jueves, 24 de mayo de 2012

El exceso religioso



Por Julio Escoto

Entre más atrasados sean personas y pueblos, con mayor frecuencia buscan explicaciones sobrenaturales a lo inmediato; es el principio de las religiones.

Ignorantes de la mecánica de los fenómenos naturales (tormentas, sequías, amaneceres) pensaron que detrás habría seres invisibles que los manejaban, y luego les hallaron residencia en montañas (Olimpo), subsuelo (Xibalbá) o bosques (Valhalla), donde -con estructuras de jefe y subalternos (Zeus y semidioses)- se acompañaban de figuras dotadas con poderes especiales (ángeles y demonios del Zoroastrismo) para gobernar el universo. El hombre inventa a los dioses, no al revés.

Pero el desarrollo de la ciencia y el perfeccionamiento de la razón humana, tras siglos y siglos de métodos de observación, estudio y experimento, concluyeron por desvanecer la fantasía y probar que los eventos tienen lógica y obedecen a ciertas leyes básicas nombradas naturales, eminentemente de carácter científico y factibles de ser modeladas por las matemáticas. Con todo, por su ansiedad vital y su exigencia de seguridad, las gentes siguen aferradas a aquel procedimiento y para los fenómenos recurren en explicación a lo imaginario. Son mentes primitivas y, lo peor, dependientes de fuerzas exteriores para representarse el mundo y, por consecuencia, para avanzar.

De allí que genere pena escuchar -en cuanto más arrecia la crisis- los lloros y lamentos metafísicos de altos y pequeños personajes hondureños cada vez que el orbe (su mínimo orbe) se tumba al revés. Un accidente automovilístico y la sobreviviente emerge a las cámaras predicando haberla salvado la “Palabra” santa y su magnánima potestad; el locutor de un canal televisivo progresista afirma estar “cubierto” con la sangre de Cristo y no temer le acontezca lo malo; cierto cardenalicio tira la bendición -como jarro de leche- al personal, conserje incluido, de toda una radioemisora en conflicto, y al ínterin ministros y gobernantes imploran que el Altísimo los extraiga del atolladero de incapacidad política en que se han metido…

Pastores evangélicos estafan la fe de los creyentes al amparo divino; los funcionarios mienten con pretexto divino; el empresario roba y esquilma depositando la izquierda sobre el libro divino; los golpistas obedecieron a pretendidos “mandatos” divinos; el candidato fascista cumplirá un encargo divino… Aquí todo es obra de Dios, incluso el desastre a que llevaron la República por cien años los políticos tradicionales, quienes no temen, impunes, que Dios premie ni castigue.

Pero hay que llenarse con Dios la boca y atribuirle a ese pobre lo que no tiene culpa, ya que si algo le desinteresa es nuestros desamparos y miserias humanas, nuestros patológicos complejos de sapo elegido, la caca mental que nos torna incapaces para dar solución propia a los problemas sin tener que recurrir cada vez -y cada vez más- a agentes sobrenaturales.

En vez de supersticiosas cadenas de oración y pedir que las escuelas lean mágicas Biblias, debíamos comenzar a comprender que lo real es causa y efecto y que si existe robo es que hay ladrones; si abundan asesinos es que ocurre un gravísimo problema cultural, el de irrespeto a la vida, y que jamás descenderá ningún santo de palo en auxilio. Solucionamos nuestras crisis o empeoran, aprendemos a construir en sociedad o perecemos, vivimos bajo el imperio de la ley o nos asalvajamos, conquistamos el derecho a la civilización o no la merecemos, no hay más, no pretendas más, el paraíso, por ser paraíso, está en asueto permanente. Para estos y cien mil otros vicios lo único que salva es la educación…

Así es que por autorrespeto deberíamos controlar el exceso religioso, que identifica pobreza vitalista y debilidad intelectual. Creer en Dios no implica invocarlo tanto. Al revés, como entre cuáqueros y luteranos, dios bendice al emprendedor, al que resuelve y no al que se lamenta. A este -Honduras, aparta de ti ese cáliz- lo condena más bien a cien merecidos años de extravío y soledad.

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