Viento Sur
Por Alain Bihr
El vampiro es una figura mitológica antigua, común a numerosas culturas. En Europa se popularizó especialmente en la parte oriental y en los Balcanes 1/, donde las creencias en los vampiros y sus ritos particulares siguen muy vivas en la actualidad, sobre todo en determinadas regiones de Rumanía 2/.
La figura del vampiro, tal como la conocemos hoy, se deriva de esas creencias y ritos, aunque no sin haber sido objeto de deformaciones y malinterpretaciones 3/. Una primera fuente sería la de los comerciantes sajones que se habían establecido en las poblaciones de Transilvania durante el siglo XII, donde habían obtenido privilegios comerciales, en especial la exención de impuestos. Estos privilegios fueron impugnados a mediados del siglo XV por el voivoda (príncipe) de Valaquia Vlad III Basarab, llamado Vlad Tepes (Vlad el Empalador), también llamado Draculea porque su padre Vlad II era apodado Vlad Dracul (Vlad el Diablo). El rigor de las sanciones infligidas por Vlad III a los comerciantes recalcitrantes, que podían llegar hasta la pena de muerte, le valdría muy pronto el calificativo de príncipe sanguinario en la correspondencia de estos comerciantes con sus colegas occidentales, dando así a luz la leyenda del Drácula vampiro 4/.
En el conjunto de la literatura europea del siglo XIX que se ocupa de él, el vampiro presenta una doble característica. Por un lado, es un muerto viviente, un muerto que para mantenerse en vida tiene que chupar la sangre de sus presas, que constituye para él una especie de elixir de larga vida, capaz no solo de mantenerle vivo, sino también de conferirle la eterna juventud; y su vitalidad aumenta con el número de sus víctimas. Por otro lado, no contento con nutrirse de su sustancia vital, tiene el poder de transformar a estas, a su vez, en vampiros, comunicándoles en cierto modo su propia naturaleza. El vampiro se dedica así a apropiarse de sus víctimas por partida doble: absorbe sus fuerzas al mismo tiempo que las habita y las metamorfosea.
No obstante, el vampiro no es todopoderoso. Carece de sombra y no se refleja en un espejo. La luz le indispone o incluso puede serle fatal, y tiene que pasar el día recluido en su tumba o su ataúd. El ajo le horroriza, del mismo modo que el crucifijo, el rosario o el agua bendita. Y es posible deshacerse de él atravesándole el corazón, decapitándole o quemándolo en una hoguera. ¡Y los espíritus fuertes añadirán que con toda seguridad no resiste la risa burlona de quien no cree en él!
Cómo el capital absorbe su energía vital de la clase trabajadora
Espíritu fuerte donde los haya, Karl Marx no dejó de recurrir a esta misma figura del vampiro en su obra mayor, El Capital 6/. Ahí se puede escuchar el eco de la gloria literaria de esta figura en su época, de la que sin duda tuvo conocimiento, al menos de oídas 7/, como prolongación de la tradición de la Ilustración, que también le era familiar. Pero ocurre asimismo, más en general, que Marx se inspira de forma abundante en la tradición literaria, desde los autores antiguos (Homero, Hesiodo, Jenofonte, Virgilio) hasta los contemporáneos (Eugène Sue, Heinrich Heine), sin olvidar a los grandes clásicos (sobre todo Dante y Shakespeare), que conocía bien; del mismo modo que no duda en recurrir a menudo al viejo fondo mitológico y a las tradiciones religiosas judía y cristiana, que ofrecen múltiples recursos retóricos cuando se utilizan en modo irónico o crítico. Y el uso por parte de Marx de la figura del vampiro para analizar esta relación social que es el capital nos proporciona un ejemplo convincente.
Es básicamente en la sección III del Tomo I de El Capital, en particular en su capítulo VIII, titulado “La jornada de trabajo” 8/, donde se concentran los pasajes en los que Marx desarrolla la metáfora del capital-vampiro 9/. En lo que precede a esta sección, Marx ha podido definir el capital con lo que él mismo denomina su fórmula general, D – M – D’ (siendo D’ > D), donde D representa el valor en forma de dinero y M el valor en forma de mercancía. El capital se define así como un valor en proceso, o sea, un valor que se conserva y se incrementa en un proceso de incesante circulación de mercancías y dinero. Puesto que Marx supone (en ese momento de su análisis) que las mercancías se intercambian estrictamente por su valor, esta fórmula general es una contradicción en sus términos, salvo que se suponga que existe una mercancía que se puede intercambiar por dinero al tiempo que se conserva y se valoriza, o dicho de otro modo, una mercancía capaz de conservar y de valorizar el dinero por el cual se intercambia.
