viernes, 9 de septiembre de 2011

Hablemos utopía

Red Pepper

Por Mike Marqusee

En 1818 Shelley visitó a su amigo Byron en Venecia, donde su Señoría había levantado el campamento en un palazzo decadente y rumiaba las glorias desvanecidas de la ciudad. Sus conversaciones -sobre la libertad humana y las perspectivas de cambio social- formaron la base del poema de Shelley Julian y Maddalo, donde el apacible racionalista inglés Julian (Shelley), defiende la causa de la esperanza y el meditativo aristócrata italiano Maddalo (Byron), defiende la de la desesperanza. “Podríamos estar de otra manera”, insiste Julian, “podríamos soñar con lo feliz, lo elevado, lo majestuoso si no fuera por nuestras propias voluntadas ‘encadenadas’”. A lo que Maddalo responde amargamente “¡hablas utopía!”. Esta brusca repuesta reverbera hasta nuestros días. Nos han enseñado a temer el pensamiento utópico, no sólo como poco práctico, sino absolutamente peligroso, la jurisdicción de fanáticos. Al ignorar las lecciones de la historia y las realidades de la naturaleza humana, el idealismo utópico da como resultado, se nos dice que inevitablemente, desenlaces distópicos. Es una versión moderna del mito de la caja de Pandora, una advertencia contra la curiosidad y la ambición.

El pedigrí del temor a la utopía, un arma poderosa en el arsenal de los poderes gobernantes, viene de lejos. Por lo menos desde Burke, los conservadores han advertido de que manipular las instituciones establecidas y animar a la gente a esperar demasiado lleva al desastre. El ‘fracaso’ de cada experimento social, desde la Revolución Francesa en adelante, se ofrece como prueba de los peligros del pensamiento utópico. El antiutopismo fue un elemento básico del liberalismo de la Guerra Fría y se resucitó como la tesis del ‘fin de la historia’ después del colapso de la Unión Soviética.

Se nos ha repetido que el rechazo utópico de las realidades acecha hasta en las demandas más modestas de regulación y redistribución. Cuando se trata de la aparente escasez de alternativas, yo argumentaría que el repliegue sostenido de la socialdemocracia hacia los brazos del neoliberalismo es tan responsable como la defunción del bloque comunista.
Aunque hay peligros en el pensamiento utópico, es mucho más peligrosa su ausencia. La realidad es que, en la izquierda, no ‘hablamos utopía’ tanto como deberíamos. Necesitamos tanto la atracción de un futuro posible como el revulsivo del presente real. Si se requiere a la gente que haga sacrificios en la lucha por la justicia social, entonces necesita una idea audaz y convincente del mundo por el que lucha.


Una herramienta crítica 
El pensamiento utópico es más que la construcción de un modelo; es una herramienta crítica, un medio de cuestionar las condiciones actuales. Debemos ejercitar esa facultad política suprema, la imaginación, si no queremos ser presos del consenso predominante.

Las utopías proporcionan una perspectiva desde la que las supuestas limitaciones del presente pueden analizarse, desde la que las habituales configuraciones sociales se exponen como injustas, irracionales o superfluas. No se puede trazar un mapa de la superficie de la tierra, calcular distancias o simplemente situarse sin la referencia de un punto elevado –la cima de una montaña, una estrella o un satélite-. Sin las utopías sólo disfrutamos de una visión restringida de nuestra propia naturaleza y nuestras capacidades. Sería imposible saber quiénes somos.

Necesitamos el pensamiento utópico si vamos a involucrarnos con éxito en la batalla crítica sobre qué es posible y qué no, si vamos a cuestionar lo que se plantean como ‘realidades económicas’ inmutables. Sin una alternativa clara -el esbozo de una sociedad justa y sostenible- estamos obligados a aceptar los parámetros de nuestros adversarios. Cedemos la definición de lo posible a aquellas personas que tienen interés en cerrar la ventana hacia un futuro mejor. El eslogan neoliberal ‘No hay alternativa’ se contestó con ‘Otro mundo es posible’, pero necesitamos saber y decir mucho más sobre este otro mundo.

Dentro de nuestra actividad utópica, aprendamos de errores pasados. Es importante recordar que una corriente importante del utopismo, que incluye el libre de Thomas More [Utopía], se asocia con el colonialismo occidental. Esto se disfrazó de muchas maneras, desde los sueños de imponer un nuevo orden sobre tierras antiguas o (supuestamente) desocupadas (del que el sionismo es un ejemplo moderno) a fantasías románticas y orientalistas.

