, la burguesía, crean una “cultura” que se impregna en las mentes de los explotados y los “naturalizan”. Uno de los más importantes es la “Libertad”, claro que cargado de un innegable interés de clase.

Apoyándose en el concepto burgués de “libertad”, los que dominan al mundo han creado una realidad que priva a la mayoría de los seres humanos de ella.

Si bien la división política de los estados no es un invento puramente de la burguesía, cierto es que ésta ha agilizado la movilidad de las mercancías y las finanzas globalmente, al tiempo que pone obstáculos burocráticos o endurece los controles para el traslado de las personas. Uno piensa que la humanidad pobló el planeta a partir del libre traslado de los primeros individuos de la especie, en lo arbitrarios que son los límites fronterizos, en lo absurdo que es el hecho de que alguien por haber nacido en un territorio llamado “Estado” o “país” no pueda pasar a otro sin pedir permiso, y no puede sino entristecerse por esa restricción a la “libertad”. Vale la pena poner el acento en que “el país de la libertad”, como se lo llama irónicamente a EEUU, es uno de los países con normativas más duras para dejar entrar extranjeros en su territorio.

Dentro de los Estados, también existen restricciones para la “libertad de trasladarse”, y están basadas en el nivel económico de las personas. Desde la posibilidad de adquirir vehículos con autonomía suficiente y su mantenimiento, hasta pagar un boleto para el transporte público, pasando por el pago de peajes en rutas y autopistas, y ni qué decir sobre poder costearse la estadía en el lugar de traslado, constituyen todos cotos a la libertad. Hasta quien decida trasladarse a pie encuentra el límite de sólo poder desplazarse allí donde los Estados han construido caminos, pues más allá de ellos se encuentra con la principal barrera para la libertad humana: la propiedad privada de terratenientes y empresas. Éstos se han dividido el planeta en inmensas parcelas que son de su propiedad (las más ricas), dejando para la mayoría de los mortales las tierras improductivas, rincones superpoblados como las ciudades y pueblos con menor cantidad de gente pero viviendo todos en pequeños lotes donde construyen sus viviendas por las que deben rendir tributo al Estado, consecuencia directa del modo de producción burgués.

En épocas remotas, los seres humanos migraban libremente para encontrar lugares donde asentarse, buscando mejores condiciones de vida. Posteriormente, en tiempos de organización social más avanzada, tales migraciones continuaron produciéndose, en menor medida y ya no tan libremente; algunos lo hacían alejándose de las opresivas condiciones que generaban las clases dominantes allí donde se encontraran. De estas iniciativas, las había individuales o grupales, y las promovidas por determinados estados: las conquistas coloniales de las metrópolis europeas se sirvieron de esas ansias de “libertad” que muchos individuos tenían para conformar sus fuerzas de ocupación; lastimosamente, el costo inhumano lo sufrieron las poblaciones autóctonas colonizadas, que vieron coartada su libre determinación a desarrollarse según su idiosincrasia y saqueado su patrimonio cuando fueron sojuzgados por los invasores que impusieron sus propias reglas. Más allá de cuáles fueran las motivaciones, lo cierto es que en la actualidad, esa libertad para elegir dónde asentarse, en los países mediana o totalmente desarrollados es imposible, sin contar con el potencial económico para ello. Donde no haya propiedad privada, la habrá estatal, y el fisco extenderá sus garras donde sea para regular o recaudar.