El caso es que esa mercancía existe, efectivamente. Es la fuerza de trabajo, a condición de que se emplee (se active, se ponga a trabajar) de manera que aporte trabajo en una forma susceptible de generar valor, o sea, un trabajo socialmente necesario, un trabajo que responda a una necesidad social y cuyas condiciones de empleo se ajusten a la media de intensidad, productividad y calidad del ámbito social y de la época histórica en cuestión. La existencia de esta mercancía presupone a su vez la de aquel que Marx denomina irónicamente el “trabajador libre”, libre desde un doble punto de vista: libre (desposeído) de todo medio de producción propio, léase expropriado, que no posee más que su fuerza de trabajo (su potencial productivo), que sin embargo es incapaz de utilizar por sí mismo porque carece de los medios de producción; y libre de su persona, liberado de toda relación comunitaria y personal de dependencia, pero también de asistencia, pudiendo disponer libremente de sí mismo y de sus facultades, pero no pudiendo contar más que consigo mismo y estas sus facultades, siendo el único uso que puede hacer de ellas el ponerlas a disposición de otros, siempre y cuando estos últimos puedan utilizarlas (y dispongan a su vez de medios de producción) y les interese, puesto que este es su interés.
Partiendo de estas premisas, Marx se dispone, en la sección III, a explicar cómo el capital puede existir como valor en proceso realizando su fórmula general, convirtiendo así en capitalista al mero poseedor de dinero, digamos que de una cantidad D. Para ello, hace falta y basta con que el dinero D se cambie por dos categorías de mercancías M: medios de producción (materiales e instrumentos de trabajo) y fuerzas de trabajo, y que unas y otras se combinen de tal manera que produzcan una nueva mercancía M’, cuyo valor D’ realizado con su venta sea superior a D. Según Marx, esto es posible porque la fuerza de trabajo, sobre la que el capitalista ha adquirido un derecho de uso en el marco de una relación de fuerzas entre él y el trabajador asalariado, regulado jurídicamente o no, posee una doble propiedad: por un lado, la de conservar el valor de los medios de producción consumidos en el curso del proceso de producción, traspasándolo al nuevo producto-mercancía; por otro lado, la de crear un valor superior a su propio valor, el que el capitalista ha entregado al trabajador libre a cambio de su fuerza de trabajo en forma de un salario, constituyendo la diferencia entre ambos valores la famosa plusvalía o valor añadido (traducción del alemán Mehrwert). Al final del proceso de producción y de venta del producto-mercancía resultante, el capitalista recupera su inversión inicial incrementada con esta famosa plusvalía.
En estas condiciones, el capitalista tiene todo el interés del mundo en que el trabajador asalariado cree tanto valor como sea posible por encima del valor de la fuerza de trabajo, determinado, al igual que el de cualquier otra mercancía, por la cantidad de trabajo necesaria para producirla 10/. Suponiendo que el salario sea equivalente a este último (es decir, que la fuerza de trabajo se pague por su justo valor, regla que el desequilibrio entre capitalista y trabajador asalariado en el mercado de trabajo permite a menudo saltarse a la torera, fijando un precio de la fuerza de trabajo inferior a su valor), esto implica que se le haga rendir el máximo trabajo posible por encima del trabajo necesario para la producción de la fuerza de trabajo, es decir, el máximo se trabajo excedente. Con este fin, el capital puede recurrir a tres factores: el número de trabajadores, la duración del trabajo y la intensidad del trabajo. Dicho de otro modo, para el capital se trata de emplear el máximo de trabajadores, cualquiera que sea su edad o su sexo; de hacerles trabajar el mayor tiempo posible en la jornada, la semana, el año o la vida entera; y de exigir de ellos que rindan el máximo de trabajo por unidad de tiempo de trabajo, es decir, de densificar su esfuerzo productivo.
La exposición de las modalidades y formas de esta explotación extensiva de la fuerza de trabajo ofrece a Marx la ocasión de recurrir a la metáfora del capital-vampiro, explícita o implícitamente. En el proceso de producción, el capital se presenta ante el trabajador como cierta cantidad de trabajo muerto, pretérito, materializado en los medios de producción (materiales e instrumentos de trabajo), que busca extraer del trabajador el máximo de trabajo vivo por encima del trabajo necesario para su mantenimiento. Lo que es la sangre de sus víctimas para el vampiro, lo es para el capital el trabajo vivo, o sea, el uso de la fuerza de trabajo, su activación en el proceso de trabajo y por obra del mismo, la sustancia que el capital chupa, es decir, bombea y absorbe, con toda la avidez que implica el hecho de que se trate de este elixir de eterna juventud, el único que le permite existir y persistir en la existencia, aunque para ello tenga que llegar hasta el extremo del agotamiento total del trabajador:
Ahora bien, el capital tiene una única pulsión vital: valorizarse, crear sobrevalor, bombear con su parte constante, los medios de producción, la mayor cantidad posible de sobretrabajo. El capital es trabajo muerto, que no se anima más que chupando como un vampiro el trabajo vivo, y que está tanto más vivo cuanto más chupa (página 259).
Hay que reconocer que nuestro trabajador no sale del proceso de producción en el mismo estado en que entró. Se presentó en el mercado como poseedor de la mercancía fuerza de trabajo, frente a otros poseedores de mercancías, de igual a igual. El contrato por el que vendió su fuerza de trabajo al capitalista demostraba en cierto modo negro sobre blanco que disponía libremente de sí mismo. Sin embargo, una vez cerrado el trato, se descubre que no es un agente libre, que el tiempo por el que es libre de vender su fuerza de trabajo es el tiempo por el que está forzado a venderla, que en realidad el vampiro que le chupa no suelta a su presa “mientras le quede todavía un músculo, un nervio, una gota de sangre que explotar” (páginas 337-338).
Porque la sed de trabajo vivo, y sobre todo de su parte de sobretrabajo, que da vida al capital es tan grande que tiende a llevar la duración y la intensidad del trabajo más allá de todos los límites fisiológicos, por no decir físicos, hasta el agotamiento total de los trabajadores:
El capital constante, los medios de producción, vistos desde el punto de vista del proceso de valorización, no existen más que para absorber trabajo, y con cada gota de trabajo una cantidad proporcional de trabajo excedente. Mientras no lo hagan, su mera existencia constituye una pérdida negativa para el capitalista, pues representan, durante el tiempo en que están en barbecho, un adelanto de capital inútil, y esta pérdida se torna positiva tan pronto como la interrupción genera gastos suplementarios para la nueva puesta en marcha de la producción. La prolongación de la jornada de trabajo hasta la noche, más allá de los límites de la jornada natural, solo tiene un efecto paliativo, no sacia más que aproximadamente su sed vampírica de trabajo vivo. De ahí que la pulsión inmanente de la producción capitalista consista en apropiarse del trabajo durante cada una de las 24 horas del día. Pero dado que esto es físicamente imposible (las mismas fuerzas de trabajo serían succionadas entonces de forma continua, día y noche), es necesario, para superar este obstáculo físico, alternar las fuerzas de trabajo consumidas durante el día y la noche; esta alternancia autoriza diferentes métodos y puede, por ejemplo, organizarse de manera que una parte del personal obrero asegure una semana de servicio diurno y después un servicio nocturno la semana siguiente, etc. (páginas 286-287).
Para poder chupar de este modo la fuerza de trabajo, para poder absorber el máximo de trabajo vivo y trabajo excedente, el capital necesita instrumentos que sean el equivalente a los dientes caninos y las mandíbulas del vampiro. Materialización de un trabajo muerto, los medios de producción, que el trabajador activa y transforma, se lo facilitan y por lo demás no tienen ninguna otra función que permitir al capital absorber el trabajo vivo realizado durante el proceso de producción y absorber el máximo posible:
(…) los Sanderson tienen más cosas que hacer que fabricar acero. Si hacen acero, es un mero pretexto para tener más. Los hornos de fundición, las laminadoras, etc., los edificios, la maquinaria, el hierro, el carbón, etc. tienen más cosas que hacer que transformarse en acero. Están ahí para chupar trabajo excedente y, como es natural, absorben más en 24 horas que en 12. De hecho, conceden a los Sanderson, en nombre de Dios y del Derecho, una asignación por el tiempo de trabajo de cierto número de brazos durante todas las 24 horas de la jornada, y perderían su carácter de capital y no representarían más que una pérdida neta para los Sanderson tan pronto como se viera interrumpida su función de absorción de trabajo (páginas 293-294).
Y esta función de bomba extractora de trabajo excedente, de sanguijuela de trabajo excedente, de sanguijuela de la fuerza de trabajo, los medios de trabajo (herramientas, máquinas, locales industriales, etc.), al igual que los materiales de trabajo (materias primas, materiales auxiliares, fuentes de energía, etc.), la adquieren cuando operan en el marco de las relaciones capitalistas de producción, es decir, cuando se convierten en medios de explotación del trabajo asalariado:
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