jueves, 14 de marzo de 2013

Experiencias de desobediencia contra la globalización neoliberal




Rebelión

Por Jónatham F. Moriche

01. ¿De qué hablamos cuando decimos desobediencia?
A lo largo de la Historia, sujetos sociales heterogéneos, en defensa de cosmovisiones y proyectos políticos dispares, han practicado una pluralidad ingobernable de formas de oposición activa al poder constituido. A través de tiempos y geografías, es posible trazar constelaciones de afinidad en fondo y manera, pero no taxonomías exactas ni fronteras impermeables: ¿dónde acaba la no colaboración y empieza la desobediencia, donde acaba la desobediencia y empieza la insurrección, dónde acaba la insurrección y empieza la revolución? ¿En qué se solapa y difiere la desobediencia con la objeción de conciencia, la acción directa o la noviolencia activa? No existe nada parecido a una ciencia exacta de la acción colectiva que ofrezca respuesta precisa y permanente a estas preguntas. Cada episodio de convulsión social es en menor o mayor grado original, y ello nos exige la revisión constante de los conceptos y lógicas que empleamos para esclarecer los acontecimientos y operar sobre ellos. A la pregunta genérica sobre «qué es desobediencia» siempre habrá que añadirle un cuándo y dónde para obtener respuestas de alguna utilidad.

¿Cuáles son las características mínimas que justifican hablar de la desobediencia? Un error corriente es identificar la desobediencia en general con «desobediencia civil», categoría mucho más rígida y restrictiva, que describe una transgresión pública, políticamente motivada, incondicionalmente no violenta, cuyos objetivos deben circunscribirse a la reforma de un aspecto determinado de la legislación vigente. En tanto debe limitarse a la denuncia de la injusticia de una norma legal, pero no puede oponerse más que de forma simbólica a su ejecución, esta desobediencia civil de genealogía ideológica liberal apenas pasaría de ser, en sus interpretaciones más estrictas, una forma excepcional de ejercicio de la libertad de expresión, en la que el ciudadano o ciudadanos apelan a instituciones cuya legitimidad no niegan para que subsanen un capítulo puntual en sus decisiones. Es tan estrecha esta lectura teórica de la desobediencia como desobediencia civil que no es fácil encontrar en la realidad casos químicamente puros del tipo de acción contenciosa que describe.

Existen sin embargo interpretaciones más abiertas, que aspiran a describir el amplio espectro de acciones políticas posibles al margen de la participación institucional, de un lado, y del conflicto armado, del otro. Esta desobediencia ampliada puede negar, no solo la norma legal, sino la legitimidad del legislador, y puede aspirar a la transformación estructural de la sociedad, esto es, puede ser ejercida con fines revolucionarios. Y no se distingue tanto de la violencia en abstracto como de la guerra civil, de la que viene a ser una especie de contrafigura. Esta desobediencia en sentido amplio rechaza el enfrentamiento cruento y directo entre fuerzas armadas formales o informales, pero no excluye el recurso a formas heterogéneas de noviolencia activa, autodefensa, sabotaje y otras.

En tanto lo que les divide puede ser un desacuerdo estructural sobre la forma económica y política de la sociedad, poder constituido y sujeto desobediente bien pueden entenderse, en los casos más extremos, como los bandos de una guerra civil que no llega a estallar, debido a la decisión de los desobedientes de enfrentar el conflicto con medios distintos a los de la guerra civil (ya por principios ideológicos, por conveniencia estratégica o por ambos a un tiempo), sin por ello renunciar a sus máximos objetivos. A esta desobediencia ampliada se la ha denominado, para distinguirla de la desobediencia civil, «desobediencia social», y es la forma más notoria y pujante de la acción política contenciosa contemporánea. Tanto las radicales transformaciones en la forma del mercado, el Estado y las relaciones internacionales que ha traído consigo la globalización, como los igualmente radicales realineamientos en las estructuras históricas de contestación registrados de las últimas décadas, han contribuido a ensanchar y potenciar estas prácticas desobedientes, al mismo tiempo ajenas a las urnas y a las armas, forma característica de la revolución en la era de la plena globalización neoliberal.

02. San Cristóbal, Génova, Madrid, El Cairo
Con la caída del llamado «socialismo real» no sólo se desplazaron las fronteras exteriores del capitalismo, sino también sus fronteras interiores. Ese desplazamiento interior, desde el modelo keynesiano dominante tras la II Guerra Mundial y hacia las posiciones que hoy conocemos como neoliberales, había comenzado en realidad tiempo antes: lentamente desde comienzos de la década de 1970, a mayor velocidad tras las victorias de Thatcher en 1979 en Gran Bretaña y Reagan en 1981 en EEUU, y a velocidad de crucero a partir de la caída del Muro de Berlín. El objetivo del neoliberalismo es el desmantelamiento de la «economía social de mercado», que muchos países centrales del capitalismo habían adoptado durante el medio siglo anterior para modular e institucionalizar el conflicto social. Pero la agenda neoliberal no solo pretende el endurecimiento de las condiciones materiales de vida de las multitudes productivas, sino también un estrechamiento de sus posibilidades de autorrepresentación e intervención política.

