La Nuestra Tierra
Por Fedecepeda
[Photo by Zé.Valdi on Foter.com]
Como pueden comprobar cada día en las noticias, casi en todas las comarcas montañosas y menos pobladas de nuestra geografía han surgido numerosos proyectos para la instalación de parques eólicos o fotovoltaicos. Basta con hacer una sencilla búsqueda en Google para comprobar que, en comunidades autónomas como Galicia, Cataluña, Aragón, Castilla y León o en Andalucía, se cuentan por cientos los proyectos que han sido aprobados o se están en tramitación. Más allá de la controversia que estos proyectos suscitan, se intuye que detrás de esta fiebre por las energías renovables se esconden otros intereses más espurios que la protección del medio ambiente y la lucha contra el cambio climático.
Bien. A diferencia de todos esos opinadores que trabajan para defender los intereses de las empresas energéticas, la mía es una opinión independiente. Además, aunque desgraciadamente los historiadores no tenemos capacidad de predecir el futuro, sí que podemos barruntar por dónde puede ir los tiros considerando experiencias pasadas. Y ya les adelanto que lo que se intuye es un gran PUFO.
Lo que está pasando se parece mucho a lo ocurrido en alguna otra época histórica y son muchos los casos que se podrían traer aquí a colación. Uno de los mejores ejemplos es la llamada ‘crisis del ferrocarril’ de mediados del siglo XIX. Yo me limitaré a dar unas pinceladas, pero si ustedes tienen inquietudes sobre el tema hay una amplia bibliografía disponible; entre otros, Jordi Nadal o Gabriel Tortella, prestigiosos historiadores de la economía lo han tratado.
Todo se remonta a 1855, año en el que fue aprobada la Ley de Bases de los Ferrocarriles. Ya se contaba con la Ley de Desamortización de los comunales y en 1856 fue creado el Banco de España y promulgada y la Ley de Sociedades Anónimas de Crédito. Es decir, se disponía de una ley que impulsaba la construcción de líneas de ferrocarril y de leyes que facilitaban a las empresas el acceso a los capitales necesarios.
Dicho y hecho. Mientras en 1857 se contaba con 672 kilómetros de vías férreas, 10 años más tarde ya había más de 5.000 kilómetros construidos. Por todos los sitios surgieron compañías y proyectos ferroviarios ¿Les suena o ven algún paralelismo con la actualidad?
Pues bien. Seguimos. Antes de 1864 habían sido constituidas más de 22 sociedades y más de 1.500 millones de las pesetas de la época fueron invertidas en el ferrocarril. En cierta manera, se consideraba que los caminos de hierro eran la ‘panacea’ para modernizar el país y resolver de golpe todos los problemas económicos de España. Pero ya veremos que no sólo no fue así, sino que fue una ‘oportunidad perdida’ para fomentar la industria nacional; por un lado, se quitaron los aranceles a las importaciones ferroviarias con lo que todo el material rodante (maquinaria y vagones) era extranjero; incluso se importó el hierro para las vías por ser más barato que el producido en España y se llegó a traer de fuera maderas para las traviesas. Por supuesto: los ingenieros también eran extranjeros. Por otro lado, al destinarse ‘todas’ las inversiones al ferrocarril fueron desatendidos otros sectores económicos como la industria o la agricultura también necesitados de capitales.
El tren era la moda y todo el mundo quería invertir ahí. Como es lógico, las compañías ferroviarias veían cómo su cotización en la Bolsa subía, subía y subía…
Pero como ustedes saben, todo lo que sube, baja.
Y así fue en este caso. Enseguida se vio que los ingresos de las compañías ferroviarias no crecían o incluso caían. Se disponía de una red radial de ferrocarriles fabulosa, de las mejores de Europa, pero los trenes iban vacíos o casi vacíos. No había demanda para tanto tren. Poco a poco, se vio que el tren no era tan rentable y los inversores empezaron a retirarse, con lo que las acciones empezaron a bajar. Las compañías ferroviarias no podían pagar sus deudas y, junto con las sociedades de crédito, empezaron a quebrar. El Estado salió al rescate endeudándose, pero la bola era imparable. El malestar social era generalizado: los pequeños inversores habían perdido sus ahorros, los obreros no cobraban o habían perdido su trabajo y la desamortización había empeorado las condiciones de una gran mayoría de campesinos; además las malas cosechas de esos años provocaron diversas ‘crisis de subsistencias’. En 1868, un grupo de militares bajo el mando del almirante Topete y el general Prim se pronunciaron contra el Gobierno, culpando a la reina Isabel II de la situación. Unos días más tarde, la reina huyó a Francia —ya ven que lo de huir cuando la cosa se pone mal, no es nuevo— y se puso en marcha un intento de establecer un régimen político democrático.
¿Se preguntarán qué tiene que ver el ejemplo de los ferrocarriles con las renovables? Pues bien, vayamos por partes. En el caso del ferrocarril parece haber habido un exceso de inversión o al menos la incapacidad del Estado para gestionar de forma eficiente las inversiones realizadas. En el caso de las renovables se corre el riesgo que de la capacidad instalada supere la demanda de energía y que estos proyectos sean inversiones fallidas.