La necesidad de “estar en regla” con una sociedad que ha generado una institución “Estado” que, ya sea en su clase dominante o a través del fisco funcional a sus intereses, se ha apropiado de todo, no deja margen para “elegir” libremente qué hacer con nuestras vidas para tener un paso medianamente digno por este mundo. No queda otra opción que adaptarse a las normas establecidas por sus dueños, aún para aquellos que intentan cambiar de raíz esa forma de organizar la sociedad. Es así como entonces, los que no tienen capital, es decir, los que no tienen otra cosa para vender que su “fuerza de trabajo”, deben someterse al arbitrio de trabajar por un salario bajo las reglas impuestas por los patrones. Ese coto a la libertad, la burguesía la presenta como “libertad de trabajo”, que no es tal, si analizamos un poco más en profundidad. Para “conseguir trabajo” hay que satisfacer las necesidades de la patronal, por lo que hay que estar “formado” para ello: de ahí que la “educación” esté dirigida según las exigencias del modo de producción capitalista. Las políticas de educación, ya sea en ámbitos públicos o privados, se pergeñan en función de ellas. Los programas educativos son la herramienta más eficaz de transmisión de la cultura impuesta por las clases dominantes. Esa “discrecionalidad” constituye una concreta limitación a la libertad, a lo que hay que sumarle la desigualdad producida por las diferencias existentes entre los centros educativos públicos -a los que concurren los sectores de menor poder adquisitivo-, y los privados, a los que tienen acceso los de mejor nivel económico. Esta es la consecuencia de, bajo la óptica de los que a todo le ponen precio, considerar un “gasto” para las arcas del Estado a la educación, mientras la transforman en mercancía para el que pueda pagarla en ámbitos de gestión privada.

Los trabajadores entonces, deben pasar por el “filtro” patronal para conseguir un puesto laboral. Una vez allí, se ven sometidos a las reglas establecidas por sus jefes: horario, presentismo, presencia, vestimenta, horario de comida, entorno de tareas, tiempo de descanso. La única forma de discutir las arbitrariedades patronales es la agremiación de los trabajadores, lo que permite consensuar de alguna manera las condiciones de trabajo y los salarios. En concreto, lo que se discute dentro del capitalismo a través de la sindicalización es el nivel de explotación que tendrán los asalariados, no el fin de la misma. Para ello hace falta dar el salto de la organización reivindicativa a la política. Aún así, los avances contra el derecho a sindicalizarse de los trabajadores no cesan por parte del empresariado, pasando de hecho, incluso, por encima de legislaciones laborales vigentes en algunos países.

También están los que, por diversas causas, casi siempre ajenas a su voluntad, son expulsados y marginados del mercado laboral. Son los que forman parte del “ejército de desocupados” que, desde la perspectiva de los explotadores, sirven como “elemento de disciplinamiento” o de “presión” a los trabajadores activos. Los desocupados se ven obligados a “ocuparse” de la manera que les sea posible, convirtiéndose en cuentapropistas que venden su fuerza de trabajo por debajo del nivel salarial establecido, aceptando condiciones de trabajo precarizadas, lo que constituye una limitación a las legítimas aspiraciones de mejora de los ocupados. Un porcentaje de ellos podrá intentar hacerse de algún pequeño “capital”, para comerciarlo casi siempre fuera de las reglas impuestas por la burguesía, en lo que se denomina “mercado informal” o “negro”. Por más honestamente que traten de hacerlo, el “Estado de los capitalistas” los perseguirá permanentemente, argumentando faltas a las normativas, pago de impuestos y deficiencias inmobiliarias. El caso de los vendedores ambulantes y artesanos, permanentemente acosados, es el más claro ejemplo de esta situación que atenta contra la tan mentada “libertad de trabajo”. Está claro que en el capitalismo, la libertad de trabajo es únicamente la libertad de los capitalistas para explotar a sus trabajadores.

“Esa” es la única “libertad” que existe realmente en el mundo de hoy. Los trabajadores deben cumplir reglas hasta para enfermarse y tratar esas enfermedades. El trabajador debe demostrarle al patrón que su salud se ha deteriorado para poder faltar justificadamente a cumplir con su tarea, lo cual siempre acarrea consecuencias, un ejemplo es el no cobro del “presentismo”, otro ardid normativo creado por la patronal. Por otra parte, los que tienen un buen pasar económico tienen a su vez acceso a todos los avances de la medicina. Pero los que dependen de una obra social o los que ni siquiera cuentan con ella, se ven marginados de esos avances, sometidos a toda clase de injusticias, mal trato, irrespeto y privaciones. El Estado de la burguesía se desentiende de la Salud Pública a la que, como a la educación, considera como un “gasto” en vez de un “derecho”, por lo que los hospitales públicos son desatendidos en favor de las clínicas privadas, donde la salud es transformada en un “bien”, una mercancía a la que, obviamente, se le pone un precio. Hasta para enterrar a sus muertos, los que viven de su salario deben observar los condicionamientos que les impone el sistema, lo que siempre implica, en los momentos más dolorosos de la existencia, una erogación económica que no siempre está a su alcance.

