jueves, 3 de junio de 2021

David Beriain, reportero de guerra


Publico.es

Por David Torres 

En una cena el noviembre pasado, mi gran amigo Pablo Yuste le preguntó a David Beriain si no estaba cansado de convivir con el peligro, por qué no pasaba el testigo de reportero de guerra a las nuevas generaciones mientras él disfrutaba produciendo documentales desde la sala de máquinas. Tenía gracia que fuese precisamente Pablo quien le preguntase eso, un tipo que lleva décadas salvando vidas y jugándose la propia en los peores conflictos y catástrofes de la actualidad. Si alguien que ha estado en las guerras de Yemen, de Irak y de Afganistán, en el maremoto de Indonesia, en el terremoto de Haití y en los campos de refugiados de Sudán, te dice que a lo mejor deberías dejarlo, significa que tu trabajo entraña mucho riesgo y que quizá tanto riesgo no merezca la pena.

Yo acababa de conocer a mi tocayo aquella misma noche y pensé que iba a responder con alguno de los clásicos tópicos del periodista de raza: la adrenalina, la aventura, el coraje, el olor a napalm por la mañana, la imposibilidad física y psicológica de quedarse sentado tranquilamente en un sillón mientras al otro lado del mundo un país arde en llamas. Pero Beriain se rascó la cabeza despacio y comentó que no había nuevas generaciones, que ninguno de los chavales con los que trabajaba tenía ganas de coger el testigo, cargar con la mochila, la libreta y la grabadora, y lanzarse al corazón de las tinieblas para intentar explicar el infierno. En cierto modo, añadió, lo entendía, porque cuando él empezó era otra historia, otra época, un tiempo en que ya empezaba a extinguirse la épica del reportero de guerra, y los periódicos y las televisiones no querían o no podían asumir los gastos de enviar a un corresponsal en medio de una ciudad bombardeada.

Sí, David Beriain fue uno de los últimos representantes -también de los mejores- de esa estirpe límite del periodismo que en este país ha dado ejemplares de la talla de Manu Leguineche, Miguel de la Quadra-Salcedo o Jesús González Green. Un día decidió tomar las riendas en persona, asociarse con un par de amigos y montar una productora, 93 metros, con la que empezó a dirigir, grabar y montar documentales para los canales DMAX, Discovery y Movistar, historias escalofriantes sobre el ejército fantasma de la CIA en la guerra de Vietnam, sobre el narcotráfico en México y Colombia, sobre el tráfico de cuernos de rinoceronte en Sudáfrica y Mozambique, sobre los saqueadores de tumbas precolombinas en Perú, sobre el cártel de Sinaloa o sobre la mafia albanesa.

Antes, como corresponsal en La Voz de Galicia, fue enviado especial en Afganistán y en la segunda guerra de Irak. Prácticamente, durante las últimas décadas no hubo conflicto armado al que no acudiera y del que no informara desde primera línea: en Libia, en Congo, en Sudán o en las entrañas mismas de las FARC colombianas. Ayer por la mañana, la noticia de su asesinato junto con el cámara Roberto Fraile en una emboscada en Burkina Faso venía envuelta en la sorpresa, el dolor y las imprecisiones de las prisas: no fueron yihadistas quienes los mataron, sino una banda de criminales mientras realizaba un documental sobre la caza furtiva en la zona. Sin poder creerlo todavía, revisé el último mensaje de guasap que me envió hace una semana: «Hola David. Estoy en Burkina Faso. Grabando. Vuelvo en un par de semanas. Necesitas algo urgente?»

En uno de los documentales de Clandestino, la serie estrella de 93 metros, se ve a Beriain comentarle a un baby narco colombiano: «Veo que llevas a Bin Laden en la culata de la pistola». El niñato, con varios asesinatos impunes a la espalda, responde de tal manera que queda claro que no le importaría añadir otro a la cuenta allí mismo. Sí, David Beriain sabía de sobra que trabajaba en la profesión más bella y peligrosa que existe, la de intentar explicar el infierno, la de mostrarnos en carne viva la otra cara del mundo, el mismo oficio loco y privilegiado que se llevó por delante a Julio Fuentes, a Luis Valtueñas, a Juantxo Rodríguez, a José Couso, a Miguel Gil y a tantos otros. Desde ayer los nombres de David Beriain y Roberto Fraile forman parte de esa lista sagrada y hoy nosotros estamos un poco más ciegos, más mudos y más sordos. Pensémoslo cada vez que leamos un reportaje de guerra en un periódico o veamos un documental bélico en un canal privado. Ese es el precio que pagamos y ése es el precio que pagan los reporteros de guerra.


No hay comentarios: