martes, 30 de enero de 2018
El secuestro de la palabra pública
Por Félix Talego y José Ángel Gayol
Era difícil igualar en RTVE la desfachatez del director de informativos Alfredo Urdaci, condenado por la Audiencia Nacional por el nefasto tratamiento que dio a la huelga general de 20 de junio de 2002, y que culminó en una bochornosa lectura literal de las siglas de Comisiones Obreras en la sentencia por la que fue condenado. Un papel poco decoroso desde el punto de vista periodístico parecía difícil de igualar o, incluso, superar. Sin embargo, un mes antes de las elecciones generales del pasado 26-J, el Consejo de Administración de RTVE aprobó diversos cambios en puestos de relevancia. Y el director del ente público, Eladio Jareño, convocó al nuevo equipo a una reunión en la que quiso dejar claro que su prioridad era mantener la misma línea seguida en la televisión pública hasta el momento, crear una imagen de equipo unido y sobre todo en el que no existiera “fragmentación ideológica” (sic). El proceder de estos directivos se aleja de la imparcialidad exigible, asemejándose a comisarios políticos de la mejor dictadura o la peor democracia, si bien siguen la tónica acostumbrada en las televisiones públicas “desde que se tiene memoria”.
Pero el secuestro gubernamental de los medios públicos es solo un aspecto de la problemática de los medios de comunicación. En el caso de las cadenas privadas, podemos advertir la concentración de diferentes medios de expresión (televisión, radio, diarios…) en manos de oligopolios orientados al lucro. Veámoslo con un ejemplo menor: hace años fue invitado Francisco Umbral a un programa de cualquiera de estas cadenas y, viendo que pasaba el tiempo en lo que debieron parecerle memeces, sin que se hablara de su libro, lo gritó intempestivamente: “¡Yo he venido aquí a hablar de mi libro!!”. Fue sin duda un exitoso reclamo, pero imprevisto y quizá contra el criterio de los dueños del programa. Porque ya entonces, y aun más hoy, cuando alguno de estos grupos quiere promocionar un libro “de la casa” (de una editorial del grupo), se entrevista al autor en el programa cultural de turno y magazines; aparece su efigie en la portada de los noticiarios del día, cual suceso de trascendencia nacional; le vemos en otros medios del mismo grupo empresarial en pintorescos contextos, como revistas de moda, de cocina, de bricolaje, etc… y a vender. Porque el objeto de los medios privados es vender, como es natural, que para eso son negocios. Con tal fin gastan ingentes cantidades en publicidad y van formando a la ciudadanía, no como ciudadanos atentos a la república, sino como consumidores ideales (insaciables). Esto convierte la información en pura mercancía.
La actualidad
Así que tenemos al frente de los medios públicos a comisarios más o menos sutiles y al frente de los privados a buhoneros. Unos y otros encaramados en tecnologías sofisticadas de capacidad ubicua. Y mandando sobre acreditados profesionales en penosas condiciones de alienación (de autocensura) que solo excepcionalmente burlan. ¿Y las redes de Internet?
Muchas voces críticas con tal panorama de dominio masivo afirman que Internet supone una ventana nueva para acceder a otras informaciones y espacios de deliberación. No podemos desconocer el papel que Internet ha jugado en los recientes acontecimientos políticos. Las redes sociales en parte reemplazan en parte complementan los antiguos cafés, tertulias y cenáculos políticos, en configuraciones más desubicadas y glocales. Así, son ya los principales catalizadores de activismo político, conectando el aislamiento que la sociedad de consumo genera en el individuo.
Con todo, cuestionamos que el acceso a las redes de comunicación virtual suponga, per se, un aumento de la autonomía y capacidad política de la sociedad civil: para empezar, porque no toda la población ha adquirido las competencias adecuadas de alfabetización digital. Pero, sobre todo, porque estos nuevos medios no pueden producir dos fenómenos políticos fundamentales de nuestras sociedades, la actualidady la mayoría. No pueden precisamente por ser reticulares y polifónicos, dando lugar a una algarabía de voces plurales y diseminadas en urdimbre, cual los corrillos que podían verse en las plazas, cuando la comunicación era todavía cara a cara. Pero, tanto los corrillos y grupos ubicados antes en las plazas como los desubicados de ahora en la red, no pueden producir la actualidad, solo hacerse eco de ella. De hecho, casi lo único que tienen en común los corrillos es la actualidad.
