martes, 16 de enero de 2018

Desigualdad, corrupción, populismo y derechos humanos



Por Martín Alonso Zarza *

Los daños estrictamente económicos son una pequeña parte del total porque la corrupción, a través de sus efectos inmediatos y colaterales, es un fenómeno social total que puede representarse metafóricamente en la figura de la hidra.

¿Quién puede evaluar el coste de los daños causados por las prácticas corruptoras de Odebrecht? Para dar una idea, una insignificante esquirla de ese grupo blanqueó en España 26 millones de euros, el equivalente al importe del salario mínimo anual de 2625 personas. Habría que añadir ceros y ceros para calcular el monto total de lo calculable. Cambiando de escenario, el Eurobarómetro de 2014 revelaba que más de tres cuartas partes de los entrevistados pensaban que la corrupción estaba generalizada en su país; más de la mitad consideraba que se había incrementado en los últimos tres años. Un estudio de RAND Europa para el Parlamento europeo estima que la UE pierde entre 179 y 990.000 millones de euros cada año, incluyendo efectos directos e indirectos, debido a la corrupción. Los cuernos de la horquilla dan idea de la dificultad de afinar en la medida. Hace dos años la CNMV cifró en 48.000 millones la factura de la corrupción en la contratación pública. Estas anécdotas evidencian la distribución geográfica –dimensión planetaria– y la profundidad sociológica –dimensión sistémica o estructural– de la corrupción. Los daños estrictamente económicos son una pequeña parte del total porque la corrupción, a través de sus efectos inmediatos y colaterales, es un fenómeno social total que puede representarse metafóricamente en la figura de la hidra.

Como admite un informe de la UE: “Sin embargo, el verdadero costo social de la corrupción no puede medirse simplemente por la cantidad de sobornos pagados o fondos públicos desviados. Además de permitir que florezcan las ineficiencias económicas, la corrupción afecta negativamente a los objetivos del gobierno, que van desde una mejor distribución del ingreso hasta una mejor protección del medio ambiente. Lo que es más importante, la corrupción socava la confianza en los gobiernos, las instituciones públicas y la democracia en general”. En la cartografía oscura de la corrupción cabe destacar varios planos: ético (destruye la fibra moral de los seres humanos, reducidos a meros medios), social (pervierte las reglas de juego y distorsiona los criterios de justicia para la distribución de recursos), psicológico (daña la confianza y la autoestima de la ciudadanía damnificada y deshumaniza a los responsables), y político, al que se dedicará este artículo.

El 9 de diciembre es el Día Internacional contra la Corrupción y el 10 de los Derechos Humanos. Esta proximidad cronológica puede tener algo más que un alcance simbólico. Robert I Rotberg, autor de The Corruption Cure: How Citizens and Leaders Can Combat Graft (2017), propuso la creación de un Tribunal Internacional Anticorrupción, habida cuenta de que los sistema judiciales nacionales no pueden ser operativos si los tribunales son permeables a la influencia, y la magistrada guatemalteca Claudia Escobar ha caracterizado la corrupción como una violación de los derechos humanos, en la línea de otras propuestas encaminadas a crear la figura de los crímenes económicos contra la humanidad, algo que probablemente sería aplicable a prácticas de corporaciones como Odebrecht.

Pero el término inicial del círculo vicioso que aquí se ventila no es la corrupción sino la desigualdad. Eduardo Larraz, exconsejero delegado de Arpegio e imputado en el caso Púnica, y su mujer piden 10.000 euros al mes para subsistencia, porque entienden que es lo mínimo para llegar a fin de mes. Al matrimonio le fueron descubiertos 146 lingotes de oro en un banco suizo. Uno de los efectos del oro es que hace perder el sentido de la realidad (a veces también de la humanidad). Los Larraz no deben saber que 10.000 euros son más de lo se gana en doce meses de salario mínimo. Millet (caso Palau) pagaba el tabaco con billetes de 500 euros. Probablemente ninguno de estos y otros implicados tiene conciencia de la gravedad del delito de corrupción, arropados en esa especie de creencia implícita de que la corrupción es un delito sin víctimas. Pero de su gravedad da cuenta desde hace tiempo la literatura sociológica. En White Collar Crime (1961), Edwin Sutherland sostenía que los delincuentes de cuello blanco son los más peligrosos para la sociedad en cuanto a los efectos sobre la propiedad y las instituciones sociales; son depredadores sociales que minan la moral pública y destrozan la organización social. En la misma dirección y partiendo de la tesis de Robert Putnam sobre el capital social, Mark E. Warren concluye que la corrupción es capital social malo y que este tipo de capital tiene más probabilidades de producirse en aquellas condiciones en que quienes soportan los costes de la externalidades negativas –las víctimas– carecen de recursos para resistirse a ellas. Warren apunta en una dirección congruente con el grueso de la filosofía política: “la teoría democrática sugiere la existencia de una conexión estrecha entre la distribución desigual del contexto de poderes (empowerments) y el funcionamiento negativo del capital social”. Una consideración que remite a una apreciación compartida: “la corrupción es profundamente subversiva para la democracia, porque mina los principios democráticos que estipulan que las personas deben tener las mismas oportunidades para influir sobre el debate público y el mismo poder en cuanto a la toma de decisiones”.