Respecto a la demanda de energía eléctrica es interesante la opinión de expertos como Antonio Turiel, responsable del blog The Oil Crash, autor del libro “Petrocalipsis” y que hace unos días compareció en el Senado delante de la Comisión para la Transición Ecológica. A. Turiel —que además es leonés—, en diversas entrevistas lo ha dejado bien claro; por ejemplo, aquí, al ser preguntado si vistas las necesidades energéticas, era necesario construir más parques eólicos o huertos solares, contesta:
“La pregunta es para qué. En España tenemos ahora mismo 110 GW de potencia eléctrica instalada, mucha más de la que usamos. El máximo de consumo de electricidad fue de 45 GW, en julio del 2008, y desde entonces ha ido disminuyendo. Si instalamos más parques eólicos y solares, aumentaremos la capacidad de producir energía eléctrica; pero si no consumimos más electricidad, ¿para qué sirve? Este es el punto central del debate: se está haciendo creer que la cuestión gira entorno a la instalación de más sistemas de energías renovables, pero el hecho es que nosotros necesitamos fuentes de energía que no son eléctricas. La electricidad representa algo más del 20% de la energía final que consumimos, pero el resto [de energía que consumimos] no es eléctrica, y es muy difícil o imposible de electrificar. ¿Para qué queremos más electricidad?”
Más claro, agua. Como el propio Turiel explica en algún otro lugar, tampoco se prevé un fuerte incremento de la demanda de electricidad. Se habla del coche eléctrico, pero no se espera que, a corto plazo, éste sustituya al coche con motor de combustión: a pesar de todas las ayudas e incentivos, en 2019 fueron matriculados en España 5.452 coches eléctricos, un 0,8% del total de vehículos matriculados. Por otro lado, hay sectores como el transporte de mercancías por carretera o mar, o la aviación, en los que no se puede utilizar la energía eléctrica de forma eficiente. Y ese es otro tema: la eficiencia.
En relación a la eficiencia no me refiero a la captura de energía que, todo sea dicho, no está exenta de problemas (variabilidad, por ejemplo, con periodos en los que no se puede producir energía), sino a la eficiencia económica, o ‘rentabilidad’ por llamarlo de alguna manera. Por una parte, parece que ambas —la eólica y la fotovoltaica— son energías ‘económicamente’ competitivas; en buena medida lo son porque se trata de un mercado oligopólico con una factura eléctrica abusiva. Por otro lado, cabe notar que en los costes de producción de la energía eléctrica no se incluyen los costes ‘sociales’ o ‘ambientales’. Pues sí, aunque generalmente estos costos no se computan —ya que no los pagan las empresas ni los usuarios finales— habría que contabilizarlos y entonces el resultado sería otro y quizás estos proyectos no fuesen tan ‘rentables’. Y se podría poner como ejemplo Riaño —en la montaña leonesa— donde, para beneficio de una empresa y unos pocos regantes, se destruyó la vida económica de un valle entero.
En fin. Volviendo al tema. Al igual que sucedió con el ferrocarril, por un lado, se dispone de una ley que ‘incentivará’ estas inversiones —está en tramitación el proyecto de Ley de Cambio Climático y Transición Energética que impulsa la transición hacia una economía más eficiente y basada en tecnologías renovables en todos los sectores de la economía— y por otro se cuenta con abundantes fondos europeos, llámese Plan de Recuperación para Europa (Next Generation EU) o Pacto Verde Europeo (European Green Deal). El peligro es evidente…
Sería un burro si yo dudase de las bondades de las energías renovables. Pero esta proliferación de parques solares y eólicos no va de energías renovables sino de especulación. Si todo sigue así, muchas de estas instalaciones acabarán infrautilizadas en el mejor de los casos, como el ferrocarril en el siglo XIX; o abandonadas y la inversión perdida, como ocurrió en su momento en la provincia de León con la ferrería de San Blas en Sabero o la Azucarera Vasco-Leonesa de Boñar, de las que les hablaré en otro momento.
Es mucho dinero el que hay por el medio. Por eso no es extraño que las grandes eléctricas nos traten de vender las bondades de estos proyectos eólicos o fotovoltáicos. Sin embargo, el manejo de estos asuntos es muy turbio y ha habido una sospechosa connivencia entre políticos y empresas eléctricas con fraudes y delitos incluidos —acá una muestra— lo que añade aún más motivos para desconfiar.
Visto lo visto —y atendiendo a las experiencias del pasado— se intuye que lo de los parques eólicos y los huertos solares acabará siendo un gran pufo. No les voy a insistir, pero ya saben ustedes quien acaba pagando los platos rotos y los rescates si estos grandes proyectos quiebran… y ejemplos sobran: autopistas radiales, proyecto Castor, etc.
En fin. Avisados están…
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