Incluso la tan mentada “libertad de expresión” no es más que una entelequia para las mayorías asalariadas, que encuentran cada vez más obstáculos para difundir sus pensamientos autónoma y masivamente. Desde el Estado se les quiere poner límites, “normatizando” el derecho a la huelga y la protesta. ¿Puede considerarse “libertad” el derecho a expresarse entre cuatro paredes, o incluso en las calles, si no se tiene acceso a los medios masivos de comunicación, o se lo tiene pasando por el filtro y la voluntad de los dueños de esos medios, siempre capitalistas, que determinan qué se puede difundir y qué no, según sus propios intereses? Los trabajadores, generando sus propios medios, siempre se encuentran con la barrera económica que le pone límite a sus aspiraciones, peleando como David con los poderosos Goliat que componen la burguesía. La “libertad de expresión”, entonces, no es más que “cartón pintado” por los pinceles de sus verdaderos y únicos dueños: los dueños del poder económico.

Para conservar ese orden establecido, los burgueses han modelado fuerzas represivas dirigidas a disciplinar a todos aquellos que atenten contra el Estado que cuida sus privilegios. Las cárceles no sólo están llenas de pobres -y aún en ellas hay diferencias entre el hacinamiento al que condenan a los marginados y los confinamientos “vip” para los ricos que lleguen a “caer en desgracia”- sino que no se castiga el peor de todos los robos de un individuo hacia otros: el que se consuma cuando el patrón le paga el sueldo a sus trabajadores, que es cuando se plasma el robo de la riqueza que éstos han producido y es apropiado por aquél en forma de plusvalía. El capitalismo legaliza ese latrocinio. Por supuesto, para todo el que se ponga en contra, milite y proteste contra esa forma de organizar la sociedad, están las leyes, las sanciones, las condenas, los palos y las balas. Eso es el Estado Capitalista, el Estado Burgués, administrado siempre por la representación política de los intereses de clase de empresarios, terratenientes, banqueros y financistas

La “Libertad” que vivimos, entonces, no es más que la libertad de las clases dominantes. Es un concepto vertido con un claro interés por los que dominan el mundo. “Su” libertad no es más que la limitación de las libertades de la inmensa mayoría de los habitantes de este planeta. Ellos son los dueños de las riquezas, de los medios de producción que las elaboran y transforman en mercancías, de los medios de comercialización y servicio que devienen de ellas, de los bancos y financieras que financian esas actividades, de los centros de esparcimiento y de los medios de comunicación que difunden las bondades de la organización social que fomenta y sostiene sus privilegios. Tienen la potestad sobre todos los beneficios del desarrollo humano y de la naturaleza, son dueños de los ríos, de los mares, de las montañas, de los glaciares, de los bosques y las selvas, de las plantaciones y del ganado, cotos privados a los que la mayoría de los seres humanos tienen negado el acceso o deben pagarles para tenerlo.

Esa es la “libertad” de la que nos hablan los capitalistas, contraria a la libertad humana. La historia de la humanidad es la historia de la lucha de los explotados para dejar de serlo, lo que implica la lucha por la libertad. La libertad de poder gozar de la vida, todos y no unos pocos, en la única oportunidad que tenemos de pasar por este mundo, disfrutando armoniosa y equitativamente de lo que nos ofrece la naturaleza y el desarrollo tecnológico.

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