En su crítica del socialismo utópico, Marx y Engels hicieron dos afirmaciones. Primero que el método estaba equivocado: un socialismo impuesto desde arriba, dependiente de benefactores altruistas, y segundo que no abarcaba suficiente, que omitía reconocer la necesidad de sustituir todo el sistema.

Pauta esencial
Marx describió el comunismo como ‘la negación de la negación’, y nuestro utopismo debe permanecer, cuando menos en parte, como una gran negación: de la explotación, de la desigualdad, de la avaricia, de los prejuicios. Se critica a Marx por no contarnos más sobre qué viene después de la negación, pero sí nos dejó no obstante una pauta esencial: ‘De cada uno según su capacidad a cada uno según su necesidad’.

En nuestra utopía, el significado de trabajo se transformará; no habrá más mercancía que el tiempo del individuo. El concepto de ‘elección’ se redefinirá, rescatada del consumismo, y habrá un sentido más profundo de la propiedad que la versión individualista pregonada por el sistema actual.

La utopía constituye la buena sociedad, no la sociedad perfecta. Una sociedad perfecta sería una entidad estática. Nuestra utopía evoluciona y revisa sus objetivos y políticas de acuerdo con las circunstancias. Es un sistema abierto, no cerrado. Esto significa que la identificación de los principios que lo rigen y los procesos que lo impulsan pueden ser más importantes que la postulación de estructuras fijas.

Una utopía sin disidencia y debate es una pesadilla: una comunidad de melosidad y armonía insoportables. De hecho el debate florecerá en un plano superior, basado en un ámbito público compartido al que todo el mundo tiene acceso real y equitativo –la política en el buen sentido, sin políticos profesionales-.

No podemos dejar nuestra actividad utópica en manos de los comités de expertos; tampoco debería ser una configuración artificial o un ejercicio de pureza aislada. Deberá implicar que nos ensuciemos las manos, donde encontremos lugares para lo utópico en nuestra vida diaria y aprendamos de la cotidianeidad el significado de utopía.

Necesitamos alimentarnos de los elementos utópicos de nuestro entorno. El Sistema Nacional de Salud está lejos de ser perfecto, pero opera bajo principios igualitarios considerados utópicos en otros terrenos y disfruta de un grado importante de autonomía del mercado, lo que lo convierte en una especie de mini-utopía dentro de la vida diaria británica -una razón por la que el gobierno está resuelto a destruirlo-. Necesitamos encontrar maneras de conectarnos con los anhelos utópicos que estimulan a millones de personas y que tanto la derecha como la industria publicitaria saben muy bien cómo explotar. Tenemos que ofrecer algo más participativo, concreto y al mismo tiempo dinámico, que sea más un proceso, un viaje, que un fin pulido por la intelectualidad. Al hacer esto, podemos echar mano de la rica tradición que empieza con los profetas bíblicos y está presente en casi todas las sociedades humanas. Solo en Inglaterra, podemos recurrir a Langland, Winstanley, Thomas Spence, Ruskin, Morris y John Lennon, sin olvidar al propio More, en cuya Utopía el ‘oro es la insignia de la infamia’.

Una relación más humilde
Nuestra utopía debe imaginar una nueva relación más humilde entre las personas y su entorno. Las ‘tecno-utopías’ del pasado, con sus sueños de dominación humana sobre la naturaleza ahora suenan claramente distópicas. Por otra parte, la idea de una fuente energética renovable, elemento básico de la ciencia-ficción, ha pasado de ser una fantasía anodina a una urgente necesidad. La crisis del cambio climático es buen ejemplo de que el pensamiento utópico es más realista que el pragmatismo ostensible de sus adversarios. A la luz de la catástrofe inminente, la utopía se vuelve sentido común.

Son los antiutopistas culpables de arrogancia y presunción al despachar las alternativas sistemáticas como contrarias a la naturaleza humana (o a las ‘leyes’ económicas). Los utopistas se basan más en la historia. Saben que el capitalismo tuvo un inicio y tendrá un fin. Los neoliberales, en cambio, practican la forma peyorativa del utopismo: imponen un diseño abstracto a la especie humana (y al planeta) y subordinan las diversas necesidades humanas a la adicción del beneficio privado. Se nos estimula para entregarnos a las aspiraciones sin límite, aunque éstas sean pobres, como individuos, pero nuestras aspiraciones como sociedad están estrictamente acotadas.

Para William Blake la labor utópica constituía un deber diario del ciudadano. Al final de su obra Vala, o las Cuatro Zoas, vislumbró un mundo en el que ‘las oscuras religiones ya no existen y reina la ciencia’. Ahora nos toca a nosotros imaginar un mundo libre de la oscura religión del neoliberalismo, en el que reina la dulce ciencia de la solidaridad humana.

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