La actualidad no es obra de cualquier círculo de poder conspirativo, como sí lo fueron las toscas censuras de las dictaduras de antaño, tan brutales. La actualidad es el conjunto de temas de interés del momento, que va siendo modulado -no concertadamente- por diversos actores, pero, entre ellos, decisivamente, por los mass media. Estos a su vez amalgamados en un conjunto mayor, la llamada “industria del entretenimiento”. Ésta, aunque se extiende mucho más allá del ámbito de los mass media, tiene en ellos su baluarte fundamental. Porque solo estos llegan a cada uno y a todos los corrillos sociales, a los ubicados de antes y a los desubicados de hoy. Solo ellos son ubicuos. Esta condición ubicua de los mass media no se debe a que se les otorgue más o menos verosimilitud, credibilidad o prestigio, sino a que únicamente ellos pueden desplegarse a todo lo extenso del territorio concernido, recoger el acontecimiento, las voces de los protagonistas y el discurso de los jerarcas, a menudo propalado por gargantas o plumas mercenarias (editorialistas, expertos de guardia, tertulianos…). Porque la actualidad va siendo construida con la materia prima que aporta el acontecer en el territorio pertinente, que solo los medios de masas “desplegados sobre el terreno” pueden recoger.
Y son más ubicuos cada vez, porque, al contrario de lo que afirman quienes creen en el potencial emancipatorio de las redes, su poder se ha acrecentado con la extensión de la comunicación electrónica y digital: hasta alcanzar la situación presente, en la que casi lo único que puede hablarse en común fuera del ámbito íntimo y privado (esto es, en la esfera social y en la esfera política), en cualquier autobús, en cualquier frutería, en cualquier esquina del mundo, es de lo que hablan los medios de masas.
Entre los emisores de los mass media la televisión mantiene la posición descollante: está siempre por medio y nadie le presta atención, pero en los acontecimientos críticos, magnicidios, golpes de Estado, hecatombes… imanta poderosamente la atención de las masas. Y en los interregnos turbulentos, quien gana su control obtiene, casi decisivamente, la legitimidad (como se ve descarnadamente en los golpes de Estado, ya casi siempre televisados). Por tanto, la actualidad es básicamente televisiva, si bien no teledirigida, porque es el resultado siempre inacabado y renovado de un proceso complejo: como el río de Heráclito, siempre cambiante y siempre idéntica en tanto actualidad; un precipitado inestable de propiedades emergentes -nada conspirado-, pero en el que predominan siempre los compuestos que a la “pucha” van sucesivamente vertiendo los más grandes grupos mediático-publicitarios estatales y privados. Así, en fin, es esta mixtura vergonzante, en lo que tiene de permanente, la fuerza de socialización principal de nuestras sociedades, mucho más decisiva que las escuelas, al menos en lo que refiere a la mayoría.
La mayoría requiere para existir de la conformación previa de la actualidad. Es un precipitado sencillo de ella, cualquiera de sus elaboraciones estadísticas ad hoc: la mitad más uno de los individuos respecto al tema de actualidad. Como tal, la mayoría es enteramente un fenómeno de la sociedad de masas.
El espacio público
Esta es la realidad actual de los medios de comunicación, de los amplificadores de voz que diferentes actores sociales utilizan para informar, anunciar, opinar, expresar. Pero ¿tiene que ser necesariamente así? Se ha dicho que ellos son el mensaje; que, más que informar y comunicar, forman masas; que son instrumentos para vender audiencias a las compañías publicitarias y/o entretener votantes entre elecciones. Todo ello puede ser verdad (acabamos de sostener que esta es su realidad presente) a condición de que se describa un estado contingente de los mismos. Pero deja de ser verdad si se afirma que ésa es su esencia: los medios de comunicación no necesariamente tienen que ser instrumentos de alienación y control en manos de Gobiernos u oligarquías. Este será el caso si las comunidades políticas siguen una deriva autárquica u oligárquica -con independencia de la formalidad democrática-, pues los medios tenderán a reflejar esa correlación de fuerzas. Pero esta es solo una de sus posibilidades, aunque sea la única que hemos conocido.
Si creemos que la ciudadanía puede, y debe, comenzar a empoderarse, hemos de luchar por un horizonte de medios de comunicación no usurpados: porque no hay efectiva ciudadanía sin unos medios de comunicación rigurosamente regulados para garantizar el acceso libre y horizontal de la gente; sean medios públicos o privados, si a ellos no tiene igual acceso la ciudadanía plural organizada, la democracia queda gravemente menoscabada: porque la usurpación de la palabra es la más grave para la libertad y la democracia; porque no hay igualdad genuina donde no hay igualdad de palabra, aun habiendo estúpida y opulenta igualdad de bienestares y cacharrería industrial.
Por eso, la pelea por una ciudadanía autónoma, celosa de la palabra propia, más atenta a la cosa pública y menos al “crecimiento” comercial e industrial, tendría que orientarse ante todo a denunciar la usurpación de los medios de comunicación por cualesquiera oligarquías o poderes sectoriales.
Por tanto, la palabra en el espacio público: he ahí la cuestión. Un tratamiento integral del tema -aquí necesariamente sumario- exige atender tanto a los medios públicos como a los privados, ya que todos tienen su lugar y emiten en el espacio público. Y el espacio público, al contrario de lo que sostienen las voces “liberales” (¡tan bien agasajadas en los medios!), no es una realidad preexistente o prepolítica, sino acabadamente política; es un producto de la comunidad política, y existe solo por esta y mientras esta exista.
El espacio público no es como la bóveda celeste o el mar ignoto: dominios de nadie, a los que cualquiera puede lanzar mensajes, en botellas o satélites, por si allende los recoge un alienígena. Es una compleja construcción política que la ciudadanía constituida en poder público conviene en sostener, un lugar interno en el que expresar y deliberar según las condiciones que entre todos pactemos (o se nos impongan). Esto, en las condiciones estatales y supraestatales de nuestro tiempo, conlleva que los espacios públicos sean inmensos foros no presenciales, en los que la viva voz no es suficiente para participar efectivamente, sino que son necesarios altavoces desde los que hablar. Estos son los medios de comunicación, los públicos y los privados. Todos regulados y amparados por las leyes promulgadas por los Gobiernos que elegimos, y protegidas por las fuerzas del orden dentro del espacio público. En razón de ello, las críticas ciudadanas sobre calidad democrática y ética deben (debieran) dirigirse igual a los medios públicos que a los privados. No vale excluir a estos del común rasero aduciendo que son propiedad privada, pues, aunque el micrófono lo sea, la palabra emitida llega al espacio público de la comunidad política, que es su condición de posibilidad y su fuente de autoridad genuina.
La tradición que remonta a Montesquieu, Montaigne y La Boétie (y de ellos a los atenienses del período clásico, tan cuidadosos de la isegoría) nos obliga a denunciar el secuestro de la palabra pública por corporaciones de buhoneros, camarillas partidarias, jerarquías eclesiásticas y contubernios militares, con la consecuente degradación del espacio público y de la ciudadanía, rebajada a la condición de consumidores insaciables, laborantes amedrentados y votantes cuatrienales.
El rescate posible
En fin, si grave es que la palabra pública la controle el Gobierno, igual de grave es que la controle el dinero. Por tanto, tiene mucho sentido seguir denunciando, como suele hacerse, el control espurio de los medios de titularidad pública por los Gobiernos de turno, camarillas, jerarquías y contubernios varios. Pero tanto o más sentido tiene -y se hace menos- denunciar que las oligarquías financieras se valgan del dinero que atesoran para que su palabra se escuche más y mejor (ecualizada y en tecnicolor) que la del resto de ciudadan@s.
Sus empleados quieren convencernos de que la usurpación que perpetran del espacio público es libertad. Pero es al contrario: la libertad comenzaría cuando industriales y banqueros tuvieran que conformarse con los mismos altavoces que el resto de la gente. Y no estamos proclamando la colectivización y “la superación del sistema capitalista”: atrás ha quedado (va quedando) esa desgracia teórica que ha sido el marxismo. Los negocios de usureros, buhoneros y fabricantes de cosas son necesarios y bueno es que ganen su dinero, dentro de un orden y con un límite. Pero mejor nos iría si les desposeyésemos de ese aura que cultivan de avanzados del Crecimiento y el Progreso, y de adalides de la Libertad, para dejarlos como al resto de la gente, pidiendo la vez para hablar en el espacio público.
Pero ¿cómo rescatar los medios de comunicación de las garras de camarillas gubernamentales y emporios de usureros y mercachifles? Si nos convencemos de que merece la pena, hallaremos el modo.
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