Por Víctor Meza
Tenía un compañero en la universidad, el Maracucho le decíamos, oriundo de un pueblo venezolano y convencido partidario de la lucha armada como única vía posible para hacer la revolución. Para él no había más salida que la de las armas. Tonterías tales como la lucha pacífica, la organización de las masas, el camino electoral o la vía no violenta, no eran más que eso: tonterías. Maracucho no aceptaba términos medios: la violencia, citaba a Marx, era la partera de la historia. No había alternativas ni dobleces. O lo uno o lo otro. O la revolución o la contrarrevolución. Nada de reformas, nada de cambios cosméticos. Maracucho no aceptaba vaivenes. Era feliz, a su modo.
Cuando discutíamos - cosa que hacíamos a menudo - en las asambleas de estudiantes de la antigua facultad de derecho y economía en la hoy desaparecida Universidad Patricio Lumumba, en el fascinante Moscú de los años sesenta del siglo pasado, Maracucho siempre resaltaba por su vehemencia y radicalismo, era un partidario de la China maoísta a ultranza. Utilizaba un argumento simple y apabullador, lo que, por lo mismo, lo convertía en incuestionable y, con frecuencia, insoportable. “Dime, decía el venezolano, de qué lado está la Unión Soviética y, con facilidad, sabré en qué lado debo colocarme, es decir, en el contrario”. Y así, con esa lógica simple, mi amigo definía sus posiciones políticas a favor o en contra, siempre tomando en cuenta cuál era la posición de la Unión Soviética en materia de política exterior. Siguiendo ese razonamiento primario, Maracucho se ubicaba a favor de Albania y de China, en contra de la entonces Yugoeslavia del Mariscal Tito o a favor de una facción política en la guerra de liberación en Angola o en Mozambique. Maracucho era, digámoslo de una vez, una perla.
Hoy, cuando constato, no sin cierta angustia y preocupación, ciertas polémicas – de alguna manera habrá que llamarlas – al interior del movimiento de la llamada “Resistencia Popular”, no puedo menos que recordar a Maracucho. Hay, por lo visto, personas que se parecen mucho a él. No aceptan divergencias, ni opiniones contrarias, ni discrepancia alguna, ni cuestionamientos o críticas. Se sienten dueños de la verdad y, por lo tanto, incuestionables, infalibles o casi totalmente perfectos. Sus opiniones son dogmas, “verdades” a prueba de críticas, axiomas que no admiten ni la comprobación ni la duda.
Decía un viejo teórico revolucionario que, aunque parezca extraño, en el seno de ciertos radicalismos políticos está escondida la esencia de la contrarrevolución y del conservadurismo más espeso. “En la entraña del bolchevismo, escribía ese hombre en 1905, se oculta la reacción conservadora; sólo se volverá una amenaza si la revolución triunfa y se burocratiza”. ¡Cuánta razón tenía don León Davídovich!. La historia así lo ha demostrado.
Y, ¿podremos aprender esas lecciones, las siempre sabias enseñanzas del pasado, lejano o reciente? Por supuesto que sí. Debemos hacerlo. ¿Por qué deberíamos repetir los viejos errores y dejarnos atrapar por las infinitas e intrincadas polémicas, más vacías que amenas, sobre temas ya tan trillados y aclarados por la vida y por la historia? ¿A qué viene, amigos, esa gastada disputa sobre las clases sociales, la hegemonía de los bloques, las ideologías dominantes, la condición de la vanguardia o el rol de lo político sobre lo social? ¿Es que acaso esa polémica viene a cuenta cuando la gente está en la calle y, con su praxis cotidiana, nos enseña, sin aulas ni manuales, sin “teoricismos” petulantes ni pretensiones soberbias de vacua sabiduría, hacia donde van las cosas, los hechos, los acontecimientos de la vida cotidiana?
Aprendamos, por una vez siquiera, a ser humildes, a entender la vida, la práctica diaria de la gente. Aprendamos, en fin, a convertir en sabiduría académica el quehacer inmediato y cotidiano de nuestros prójimos. Así nomás, sin género, sin sexo, simplemente con la necesaria cercanía humana que genera la ciudadanía. Aprendamos, en fin, a ser ciudadanos.
Las discusiones y polémicas al interior de la llamada Resistencia Popular son normales y, si se quiere, necesarias. El problema no está ahí. La clave está en que esas polémicas, que deberían ser sólo un simple ejercicio del debate crítico, se convierten, con frecuencia, en hostilidades personales y descalificaciones políticas. Se contaminan con el sectarismo y el rechazo ideológicos. Se vuelven instrumentos de la intolerancia y el repudio. Son, al final de cuentas, manifestaciones inaceptables del autoritarismo y la tiranía.
No se puede reconstruir un país, refundarlo como se suele decir, con intolerancia y desprecio por la voluntad crítica y el espíritu cuestionador. El que no tolera la opinión distinta, suele acabar convertido en un “opinador” absoluto. El que no acepta la disidencia, acaba transformado en un represor de las ideas contrarias. El que rechaza la discrepancia, más temprano que tarde desemboca en la represión y la persecución de las ideas ajenas. El perseguido de hoy se convierte en el perseguidor de mañana. La víctima se transmuta en verdugo. Lean la historia y entenderán el sentido de estos juicios. Seamos, por favor, más tolerantes. Aprendamos a ser demócratas y a convivir en democracia. No se puede construir una verdadera democracia sin demócratas.
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