Pero la corrupción adquiere una nueva coloración cuando se la relaciona con otra variable, con la cual mantiene una relación simbiótica porque se refuerzan mutuamente, la desigualdad. El politólogo Eric M. Uslaner ha explorado este campo en un ensayo titulado Corrupción, desigualdad y confianza y en elaboraciones posteriores. Si la corrupción funciona como una trampa que genera círculos viciosos, la desigualdad cumple las mismas funciones pero en una escala más amplia que da cabida a aquella. Según Uslaner, la desigualdad alimenta la corrupción por tres vías complementarias: 1) impulsando a los ciudadanos a ver la política como un sistema hostil, 2) generando en ellos un sentimiento de dependencia y de pesimismo ante el futuro que mina el compromiso de tratar moralmente a los vecinos y 3) distorsionando las instituciones competentes para garantizar la justicia y la imparcialidad. De este modo se instala un modelo de proceso que funciona como un círculo vicioso: desigualdad → baja confianza en el sistema político → corrupción → aumento de la desigualdad. Uslaner coincide con Warren en que la corrupción es “capital social malo” y, a la vez, un capital social que tiende a perpetuarse a través de malas prácticas, que resultan posibles gracias a la captura de las instituciones por las élites poderosas. Pero para romper ese círculo hay que situarse más arriba: “combatir la corrupción significa atajar el problema de la desigualdad”.

La conexión entre los dos términos sirve de inspiración a un estudio detallado de Jong-Sung You. En ese estudio You propone una secuencia causal que enlaza la desigualdad con la corrupción. El primer impacto de la desigualdad es que escinde la sociedad entre una élite económica poderosa y una masa empobrecida. La primera ejerce su influencia de dos maneras: la captura y el clientelismo. La captura de la élite poderosa se expresa a través de prácticas como el soborno o las contribuciones a la financiación opaca de líderes, partidos y campañas políticas que los benefician. El clientelismo, por su parte, se expresa en versiones distintas de corrupción política y compra de voto, así como el patrocinio y la corrupción burocrática. La teoría política clásica coincide en asignar una función social, no meramente individual o egoísta, a la propiedad. La tesis weberiana sobre el origen del capitalismo incide en esta dirección subrayando el elemento ascético. El capitalismo que conocemos en este siglo no se reconoce, en términos generales, ni en su talante ascético ni en su compromiso social. Para Adam Smith en su obra clásica, “ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros están en la pobreza y en la miseria”. La desigualdad genera una riqueza que se desentiende de su obligación normativa de ser útil. La corrupción es una de las funciones de la propiedad sin función. De la ascesis que el capitán de empresa se imponía a sí mismo hemos pasado a la austeridad externalizada.

La desigualdad en la distribución de los recursos tiene el poder de replicarse, como constató La Boétie refiriéndose a la situación que provocaría la revolución por excelencia: “los tiranos cuanto más saquean más exigen; cuanto más depredan y destruyen tanto más se les da, se les sirve; y tanto más se refuerzan y se vuelven cada vez más poderosos y más dispuestos para aniquilar y destruir todo”. Las respuestas sociales a las desigualdades sangrantes ha sido tradicionalmente dos: la resignación y la revolución. La primera, obviamente, no deja huella en los libros de historia. La segunda sí. Branko Milanovic, exdirector económico del Banco Mundial y autor deGlobal Inequality: A New Approach for the Age of Globalization, recuerda que la desigualdad fue determinante en el desencadenamiento de la primera Guerra Mundial y ha resultado igualmente decisiva en las cuatro grandes revoluciones de la era moderna: francesa, rusa, china e iraní.

Puesto que la igualdad, en cuanto isonomía, es una nota definitoria de la democracia, sería de esperar que la extensión de este marco político acabara poniendo coto a las desigualdades. Pero en el momento presente hay dos fenómenos que interfieren en esta exigencia: el neoliberalismo y el populismo.

Los contornos que ha venido a adquirir esta forma postmoderna de capitalismo que denominamos neoliberalismo hacen sumamente difícil marcar una divisoria clara entre la economía blanca y la negra. El propio sistema dibuja una amplia y elástica zona gris donde la legalidad pierde su brillo y su jurisdicción. Con la particularidad de que la escolástica liberal es la ortodoxia, económica y también en buena medida política, del momento. Los economistas son los sumos sacerdotes. La economía de la oferta es un artefacto de probada eficacia para bombear recursos desde la base hasta la cúspide de la pirámide social.

Una persona avezada en estas transacciones tiraba de léxico religioso: madre superiora, capellán, mosén, misales… Era un recurso literario. W. Benjamin escribió un artículo, “El capitalismo como religión”, en el que afirmaba que “el capitalismo es, presumiblemente, el primer caso de un culto que no expía la culpa sino que la engendra. Aquí, este sistema religioso se arroja a un movimiento monstruoso. […] El capitalismo es una religión hecha de mero culto, sin dogma”. Los paraísos –otra importación del lenguaje teológico– fiscales son el más allá venturoso para la cosecha de la desigualdad y hay miles de bufetes de especialistas financieros dedicados al sacerdocio de oficiar transacciones ilícitas y otros tantos de togas doradas encargados de defender a los pecadores pillados. Los técnicos de Hacienda han identificado hasta 130 paraísos fiscales, sin duda un material tentador para añadir a esa soberbia exposición sobre la cartografía que muestra ahora la Biblioteca Nacional. Gabriel Zucman, catedrático de la Universidad de California, estima que en torno a un 8 % de la riqueza mundial se oculta en paraísos fiscales (The Hidden Wealth of Nations—The Scourge of Tax Havens, 2015). A falta de dogma tenemos los textos sagrados que dan cuenta de su existencia: Papeles de Panamá, Paradise Papers (¡), LuxLeaks, más otros menos solemnes como la lista Falciani. Por no hablar de cajas B y otros artefactos opacos de esta teología de la expropiación.

Naturalmente cada teología crea su propia legalidad. La desigualdad no es un pecado y la corrupción oscila entre el mérito o el pecado venial; fácilmente amnistiable. Cuando a Jordi Pujol le comentaron que sus hijos andaban en negocios sospechosos contestó que lo hacían mejor que los demás, y así quedó la cosa; incluida la historia de la herencia paterna. Las historias del ático de Ignacio González –implicado en el caso Lezo con el negocio del agua de por medio– y los regalos de Mato, son de la misma escuela discursiva. La permisividad y la amnistía son la regla en esa zona gris en la que reina un liberalismo amoral.

Se ha caracterizado la democracia como un sistema de controles y contrapesos. Uno de ellos se refleja en la dialéctica entre estado (democracia) y mercado (sistema económico). Es una obviedad que en los últimos años el fiel ha basculado brutalmente del lado del último. La trinidad neoliberal –desregulación, privatización, liberalización– ha erosionado hasta límites insospechados la soberanía popular y el zócalo de los derechos sociales. Para ello se ha manufacturado una artillería retórica asentada en el mito de que la gestión privada es superior. Lo que ha llevado a la merma de instancias de titularidad pública y está erosionando crudamente los pilares del estado social: sanidad, educación, agua, justicia, dependencia, pensiones. Defender la gestión pública es pura herejía y proponer gastos sociales pecado mortal. Del mito se desprende, asimismo, de forma natural una cruzada mercantilizadora: nada puede sustraerse al mercado; todo es susceptible de compraventa, de los órganos a los recursos básicos, de la voluntad a la justicia. Los beneficios de los accionistas y los bonos se han convertido en el fulcro de la actividad económica. Los trabajadores son relegados al purgatorio de los costes laborales y las leyes no son más que estorbos que deben ser esquivados, torciendo su brazo o saltándoselas. Los castigos por estos delitos no causan estigma, no parece existir la pena social que correspondería a una transgresión insolidaria. Parecería que la corrupción misma es parte del mercado hasta el punto de que cabe hablar de un mercado de la corrupción, con una demanda cada vez más cautiva por el crecimiento de la asimetría en la redistribución: Too big to fail, too big to jail. Nada está tampoco por encima del criterio del beneficio. La finalidad económica se ha convertido en un fin en sí misma y ha capturado a la política. Las elecciones corren el riesgo de convertirse en un ritual sin mordiente efectivo, porque desde otras instancias rige un dogma inapelable, el de la disciplina de las reformas estructurales y los presupuestos austericidas.

