miércoles, 31 de enero de 2018

Crónica a pie de página de un voto servil



El 21 de diciembre de 2017 y el 27 de enero de 2018 han quedado en la historia hondureña amarrados a la única historia de vende patria, Banana Republic, manosea estatal y servilismo que ha caracterizado a las primitivas, aunque formalmente ilustradas élites hondureñas. 

El jueves 21 de diciembre de 2017 no fue para ella el día que deseó esperar con alegría. Era un espléndido día para programar con su familia un paseo para saludar la llegada del invierno y sus encantos --anunciado como uno de las más severos de las últimas épocas--, al aire libre, en el Central Park, por ejemplo, uno de los parques urbanos más grandes del mundo, en el distrito metropolitano de Manhattan, y uno de los símbolos de la inmensa, bulliciosa y cosmopolita ciudad de Nueva York. 

En lugar de ser el día del solsticio de invierno más corto del año, para ella fue un largo, denso y deprimente día de nunca olvidar. Uno de los más tensos de su vida, y sin duda el más difícil en su brillante trayectoria diplomática. La Embajadora de Honduras ante la ONU, la joven y talentosa abogada Mary Elizabeth Flores Flakes, familiarmente conocida como Lizzy, de 44 años, cumplidos apenas quince días antes, en ese mismo mes de diciembre, se levantó muy temprano en su residencia en una zona exclusiva de la Gran Manzana. 

Agitada después de una noche turbulenta, cargada de fantasmas y sentimientos encontrados, se dispuso a preparar más bien un discreto atuendo –total la ropa de invierno disimula cualquier vestuario--, y con minucioso cuidado maquilló su rostro con el vago e inútil deseo de ocultar su angustia. Apenas tomó un ligero desayuno y emprendió resueltamente su camino en dirección a la sede de la ONU como quien se dirigía por el camino exactamente contrario al destino del éxito para el cual siempre la preparó su padre, su mayor y amoroso, pero no por ello menos conflictivo y avasallador maestro de su vida. 

Ese día nunca lo habría de olvidar. Tampoco podría haber imaginado que su padre --el prestigioso y exitoso expresidente Carlos Roberto Flores Facussé, méritos alcanzados con la amarga contrapartida de contribuir al desprestigio y fracaso de la sociedad-- la iba a llamar en esos aciagos días para conminarla a tomar aquella ingrata decisión. 

Con el avance parsimonioso y lento del tráfico vehicular neoyorquino que contrasta con el correteo y agite de los transeúntes, la joven señora Lizzy Flores Flakes, de orgullosa ascendencia árabe estadunidense, llegó finalmente al enorme salón de sesiones. Evitó todos los saludos que pudo. Entonces la joven y elegante señora Embajadora, simulando calma y autocontrol, se sentó en su butaca detrás del rótulo de su país, y se preparó para el momento crucial en que tenía que hacer efectiva una de las decisiones más difíciles y humillantes de su vida. 

La orden debió haber sido tajante: este voto en la ONU es íntimamente vinculante con que Juan Orlando Hernández siga o no siga los siguientes cuatro años en la presidencia de la República. El expresidente Flores Facussé habría dejado las cosas muy claras a su hija predilecta: aquí tenemos que dejar los sentimientos y afinidades a un lado. O ellos, que están listos para ajustar cuentas contra nosotros, o Juan Orlando Hernández que con su ambición representa la garantía de nuestra estabilidad política y familiar. 

La Embajadora Lizzy Flores Flakes se había quedado sin más opciones que votar conforme a la voluntad política de su padre, de quien también recibió ese destino manifiesto de ser la hija política de la familia, incluso en contra de sus deseos más profundos. Nunca en su vida dijo un no a su padre, incluso ese asunto de no querer ser política. En esta ocasión pudo haber sido la primera vez. Las entrañas se le revolvían. 

Ante las disimuladas miradas como discretos y diplomáticos murmullos de sus colegas embajadores, al momento de votar ante la moción de los países árabes de no aceptar la decisión del presidente Trump de declarar a Jerusalén capital de Israel, con su vista perdida en el infinito y con su corazón contrito, Lizzy Flores casi como una autómata votó en contra de la moción. En ese voto la acompañó el Embajador de la Guatemala del payaso venido a inefable político, Jimmy Morales, los únicos dos países de América Latina en rendirse ante los oscuros deseos de Donald Trump. Otros seis países casi inexistentes o de diminutas islas del pacífico se sumaron al voto en contra, ante 128 votos a favor de la moción. 

Al día siguiente, el viernes 22 de diciembre, cuando la Embajadora Lizzy Flores se encerraba en sus propios laberintos de miedos y fracasos por haber votado en contra de sus sentimientos y de su ancestral conciencia palestina, el Departamento de Estado del gobierno de Estados Unidos reconoció a Juan Orlando Hernández como presidente electo. El expresidente Flores Facussé –acostumbrado al cinismo de las decisiones indignas, a manejar al tamaño de sus gustos y controles la dignidad y bolsillos de periodistas, políticos de poca monta y piadosos religiosos que se le han cruzado por sus aposentos, y de esa manera disipar venganzas en sus adversarios, las mismas que lo han movido como cabro vengativo al menos desde la década de los ochentas del siglo pasado ante cualquiera que le haya jugado sucio o se haya atrevido a decirle alguna verdad sin tapujos-- respiró entonces satisfecho. 

Había cumplido así con el ruego que le hizo el tambaleante presidente Juan Orlando Hernández, y había sellado con el voto de su hija en la ONU, su contribución a hacer efectivo por segunda vez en menos de una década un nuevo golpe de Estado, en esta ocasión por la rara y polémica vía electoral y con el mismo propósito: mandar al carajo a Mel Zelaya y a las sombras fantasmales que atormentan sus noches porque le traen recuerdos de pasados liberales con venganzas pendientes. 

Con su decisión, el Departamento de Estado calló a Luis Almagro, Secretario General de la OEA con su llamado a nuevas elecciones, y condenó a los manifestantes hondureños a quedar al margen de la ley, y por eso mismo, expuestos a las arbitrariedades de los órganos de seguridad y de fuerza de un Estado hondureño organizado en muy poco tiempo para defender las arbitrariedades de un reducido sector de políticos y empresarios liderado por Juan Orlando Hernández. 

Como se sabe, siendo presidente del Congreso Nacional y luego presidente de la República, Juan Orlando Hernández supo aprovechar sus investiduras para controlar los otros poderes del Estado y todas las instancias que tienen que ver con las elecciones para impulsar su candidatura de facto a la inconstitucional reelección presidencial. Washington no reparó ni en la ilegalidad, ni en el fraude, ni en el repudio popular, ni en sus eventuales vínculos con el crimen organizado. 

Washington votó a favor de quien más garantía de docilidad y servilismo representaba para su política de seguridad en Mesoamérica, y particularmente en Honduras. Una vez más, a través de su exclusiva élite, y no por ello menos primitiva mafia política y diplomática, y específicamente por medio del voto servil de una encantadora Embajadora de ancestros palestinos, en el comienzo del invierno de 2017 que amargó su día, la banana republic hizo de las suyas en Centroamérica. Y el 27 de enero de 2018, ese voto servil fue decisivo para que se instaurara la dictadura latinoamericana del siglo veintiuno made in Honduras.

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