jueves, 1 de febrero de 2018

El país “Borges” y la admonición de “la palabra”


Rebelión

Por Leandro Andrini

El hombre, Horacio González, ese que “debería” ir a un taller literario para aprender a escribir –según sostienen algunxs-, decía en Página 12: “aliviamos así la vida con el recurso a la ironía y otras armas plausibles del dislocamiento de las creencias. Hacer del lenguaje un collage permanente y aludir a sus estereotipos, hayan sido o no trágicos, es una forma de salvarnos para otras conversaciones que imaginamos únicas, fuera de toda repetición” [1]. Involuntariamente se convirtió en balbuceo y farsa su palabra, en virtud de lo que algunos presuponen inteligente e irónico.
Siempre he desconfiado de los talleres literarios: un día uno se encuentra escribiendo como no escribía y sin diferencias notorias con la de todos sus compañeros y peor aún: igual al “maestro”. El taller viene a hacer borramiento de la diferencia. Y lo que molesta es la diferencia y no ya la calidad de una articulación lingüística. Eso es lo que no puede tolerarse: la diferencia, que se escriba sin los ruidos insuflados por “el sentido común”, que la escritura remita a pausas, silencios, a la dificultad de la contingencia enraizada en cadenas causales u homologables históricos, a un abanico de posibles en el campo de lo político, a fundar y/o descubrir tradiciones.

Retomo eso del “sentido común”, proceso caro a la inquisición y usado frente a la evidencia dificultosa copernicana-galileana. Bajo ese recurso no existe verdad, todo retoma canales propios de la sofística, y las condiciones veritativas son reemplazadas por condiciones sensitivas, por el “sentido” creado al que luego se designa “sentido común”. Era un evidente a priori que la Tierra no se movía. Hoy pretende ser un evidente a priori que detrás de toda puerta hay una bóveda, y que dentro de todo bolso hay dinero mal-habido, y si es un evidente a priori ¿Qué necesidad de instancias probatorias? Qué necesidad de otra cosa que un lenguaje llano que es más que la prueba es axioma. Alcanzan un par de imágenes que dan por justificado el contexto y unas maquetas para facilitar la imaginación. Por ello cuando la diferencia discursiva –siquiera refuta- pone en duda al discurso (porque eso que entendemos como realidad es, en última instancia, irreductible al discurso) surge el avasallamiento y el descrédito. Aquí tenemos un interesante ejemplo de cómo se construyen/constituyen los sectarismos. Al punto tal, que una manifestación de cientos de miles es ridiculizada en la abyección de un lenguaje que, por ramplón, exuda violencia. Y con toda la carga propia del macartismo, se argumenta cínicamente que “a pesar de todo lo que hicieron, la democracia funciona”, como si el cuerpo político por excelencia en el espacio público, i.e. la manifestación, no fuera un soporte más dentro de los discursos propios de la democracia. Este cinismo argumental parafrasea aquello que Brecht propuso en la seriedad que el teatro requiere, en esa idea que esta democracia no tiene el pueblo que se merece, por lo que estos gobernantes piden cambiar el pueblo (y al pedido, en su dimensión de sometimiento al amo autoritario, lo trafican como emanado de la autoridad democrática conferida a partir de “su” diálogo).

No debemos sustraernos de lo esencial, porque lo que emerge –antes que subyacer- es propiamente la política. Ejemplarmente en El Desacuerdo [2] J. Rancière nos indica que “hay política porque –o cuando- el orden natural de los reyes pastores, de los señores de la guerra o de los poseedores es interrumpido por una libertad que viene a actualizar la igualdad última sobre la que descansa todo orden social”. Vale usar las propias palabras de este autor para hacer aún más preciso el concepto: “no hay política simplemente porque los pobres se opongan a los ricos. Antes bien, hay que decir sin dudas que es la política –esto es, la interrupción de los meros efectos de la dominación de los ricos- la que hace existir a los pobres como entidad”. Sobre esa cisura posiblemente nos encontremos en la actualidad, en esta irrupción que intenta la interrupción temporal de los meros efectos de dominación de los ricos (inclusive con las falencias que contiene esa puesta en interrupción). De allí también se desprende el “aclamado” tema de “la libertad”, que nos retrotrae a las reflexiones prodigadas por Arturo Jauretche, dado que cuando los sectores postergados ganan derechos en virtud del exceso de privilegios de los sectores dominantes, estos últimos defienden sus privilegios apelando al sentido abstracto de pérdida de “libertad”, y ahora le han agregado la muletilla “democracia”.

Notas:



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