«La cuestión de las máquinas de lucha de las cuales el movimiento deberá dotarse para poder vencer», escriben Antonio Negri y Félix Guattari en 1989, queda «completamente abierta» tras el fin de la Guerra Fría (Las verdades nómadas, Akal, Madrid, 1999, p. 61). El 1 de enero de 1994, el llamado Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) lanza desde donde nadie parecía esperarla, el sur campesino de México, una respuesta novedosa a esta cuestión, que sacude, a escala global, a unas fuerzas antisistémicas sumidas durante años en una profunda y melancólica desorientación. Durante apenas unas horas, el EZLN parece comportarse como una guerrilla tradicional, tomando por las armas la localidad chiapaneca de San Cristóbal de las Casas. Pero no se trata, como se comprueba enseguida, de una guerrilla al uso: el EZLN no aspira a medirse con el Estado mexicano en el terreno de las armas, sino de la legitimidad, empleando este inicial y efímero episodio de violencia armada solo como recurso expresivo radical. Los zapatistas abandonan casi inmediatamente sus posiciones en San Cristóbal y se repliegan a la selva Lacandona. Hacen al mismo tiempo una propuesta de negociación al Estado mexicano y, mediante los entonces novísimos medios digitales de comunicación, un llamado a la solidaridad que atraviesa instantáneamente el planeta, conectando amplias redes activistas que se convierten en su mejor defensa frente a la represión estatal. Estas redes no se limitarán a reconocer la legitimidad del modelo de lucha zapatista y apoyarlo en la distancia, sino que, de muy distintas maneras, tratarán de aclimatarlo a sus respectivos territorios y condiciones de actuación.

Una de las más conocidas entre estas adaptaciones de la desobediencia zapatista se produce en Italia, donde, al igual que en México, sujetos y redes activistas antisistémicas buscan una salida alternativa a la disyuntiva entre acción institucional y guerra civil, vías que la experiencia de las pasadas décadas han demostrado agotadas e inútiles para desafiar el orden económico y político vigente. De ahí surge la experiencia de los llamados Monos Blancos y otros colectivos afines, que mediante un uso extendido de la noviolencia activa, la violencia defensiva o el sabotaje material, plantean un conflicto radical frente al Estado, que al mismo tiempo desborda el testimonialismo de la desobediencia civil clásica y esquiva el conflicto molar con la fuerza armada. Los Monos Blancos, pertrechados exclusivamente de estrategias y equipamientos de tipo defensivo, marchan a pesar de las prohibiciones o más allá de los límites autorizados reivindicando la extensión del derecho de participación política, desmantelan físicamente centros de internamiento de inmigrantes para defender el derecho de libre circulación de las personas o realizan distintos tipos de expropiaciones para reclamar el derecho efectivo al sustento, la cultura o la movilidad de las personas.

Con matices en su justificación y ejecutoria, según los distintos sujetos y redes, esta desobediencia ampliada se convierte en una práctica extendida, reiterada y protagónica a lo largo del llamado «ciclo de las contracumbres», a través del cual se va componiendo el plural mosaico del denominado «movimiento antiglobalización»: en Seattle en 1998 contra la Organización Mundial del Comercio, en Praga en 2000 contra el Banco Mundial o en Génova en 2001 frente al G-8, no solo denunciando la ilegitimidad radical de estas instancias de poder globalizado, sino tratando de interferir efectivamente en el desarrollo de sus encuentros mediante cortes de ruta, bloqueo de edificios y otras acciones desobedientes.

Con el cambio de siglo, el acceso al poder de los neoconservadores en EEUU, los atentados del 11 de septiembre y las respuestas bélicas en Afganistán e Iraq señalan una inflexión aún más represiva y autoritaria del proyecto neoliberal a escala global. También a escala global se articulan sus antagonistas, en un vasto y plural movimiento que retoma, extendiéndolas a estratos cada vez más amplios de la población, las prácticas desobedientes del movimiento antiglobalización, a veces recombinada con formas tradicionales de protesta como la manifestación o la huelga. La desobediencia se hace social y pasa a convertirse en un factor a tener en cuenta en el balance global de poderes y contrapoderes. En diciembre de 2001, una pluralidad de sujetos sociales provoca mediante la desobediencia de masas en Argentina un cambio de gobierno que remueve las líneas centrales de la política del país, empezando por el desacato a los imperativos de los deudores financieros internacionales. En España, en marzo de 2004, decenas de miles de personas conectadas a través de las redes antiguerra emplean prácticas desobedientes para quebrar la manipulación informativa del gobierno saliente sobre los atentados de Madrid y acaban provocando su derrota en las urnas. Son los episodios más visibles de una tendencia que se extiende, a pequeña, mediana y gran escala, por todos los rincones del mundo.

El último episodio de esta cadena de desobediencias se desencadena en diciembre de 2010, y de nuevo, como sucedió con la rebelión chiapaneca de 1994, se deslizó desde la periferia hacia el centro: las protestas en una recóndita aldea del desierto tunecino se extienden primero al mundo árabe, luego saltan, a través de España, a la Unión Europea, EEUU o México. Plural, dinámica y en no pocas ocasiones contradictoria, la nueva oleada de desobediencia tiene como marca y práctica en común la ocupación multitudinaria de plazas públicas: Tahrir en El Cairo, Sol en Madrid, Syntagma en Atenas, Zucotti Park en Nueva York,... El balance de estas nuevas revueltas desobedientes contra el despotismo, tradicional o tecnocrático, permanece abierto.
[Editado originalmente en el nº 84 (diciembre de 2012) de Utopía. Revista de Cristianos de Base, publicación de las Comunidades Cristianas Populares, http://www.redescristianas.net]

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