sábado, 3 de septiembre de 2011

Bipartidismo e indiferenciación política



Tiempo

Por Víctor Meza

Un amigo, convencido jugador de las palabras, me dijo alguna vez que el exceso de indiferenciación en las propuestas partidarias producía, inevitablemente, indiferencia política entre los electores. Es como si dijéramos que, ante la abundancia de indiferenciación doctrinaria, desembocamos, más temprano que tarde, en la indiferencia política. ¿Juego de palabras? No. Juego de conceptos y valores. Algo, por supuesto, más complicado. Un juego de ideas. Ocupación de listos.

La indiferencia política en Honduras tiene que ver mucho, aunque no todo, con el bipartidismo, ese sistema tradicional y ya anquilosado de nuestro modelo político que ha permitido mantener, a alto costo y con altibajos, el precario equilibrio social que Honduras ha necesitado para vivir -¿sobrevivir?- sin explotar, sentada en un barril de pólvora casi sin darse cuenta.

La indiferenciación política en el análisis y manejo de los conflictos sociales es, ha sido y sigue siendo una falla peligrosa en el quehacer de los partidos políticos tradicionales. Ambos, por igual, carecen de enfoques analíticos válidos, con la perspicacia y el conocimiento suficientes para entender la naturaleza del problema y la mejor manera de buscarle soluciones apropiadas. Si queremos un ejemplo que ilustre esta afirmación basta volver los ojos hacia el Bajo Aguán para confirmar la tesis.

Hace algunos años funcionaba en el Centro de Documentación -en verdad, un Centro de investigación social- que dirijo, una unidad dedicada a dar seguimiento y medir los niveles de la conflictividad social en el país. Se llamaba, un tanto rimbombantemente, Observatorio de la conflictividad social. Sus pesquisas nos permitieron concluir que la mayor parte de los conflictos sociales en Honduras, el 52 % entonces, se originaban en el mal manejo de la gestión sobre los recursos naturales, es decir el inadecuado tratamiento de la relación entre los actores económicos, políticos y sociales, que giraban en torno al uso, mantenimiento y explotación de la tierra, el viento, la luz solar, el bosque, el agua y los minerales. En ese ámbito, los hondureños, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, cultos e iletrados, nos peleábamos entre nosotros mismos y, de paso, abríamos los espacios para que intervinieran e influyeran de manera decisiva los “factores externos”, es decir los inversionistas foráneos, sus operadores locales, agentes, abogados y técnicos, cuyo supremo interés era y es el volumen de utilidades de las empresas que poseen o representan y que, por lo mismo, defienden y sirven. Honduras, como país, como sociedad, como interés público, está ausente y, por supuesto, no les interesa. Son los depredadores, por naturaleza, necesidad y, en algunos casos, vocación.

Pues bien, el hecho de medir, clasificar e interpretar los niveles, la intensidad, la frecuencia y la naturaleza política de la conflictividad social, nos permitió entender mejor la dinámica de la sociedad hondureña en ese momento y, por lo tanto, sus tendencias, opciones y preferencias. De hecho, nos permitió interpretar con mayor lucidez y mejor entendimiento hacia donde iba Honduras, hacia donde nos precipitábamos.

Una noche, en diciembre de 2006, conversando con el entonces Presidente Manuel Zelaya en su despacho (yo no era Ministro entonces y, apenas, iba a comenzar la coordinación de un Diálogo general para diseñar las Bases de un Plan de Nación) a medianoche y en la víspera de la navidad, le mostré algunos de los cuadros estadísticos sobre la evolución de la conflictividad social en Honduras y, de paso, le reiteré la necesidad de poner atención a aquellos datos y crear una especie de oficina dedicada al análisis y búsqueda negociada de los conflictos sociales. Mostró el interés debido y nos disponíamos a discutir el asunto cuando, súbitamente, entró en la oficina presidencial uno de sus numerosos colaboradores cercanos, esa especie de personas que, aunque lleguen sin invitación, no puedes, educadamente, prescindir de ellas. Debes, estás casi obligado, por la cortesía y el protocolo, a tolerarles e incorporarles a la conversación.

El Presidente, casi instintivamente, ocultó en su escritorio el “juego” de cuadros estadísticos que resumían la información sobre el estado de la conflictividad social en el país. La apartó, de manera mecánica, de los ojos del recién llegado, preocupado, quizás, porque aquél no viera el grado de conflictividad que los “cuadros” ilustraban y demostraban. Era, acaso, ¿un afán por conservar la calma y preservar el buen sentido en el manejo de los problemas nacionales? O, por el contrario, ¿no era otra cosa más que una manifestación simple de la vieja tendencia a la secretividad y al manejo personal y directo de la información? No lo sé. Sólo puedo decir que lo que aquí relato sirve para ilustrar el déficit de modernidad del Estado, la incapacidad del gobierno, unidad ejecutora y eslabón vital que gestiona el funcionamiento estatal, para actuar como un ente moderno y eficiente, con unidades especializadas que le auxilien y conduzcan a través de los vericuetos de las crisis para entender mejor sus orígenes, el funcionamiento, manejo y solución. En pocas palabras, el arte de gobernar.

O el Presidente no valoraba la importancia de los “grupos de análisis de crisis” o, por el contrario, conocía su trascendencia y prefería ocultar para sí los datos que podrían servir a sus futuros opositores. Me inclino por creer en la segunda opción. Manuel Zelaya tiene una cierta intuición rural, nutrida de la desconfianza cordial del hombre del campo, una inteligencia natural, una “campechanía” propia, que le permiten ser amigo y, al mismo tiempo, desconfiar, cultivar la duda, la cercanía, la sonrisa burlona y el abrazo sincero, la amistad evidente. Zelaya es el resultado de la Honduras profunda. Por eso la entiende y, por eso, la representa. Y, por eso, además, en cierta medida, hace la diferencia política que le permite escapar a la “indiferenciación” a la que hice alusión al principio de este escrito. Y ello explica, entre otras cosas, la dimensión de su liderazgo en ese mar de opiniones y controversias en que parece navegar seguro y hasta satisfecho. Un ámbito que, como escribió Víctor Serge en los primeros años de la revolución rusa, a veces más pareciera ser “un lamentable caos de buenas voluntades sectarias”.

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