El otro escollo para la democracia es el populismo. El historiador Timothy Snyder escribe (Sobre la tiranía. Veinte lecciones para aprender del siglo XX, 2017): “Podríamos caer en la tentación de pensar que nuestro legado democrático nos protege automáticamente. Se trata de un reflejo equivocado. Nuestra tradición nos exige que examinemos la historia para comprender las profundas fuentes de la tiranía y que reflexionemos sobre la respuesta adecuada que hay que darle. No somos más sabios que los europeos que vieron cómo la democracia daba paso al fascismo, al nazismo o al comunismo durante el siglo XX”. Añade que los movimientos que desembocaron a la II Guerra Mundial fueron reacciones a las desigualdades y a la incapacidad de las democracias para hacerlas frente. Líderes mesiánicos encandilaron a las masas con los mitos de la raza, la nación o el imperio. Así, Weimar sucumbió en pocos años a las botas etnopopulistas (völkisch) del nazismo. Así, la razón se vio anegada por el mito y las emociones incandescentes que prometían devolver la grandeza perdida a las banderas. Make America great again, nos suena a déjà vu: la monserga del destino robado. No somos más listos pero somos probablemente más vulnerables. Goebbels no disponía de la división de cibermercenarios que han prestado unos servicios al parecer decisivos a Trump, los cruzados del Brexit, Marine Le Pen, Putin, Duterte, y antes a los liguistas, Berlusconi o Fujimori. El etnopopulismo no puede entenderse sin esta instancia de mediación que a través de las redes sociales produce realidades y verdades alternativas. Existe también un mercado de la (pos)verdad en la misma manzana del mercado de la corrupción.

Con ello llegamos a la tercera pieza del argumento. Hemos visto la estrecha relación que existe entre desigualdad y corrupción. Estudios recientes han mostrado una conexión no menos inquietante entre corrupción y populismo. Un informe de Transparency International (Corruption and inequality: How populists mislead people) sostiene que el incremento de la percepción de la existencia de corrupción en los servicios públicos y de la impunidad que suele favorecer a los beneficiarios empuja a los países hacia líderes populistas que hacen del discurso contra las élites y de la promesa de acabar con la corrupción su bandera. El informe establece que “corrupción y desigualdad social están estrechamente relacionadas y son una fuente de malestar popular”; y añade que el “balance de los líderes populistas para hacer frente al problema es deprimente”. El estudio avala la tesis de la simbiosis, en términos más técnicos, la bidireccionalidad de la relación causal: los dos fenómenos interactúan en un círculo vicioso en el que la corrupción favorece la desigualdad en la distribución de poder y esta asimetría se traduce en una desigual distribución de riqueza y oportunidades. El título de uno de los apartados no puede ser más transparente: “captura del estado, corrupción a gran escala y muerte de la democracia”. Quizás habría que ir pensando en la figura de los delitos de lesa democracia. Entre tanto, han apuntado bien los organizadores de la “marcha contra la vergüenza”, que ha recorrido varias ciudades israelíes el 2 de diciembre pasado, precisamente para protestar contra la corrupción y el intento de Netanyahu de forzar las leyes para asegurarse la impunidad tras varios casos que le afectan. Vergüenza que cabe sentir la ciudadanía de cualquier país afectado por haber elegido a esos políticos y haberlos colocado en las altas instituciones del estado, las que nos representan.

A la vista de ciertos resultados electorales, parece claro que el populismo ha sabido aprovecharse del extendido descontento con un sistema o un régimen corrupto, presentándose como solución. Acaso el populismo es una suerte de clientelismo emocional que, como el otro, se aprovecha de la vulnerabilidad de los más pobres a los que, huérfanos de la protección que les debe el estado, no les queda otro remedio que agarrarse a estas soluciones mágicas y peores que la enfermedad. El populista pesca en el caladero de las frustraciones y capitaliza los resentimientos nacidos de la desafección hacia la instituciones (incapaces de proveer los servicios básicos) y la rabia contra la desigualdad (expectativas fallidas). En la medida en que el populismo pone el foco en el líder en vez de en el partido o la organización contribuye a menguar la confianza política (el líder populista es a menudo antisistema) y a debilitar la responsabilidad del electorado. La confianza es un factor clave. Como sostiene otro minucioso estudio, la corrupción debilita la confianza en las instituciones políticas y los populistas explotan esa veta del descontento. Por eso la recuperación de la confianza en la integridad de la política es la pieza clave para salir del círculo vicioso.

Conviene mencionar un par de afinidades electivas entre neoliberalismo y populismo. Por un lado, se observa una variante de las puertas giratorias: figuras que han ocupado puestos de relevancia en instancias de las corporaciones financieras se incorporan luego a las filas de las formaciones etnopopulistas. Orban o Netanyahu entran en el lote; pero citaré un caso más novedoso, el de Alice Weidel, economista y empresaria, que inició su carrera en Goldman Sachs y fue figura destacada en la lista de AfD en las elecciones de septiembre. Weidel combate el euro, el ‘centralismo europeo’, el islam y la inmigración. Por otro, a menudo el populismo sirve como hoja de parra para tapar (con frecuencia con los colores de la bandera) las vergüenzas de la economía criminal. La demonización de los inmigrantes es un variante del mismo fenómeno. A veces los populismos pueden servir para ayudar a los amigos en apuros: la decisión de Trump sobre el traslado de la embajada en Israel coincide con una ola de protestas contra Netanyahu por corrupción.

La democracia tiene entonces que combatir una hidra de tres cabezas: la desigualdad, la corrupción y el populismo. El coste social de la desigualdad queda reflejado en estas palabras de alguien tan poco sospechoso de izquierdismo como el conde de Chateaubriand en sus Memorias de Ultratumba. A la pregunta de si “un estado político donde unos pocos tienen millones, mientras que otros se mueren de hambre, puede subsistir cuando la religión no está ya ahí, con sus esperanzas fuera de este mundo, para explicar el sacrificio”, responde en vísperas de las revoluciones de 1848: “La excesiva desproporción de las condiciones y fortunas se puede soportar mientras se haya ocultado, pero tan pronto como esta desproporción es percibida de manera general, el golpe mortal está dado. Recomponer, si se puede, las ficciones aristocráticas e intentar convencer al pobre, pero cuando sepa leer no creerá más; intentar persuadirlo de que debe someterse a todas las privaciones mientras que su vecino posee miles de veces más lo superfluo. Como último recurso, deberán matarlos.”

Desgraciadamente el populismo nos ha enseñado que no basta con saber leer, hace falta saber lo que se lee y lo que se escucha. El impacto de la corrupción también lo conocemos y no hace falta recurrir a la sofisticación de los modelos matemáticos de regresión y otros que hacen las delicias de los economistas. Yves Mény y Donatella Della Porta (eds. Démocratie et corruption en Europe, 1995)lo resumen en pocas palabras: “La corrupción pone en peligro los valores mismos del sistema: la democracia es herida en el corazón; la corrupción sustituye el interés público por el privado, mina los fundamentos del Estado de Derecho, niega los principios de igualdad y de transparencia favoreciendo el acceso privilegiado y secreto de ciertos agentes a los recursos públicos”. Se ha dicho que la corrupción es una de las consecuencias de la desigualdad y que las dos juntas alumbran el descontento (o el cinismo: recordemos algunos argumentos desde posiciones supuestamente progresistas apoyando a Trump) de que se alimenta el populismo, un “síntoma mórbido de una crisis política”, según Franz Bauman.

No somos más listos que los europeos de los tiempos de la República de Weimar, pero podemos aprovecharnos de su experiencia. Porque sabemos, no solo que los ídolos caídos pueden volver a levantarse, como escribió G. Orwell, sino que muy bien estos de pararreligión y pospolítica que son los populismos pueden estar incubando otros hasta ahora desconocidos. En inglés la expresión an elephant in the room hace referencia a un problema grave al que no se presta atención. Pero ignorarlo no le resta importancia, al revés. La ubicuidad de los efectos y la omnipresencia de las noticias alusivas pueden conducir a una especie de banalización por habituación, pero es difícil exagerar el peligro que augura la hidra. Por eso hay pocas tareas menos urgentes. No conviene olvidarlo estos días en que se habla tanto de Constitución. Pero sin duda el problema desborda las fronteras nacionales, de modo que convendría atender a dos propuestas que han adelantado algunos expertos: establecer la figura de los crímenes económicos contra la humanidad y, a la vista del carácter transnacional y global del mal, crear un Tribunal Penal Internacional Anticorrupción. Acaso no resulte a la postre tan anecdótico que el Día Internacional contra la Corrupción sea víspera del Día Internacional de los Derechos Humanos. 

Martín Alonso Zarza es politólogo, autor de No tenemos sueños baratos. Una historia cultural de la crisis.

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