miércoles, 12 de octubre de 2011
Honduras: primer lugar
Diario Tiempo
En el estudio global de homicidios, realizado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), queda confirmado el primer lugar que Honduras ocupa en homicidios a escala mundial.
A nosotros, los hondureños, no nos toma por sorpresa esa confirmación de la UNODC, pues de tanto padecer esta tragedia social ya hemos adquirido un alto grado de insensibilidad, que casi nos parece irremediable.
La tasa de 82.1 homicidios por cada cien mil habitantes, junto con la de 66 de El Salvador, 41.7 de Belice y 41.4 de Guatemala, le da al Triángulo del Norte centroamericano un índice de peligrosidad que afecta negativamente la gobernabilidad, la estabilidad social y el desarrollo económico.
En la reciente reunión del presidente Lobo Sosa con el presidente Barack Obama, de Estados Unidos, el tema de la seguridad fue punto prioritario de la agenda, y, según lo han expresado ambos mandatarios, hay la voluntad de arreciar la lucha contra este fenómeno, principalmente en cuanto al narcotráfico, que es asumido como la causa principal.
La posición del presidente Lobo Sosa sobre el particular es coincidente con la de los presidentes Funez y Colom, de El Salvador y Guatemala, en el sentido de que la violencia y la criminalidad en América Central es, en primer lugar, derivado de la pobreza, o sea socioeconómico, y, asimismo, que el narcotráfico, como gestor esencial de la criminalidad, tiene su razón de ser en el mercado consumidor.
De acuerdo con nuestra realidad, la percepción de los gobernantes centroamericanos es correcta, pero no coincide plenamente con la filosofía, por así decirlo, del pensamiento oficial norteamericano, que da más importancia a la producción de la droga que al consumo.
En su última tesis, resulta que los países de tránsito, como son los del Triángulo del Norte regional, también comparten igualitariamente ese rango de importancia, lo que determina la política a seguir en la guerra narco que se libra en suelo mesoamericano, desde México hasta Colombia.
Sin desconocer las capacidades de análisis y operativas de los estrategas que diseñan estas políticas, el solo hecho de que la guerra con el narcotráfico es hasta ahora desigual, por no decir fracasada, sugiere una revaloración, tal como lo plantean los presidentes de Honduras, Guatemala y El Salvador, lo cual representa, a no dudarlo, un reto estratégico para Estados Unidos.
Para los pueblos centroamericanos el abordaje de este terrible problema de la violencia y la criminalidad tiene una perspectiva distinta, que se centra en la creación de oportunidades y de empleo para reducir la pobreza, dinamizar la producción y empujar el desarrollo económico y social.
Cuando, en medio de la debacle, se plantean proyectos regresivos en materia de seguridad nacional, como ése de fusionar la policía con las fuerzas armadas, nos asalta el temor de que, en vez de emprender una revisión del modelo fallido, se intenta profundizarlo, lo que traería consecuencias todavía más graves en todos los órdenes, político, económico, social y cultural.
Esa preocupación, compartida por casi todos los sectores de nuestra sociedad, no debería ser tomada a la ligera. Ni por parte de nuestro gobierno como tampoco por Estados Unidos.
En el estudio global de homicidios, realizado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), queda confirmado el primer lugar que Honduras ocupa en homicidios a escala mundial.
A nosotros, los hondureños, no nos toma por sorpresa esa confirmación de la UNODC, pues de tanto padecer esta tragedia social ya hemos adquirido un alto grado de insensibilidad, que casi nos parece irremediable.
La tasa de 82.1 homicidios por cada cien mil habitantes, junto con la de 66 de El Salvador, 41.7 de Belice y 41.4 de Guatemala, le da al Triángulo del Norte centroamericano un índice de peligrosidad que afecta negativamente la gobernabilidad, la estabilidad social y el desarrollo económico.
En la reciente reunión del presidente Lobo Sosa con el presidente Barack Obama, de Estados Unidos, el tema de la seguridad fue punto prioritario de la agenda, y, según lo han expresado ambos mandatarios, hay la voluntad de arreciar la lucha contra este fenómeno, principalmente en cuanto al narcotráfico, que es asumido como la causa principal.
La posición del presidente Lobo Sosa sobre el particular es coincidente con la de los presidentes Funez y Colom, de El Salvador y Guatemala, en el sentido de que la violencia y la criminalidad en América Central es, en primer lugar, derivado de la pobreza, o sea socioeconómico, y, asimismo, que el narcotráfico, como gestor esencial de la criminalidad, tiene su razón de ser en el mercado consumidor.
De acuerdo con nuestra realidad, la percepción de los gobernantes centroamericanos es correcta, pero no coincide plenamente con la filosofía, por así decirlo, del pensamiento oficial norteamericano, que da más importancia a la producción de la droga que al consumo.
En su última tesis, resulta que los países de tránsito, como son los del Triángulo del Norte regional, también comparten igualitariamente ese rango de importancia, lo que determina la política a seguir en la guerra narco que se libra en suelo mesoamericano, desde México hasta Colombia.
Sin desconocer las capacidades de análisis y operativas de los estrategas que diseñan estas políticas, el solo hecho de que la guerra con el narcotráfico es hasta ahora desigual, por no decir fracasada, sugiere una revaloración, tal como lo plantean los presidentes de Honduras, Guatemala y El Salvador, lo cual representa, a no dudarlo, un reto estratégico para Estados Unidos.
Para los pueblos centroamericanos el abordaje de este terrible problema de la violencia y la criminalidad tiene una perspectiva distinta, que se centra en la creación de oportunidades y de empleo para reducir la pobreza, dinamizar la producción y empujar el desarrollo económico y social.
Cuando, en medio de la debacle, se plantean proyectos regresivos en materia de seguridad nacional, como ése de fusionar la policía con las fuerzas armadas, nos asalta el temor de que, en vez de emprender una revisión del modelo fallido, se intenta profundizarlo, lo que traería consecuencias todavía más graves en todos los órdenes, político, económico, social y cultural.
Esa preocupación, compartida por casi todos los sectores de nuestra sociedad, no debería ser tomada a la ligera. Ni por parte de nuestro gobierno como tampoco por Estados Unidos.
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