miércoles, 23 de octubre de 2019

El otro totalitarismo

Rebelión

Por Antonio Lorca Siero

Respondiendo a una apreciación realista, en los últimos tiempos se nos ha presentado una imagen de totalitarismo, duro, intolerante, violento en extremo, dirigido por un líder temporal y asociado a un determinado Estado, que arrasa, entre otros valores, con las libertades individuales y ha venido a representar el modelo clásico. También, ocasionalmente se ha etiquetado con el mismo nombre a cualquier régimen político que no viene dando cuerda a la democracia, caminando por sendas no convencionales, en cuanto no sigue las pautas generales. En sentido excluyente, como se ha dicho, totalitarismo ha pasado a ser la palabra maldita, dispuesta para ser aplicada a cualquier Estado que no juegue siguiendo las reglas de la mayoría de estados declarados capitalistas. Sin embargo se ha pasado por alto intencionadamente la evidencia de ese otro totalitarismo suave y hasta complaciente que, sin líder ocasional conocido y saltándose los patrones políticos del totalitarismo clásico, marcha globalmente en la misma dirección que aquel desde el monopolio del frente económico. Defensor de las políticas liberales, de la democracia representativa y las libertades personales en el plano político, aunque amordazándolas en cuanto contravienen su doctrina dominante, y ya en su terreno, sometiendo incondicionalmente a las personas a los dictados consumistas.
Las arriesgadas experiencias del pasado siglo, que sin contemplaciones arrasaron ocasionalmente con la libertad de las personas e impusieron una forma única de vivir con pretensiones expansionistas, han pasado a ser ese modelo clásico de totalitarismo recogido en la historia. Agotado su tiempo, no por ello ha de entenderse que la vieja idea que iluminó el totalitarismo haya desaparecido. El totalitarismo es camaleónico, se ha adaptado a las circunstancias, cambiando su estrategia de dominación, pero dejando intacto el principio excluyente y opresor con la finalidad de hacer dóciles a las masas para que sigan su ideología, que postula el dominio total sobre las personas conducidas por elites eventuales. En contra de lo tradicional, no necesariamente hay que observarlo como un producto político, resultado de la aventura ocasional de cualquier grupo arropado tras la pantalla de un Estado, porque puede ser manifestación de cualquier otro poder con capacidad para controlar la vida de las personas, con la suficiente energía como para no dejar espacio que permita ni tan siquiera plantearse que es posible otra forma de vida que la obligada a sobrellevarse. Este es el caso del capitalismo, que ha cegado todas las salidas que pudieran permitir al individuo visionar otras opciones vitales y, ya en su recinto, arremeter contra la pluralidad más allá de su expresión comercial, imponiendo sus condiciones de pensamiento y vida unidireccionales. Ante esta situación, la postura de las personas, al igual que en los otros totalitarismo, es de simple resignación, reconociendo su propia incapacidad para hacerle frente, entregándose al conformismo y a la sumisión.

Característica común de los totalitarismos históricos es el pensamiento único impositivo para con las personas que caen bajo su dominio, llevándolo a la práctica incluso de forma violenta, con la eliminación de cuantos se oponen a sus principios. Hoy, pese a que no se hable abiertamente de totalitarismo, cabe destacar esa ideología que avanza dirigiendo el plano real de la existencia, establecida a nivel global sin apenas contradicción y frente a cuyos dictados no hay escapatoria. No tiene rival, no hay alternativa, y a la postre todos acaban asumiendo esa realidad, sometiéndose a ella acatando su pensamiento dirigido y los preceptos que establece como forma de vida, realizándose de manera contundente a través de la operativa de las empresas capitalistas. Observada en un plano superficial parecería situada en el extremo opuesto del pensamiento totalitario, pero en el fondo su control lo abarca prácticamente todo. Se actúa siguiendo sus dictados que tienen un trasfondo comercial, es, en definitiva, total. Políticamente no tiene Estado, porque no lo necesita al disponer del arma del dinero y operar desde el dominio económico global que carece de fronteras. Para mayor efectividad, la ideología capitalista puede interpretarse como una especie de creencia que, sin violencia explícita, se impone casi por convicción entre las personas, atraídas por el dogma del consumo a nivel mundial. La falacia que postula es identificar consumo con bienestar, y lo hace sin disimulos. Y es aquí donde reside su fuerza de convicción suave, frente a la que solo cabe la sumisión generalizada. Lo que no es óbice para que, al amparo de la suavidad, el conformismo y la tolerancia, se mantenga intacta la opresión de tipo totalitario, porque se niega a las masas su libertad de pensar y obrar en sentido eficaz al margen de las reglas que rigen el consumo.

