domingo, 30 de octubre de 2011
Don Porfirio
Tiempo
Por Víctor Meza
Conocí a don Porfirio Lobo, actual presidente de la República, allá por los años 2003 o 2004. Fue en los tiempos en que gobernaba el país el señor Ricardo Maduro y el señor Lobo era el jefe del Poder Legislativo. Alguien le recomendó que debíamos reunirnos y conversar. Y así lo hicimos. ¿Lo recuerda, señor presidente? Fue en su oficina, en una sala privada adjunta al salón principal, ahí justo, en ese sitio, almorzamos usted y yo y platicamos largamente sobre tantas y tantas cosas que nos resultaban entonces afines y comunes.
Después, mucho tiempo y mucha historia después, nos volvimos a encontrar. Esta vez fue en su casa, en el mes de septiembre del año 2009, tres meses después del zarpazo en contra del orden constitucional de nuestro país. ¿Lo recuerda, señor presidente?. Le propuse entonces, en nombre del todavía presidente constitucional Manuel Zelaya, que condenara usted el golpe de Estado y que, además, exigiera el retorno del presidente constitucional al ejercicio legítimo de su poder presidencial. Usted me dijo lo siguiente: es un buen consejo, el mismo que me ha dado mi asesor internacional, pero no lo puedo aceptar. Ante mi asombro y cuestionamiento, usted replicó: no lo puedo hacer, aunque es una buena idea, porque me harían mucho daño las iglesias, a tal punto que podría perder las elecciones. Yo le dije: las iglesias, don Porfirio, después del golpe de Estado, están muy desprestigiadas y su credibilidad está por los suelos. No, replicó usted, tú no tienes idea del nivel de religiosidad de nuestra gente; no puedo olvidar eso; ello me produjo la derrota del 2005 y no puedo permitirme otra vez el lujo de ese riesgo.
Comprendí que su convicción, aunque cuestionable, era muy fuerte y que, por lo mismo, se volvía inconmovible y sólida. Hoy, dos años después de aquella conversación, compruebo, no sin cierta desilusión y congoja, que usted sigue siendo el mismo hombre de entonces, indeciso y vacilante, dudoso y excesivamente cauteloso ante los poderes fácticos que representan las iglesias y los militares. Es usted, presidente Lobo, un hombre atenazado por temores atávicos y por miedos constantes que se originan en los poderes económicos, formales e informales, que aprisionan y mantienen cautiva a la sociedad hondureña. Pensé, debo decirlo, que usted sería diferente. No contaré aquí las cosas que usted me dijo y describió como ofertas de cambio y transformación social. Me limito a recordarle sus mensajes de entonces al presidente Manuel Zelaya, acorralado todavía en ese tiempo en la Embajada de Brasil. ¿Lo recuerda, señor presidente?.
Cuando ganó las elecciones y se convirtió en presidente electo, nos volvimos a reunir, esta vez en las oficinas del Centro de Documentación, en los inicios del mes de diciembre de 2009. Hablamos sobre la eventual salida del hoy ex presidente de su casa refugio de la embajada brasileña. Usted prometió su ayuda y cumplió su promesa. Le agradezco por ello. También hablamos, otra vez, de las modificaciones y reformas que el país necesita, sobre la urgencia de un Plan de Nación, sobre la modernización del Estado y la transformación del sistema político. Coincidimos en muchas cosas y, debo reconocerlo, suscitó en mi ánimo una leve esperanza de renovación y cambio.
Fue así. Usted, hombre decente y noble, se comportó muy bien, muy honesto y limpio. Cumplió su palabra, fue diferente. Lo reconozco y lo valoro. Estoy seguro que el ex presidente Manuel Zelaya también lo hace. Los que conocemos de cerca las interioridades de las negociaciones, de los laberintos íntimos que condujeron a la salida segura del hoy ex presidente de la embajada de Brasil y su marcha y refugio tranquilo en la República Dominicana, sabemos muy bien cuánto debemos agradecer al buen juicio, la entereza y el desinterés de personas que, como usted, contribuyeron a encontrar una salida apropiada a la crisis.
Y, por eso mismo, presidente Lobo, hoy me siento con el antiguo derecho de pedirle, en mi condición de amigo, y a demandar, en mi condición de ciudadano, una respuesta real, verdadera y convincente ante la terrible situación de inseguridad e indefensión en que nos encontramos. Nos merecemos, presidente Lobo, una respuesta. ¿No le parece?.
Por Víctor Meza
Conocí a don Porfirio Lobo, actual presidente de la República, allá por los años 2003 o 2004. Fue en los tiempos en que gobernaba el país el señor Ricardo Maduro y el señor Lobo era el jefe del Poder Legislativo. Alguien le recomendó que debíamos reunirnos y conversar. Y así lo hicimos. ¿Lo recuerda, señor presidente? Fue en su oficina, en una sala privada adjunta al salón principal, ahí justo, en ese sitio, almorzamos usted y yo y platicamos largamente sobre tantas y tantas cosas que nos resultaban entonces afines y comunes.
Después, mucho tiempo y mucha historia después, nos volvimos a encontrar. Esta vez fue en su casa, en el mes de septiembre del año 2009, tres meses después del zarpazo en contra del orden constitucional de nuestro país. ¿Lo recuerda, señor presidente?. Le propuse entonces, en nombre del todavía presidente constitucional Manuel Zelaya, que condenara usted el golpe de Estado y que, además, exigiera el retorno del presidente constitucional al ejercicio legítimo de su poder presidencial. Usted me dijo lo siguiente: es un buen consejo, el mismo que me ha dado mi asesor internacional, pero no lo puedo aceptar. Ante mi asombro y cuestionamiento, usted replicó: no lo puedo hacer, aunque es una buena idea, porque me harían mucho daño las iglesias, a tal punto que podría perder las elecciones. Yo le dije: las iglesias, don Porfirio, después del golpe de Estado, están muy desprestigiadas y su credibilidad está por los suelos. No, replicó usted, tú no tienes idea del nivel de religiosidad de nuestra gente; no puedo olvidar eso; ello me produjo la derrota del 2005 y no puedo permitirme otra vez el lujo de ese riesgo.
Comprendí que su convicción, aunque cuestionable, era muy fuerte y que, por lo mismo, se volvía inconmovible y sólida. Hoy, dos años después de aquella conversación, compruebo, no sin cierta desilusión y congoja, que usted sigue siendo el mismo hombre de entonces, indeciso y vacilante, dudoso y excesivamente cauteloso ante los poderes fácticos que representan las iglesias y los militares. Es usted, presidente Lobo, un hombre atenazado por temores atávicos y por miedos constantes que se originan en los poderes económicos, formales e informales, que aprisionan y mantienen cautiva a la sociedad hondureña. Pensé, debo decirlo, que usted sería diferente. No contaré aquí las cosas que usted me dijo y describió como ofertas de cambio y transformación social. Me limito a recordarle sus mensajes de entonces al presidente Manuel Zelaya, acorralado todavía en ese tiempo en la Embajada de Brasil. ¿Lo recuerda, señor presidente?.
Cuando ganó las elecciones y se convirtió en presidente electo, nos volvimos a reunir, esta vez en las oficinas del Centro de Documentación, en los inicios del mes de diciembre de 2009. Hablamos sobre la eventual salida del hoy ex presidente de su casa refugio de la embajada brasileña. Usted prometió su ayuda y cumplió su promesa. Le agradezco por ello. También hablamos, otra vez, de las modificaciones y reformas que el país necesita, sobre la urgencia de un Plan de Nación, sobre la modernización del Estado y la transformación del sistema político. Coincidimos en muchas cosas y, debo reconocerlo, suscitó en mi ánimo una leve esperanza de renovación y cambio.
Fue así. Usted, hombre decente y noble, se comportó muy bien, muy honesto y limpio. Cumplió su palabra, fue diferente. Lo reconozco y lo valoro. Estoy seguro que el ex presidente Manuel Zelaya también lo hace. Los que conocemos de cerca las interioridades de las negociaciones, de los laberintos íntimos que condujeron a la salida segura del hoy ex presidente de la embajada de Brasil y su marcha y refugio tranquilo en la República Dominicana, sabemos muy bien cuánto debemos agradecer al buen juicio, la entereza y el desinterés de personas que, como usted, contribuyeron a encontrar una salida apropiada a la crisis.
Y, por eso mismo, presidente Lobo, hoy me siento con el antiguo derecho de pedirle, en mi condición de amigo, y a demandar, en mi condición de ciudadano, una respuesta real, verdadera y convincente ante la terrible situación de inseguridad e indefensión en que nos encontramos. Nos merecemos, presidente Lobo, una respuesta. ¿No le parece?.
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