miércoles, 20 de mayo de 2015

Galeano, los escritores y los nadies

Artsenal
Rebelión

Por Camilo de los Milagros 

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los escritores con aniquilar a Eduardo Galeano. Ellos, los buenos escritores, los de verdad, los grandes, imperecederos, inmortales, infinitos y otras cuatro cosas que empiezan por “in” pero que no voy a apuntar. Esos escritores que no se leen, sino que se venden (y aun así no se leen). Esos que no nos recomienda la vecina, sino la editorial. Esos que no ganan afectos, sino premios. Escritores de lentes redondos, de gestos decentes y gustos cobardes, se amamantan en vino extranjero degustando citas incoherentes. Cultos, impolutos, jactanciosos. Esos, los escritores de verdad, odian a Galeano, el escritor de verdades afiladas.
Lo desprecian por autor menor. Galeano, dicen, es un gacetillero de lo mamerto y lo obvio. Es un verbo fácil sobre temas fastidiosos como la pobreza, el imperialismo, el holocausto colonial, el machismo, la unidad latinoamericana, tonterías pasadas de moda, que a un escritor de verdad, de los grandes, de los imperecederos, no le vienen a cuento.
Yo creo que Galeano eligió a consciencia ser un autor menor de edad. Crecer no sólo es aburrido, sino que nos acerca mucho a la muerte. A lo mejor la mayor parte de su obra no sea sino un larguísimo compendio de fragmentos, con retazos de aforismo y breviario, entre la poesía y la anécdota, entre la opinión y el registro, de estilo único, a veces meloso, pero entendible, próximo, entrañable. A lo mejor Galeano es un fabuloso divulgador, un simplificador de discursos áridos y complejos que contra lo que pretenden, no llegan fácilmente a la mayoría social. Es sencillo, es claro, y por lo mismo generoso. Así, su prosa logra moverse, revolcarse, manosearse por muchas partes. Así, su prosa logra vivir. Vive en los bolsillos vacíos del estudiante que anota un párrafo. En el mural coloreado de la sede del sindicato. En el cuento que vuela de boca en boca, de plaza en plaza, de monte en monte, de esta frontera a la otra. En la pancarta de la última manifestación. En el grafiti tembloroso. En la declaración de amor, o de huelga. Galeano escribía para los nadies, los hijos de nadie, los dueños de nada. Los protagonistas de sus historias, los dueños de sus anécdotas, los lectores de sus libros.
Y los escritores de verdad, los imperecederos e intragables, que escriben para la posteridad, juran que Galeano considera a la gente estúpida por esa sencillez, por ese tono cercano, sin arrogancias ni soberbia erudita. Mediocre, le dicen al maestro de la crónica que publicó Nosotros decimos no, y muy a pesar de ello, no suele figurar en antologías. Falto de rigor, le dicen al clásico de Las venas abiertas de América latina, diagnóstico severo, y además, bien documentado. Irrelevante, resentido, le dicen al caminante que escribió Patas arriba, El libro de los abrazos, Memorias del fuego, uno que conocía su continente con pelos y señales y rostros y abismos. Cursi, le dicen al hombre que durmió en los socavones con los mineros de Potosí, que probo ñame y yuca en las chozas de los negros colombianos, que fatigó los cuadernos clandestinos de Memorias del fuego en los escondites de los montoneros. Porque además, Galeano es un personaje de sí mismo, llega a ser un protagonista en primera persona de la América convulsa que narra. Y será lo que sea, menos un autor panfletario. Su pluma es fresca. Tampoco le perdonan eso: refrescar un ideario que muchos quieren ver marchito.
Los escritores de verdad, los serios, detestan a Galeano. Porque a él lo leen y a ellos no, porque a él lo conocen y a ellos no, porque a él lo admiran y a ellos no, pero sobre todo, porque ellos queriendo vender no venden, mientras los libros de Galeano se venden sin querer.
Esos escritores tan importantes, tan serios e inteligentes, seguirán impolutos e incomprensibles. Seguirán leyéndose y premiándose ellos solos. Galeano nunca estará a su medida, por fortuna. Galeano seguirá siendo nada más que Galeano. El de los fueguitos, el consentidor de utopías y tristezas, el que antes de dormir nos cuenta cosas al oído a nosotros, los hijos de nadie, los dueños de nada, los nadies, que valemos tan poquito como sus textos.


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