En el totalitarismo en sentido clásico la ideología se imponía por la fuerza, entendida esta última desde las variadas formas en las que interviene la violencia física o psíquica, y siempre directamente proporcionada a la resistencia en la aceptación de sus principios, mientras que en el nuevo totalitarismo se ejerce la coacción basándose en la simple persuasión desde el atractivo personal del consumo. Con lo que aparenta surgir de la voluntad de uno mismo. Ese sentido de totalitarismo suave, muy discreto, porque no se aprecia a primera vista una fuerza material externa que condicione la toma de decisiones de las personas, pero sí subliminal, arranca desde la explotación a nivel comercial del sentimiento de bienestar material innato en la condición humana. Lograr el ansiado bienestar —aunque al final de la carrera resulte que es inalcanzable—se ofrece a los creyentes de forma sencilla, porque todo viene hecho, basta con entregarse a comprar vida, bajo la forma de los productos facturados por las empresas capitalistas. Luego, cuando se entra en la dinámica del consumo, el bienestar simplemente se hace depender del nivel alcanzado en esa escala que exige tomar una carrera sin fin, hasta entregarse al simple consumismo, donde se diluyen los últimos restos de la auténtica voluntad individual.

El totalitarismo discreto, que ha construido el capitalismo a través de una variedad de empresas dirigidas a procurar una vida mejor, no solamente se soporta en su realidad ideológica excluyente e impuesta que se ha asumido como forma de vivir, una cultura de la que no es posible escapar, sino poniendo a su servicio a las organizaciones estatales e internacionales con sus respectivos aparatos de coacción. Todo se mueve dirigido por la batuta capitalista, de tal manera que aquello que afecta a sus intereses se coloca en primera línea, manteniéndose lo restante en posición de subordinación. No solo la cultura y la organización política se adaptan a sus intereses, incluso la ley y la autoridad resultan sometidas en el fondo, aunque respetándose las formas. Con el capitalismo el totalitarismo se ha perfeccionado. De manera que el totalitarismo de Estado, propio de otra época, ha acabado por ser un simple ensayo de este totalitarismo general capitalista, que ha surgido para superar el modelo de los totalitarismos clásicos. Un totalitarismo que ya no responde solamente a su tradicional sentido político, sino que, desde la palanca económica mueve totalmente la sociedad y su modelo de organización, poniéndolos a su exclusivo servicio.

Hablando del hombre, es positivamente libre en cuanto nadie le obliga a moverse en los dominios del mercado capitalista, tampoco a consumir, pero es tal el sentimiento de culpa por permanecer al margen de lo convencional que hay sensación de alivio cuando se entra en él. A partir de ese momento solo queda el hombre-masa. Ya dentro de la libertad de elección de la mercancía, el influjo de las modas y el espíritu mimético que impone la cultura le arrastran en la línea dominante del mercado si quiere sentirse vivo. Negativamente considerada la libertad tampoco existe, porque el pensamiento aparece dirigido por los fuertes convencionalismo de una sociedad entregada al capitalismo, sujeta a la leyenda del bienestar. Podría llegar a entenderse que la libertad se ha refugiado en internet, pero allí la está esperando el hombre-red —un paso adelante en el avance del totalitarismo capitalista—, que es todavía menos libre, controlado permanentemente por las multinacionales capitalistas del sector, lo que conduce en cualquier terreno a una libertad vigilada, tal y como sucede en cualquier totalitarismo. En este panorama de libertad de cuento no se desaprovecha la ocasión para imponer la fuerza del dinero como conductora de voluntades en una misma dirección y fiel reflejo del mandato del capital. Si no se cumple con el dinero, generando más dinero para cederlo a las empresas, tampoco hay vida, puesto que se limita la opción del consumo y se rebaja el bienestar creado. Irremediablemente la libertad pasa por someterse al dominio del dinero, la dignidad de la persona sigue el mismo camino y la pluralidad se vive dentro del cercado.

Si la tendencia expansionista de la doctrina de los viejos regímenes totalitarios se desarrollaba en términos bélicos, dada su incapacidad de avanzar como doctrina más allá de sus fronteras de opresión, el totalitarismo del capitalismo ha conquistado el mundo de forma relativamente pacífica. Característica innovadora del nuevo totalitarismo ha sido tanto su capacidad para satisfacer necesidades materiales a través de sus empresas, como su envoltorio tolerante, en cuanto a lo que no afecta en sus intereses, ambos le han permitido ganar adeptos en ese plan expansionista, propio de los sistemas totalitarismos. Así resulta que lo ha conquistado todo sin oposición, ya casi no queda mundo libre de su dominio ideológico y material. El mérito reside en que lo ha hecho suavemente, echando mano de la convicción. A salvo, se dice, ha quedado la libertad individual, aunque solo sea para comprar y seguir comprando, lo que permitiría entenderle como un totalitarismo paradójico, puesto que por un lado excluye la divergencia y por otro viene a proponer la libertad, aunque sea condicional y limitada a moverse en el mercado. Pese a todas sus falsas virtudes, no hay nadie más total en el plano de la dominación de las masas que el capitalismo, del que los llamados Estados democráticos son simples peones en el gran tablero de sus operaciones mundiales. 

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