jueves, 6 de abril de 2017
Nietzsche ya opinaba esto sobre La Razón hace 135 años
Resulta curioso cómo las reflexiones de los mejores pensadores de la humanidad no dejan nunca de estar de actualidad. Y Nietzsche era uno de los mejores a la hora de pensar, si no el mejor. El pasaje que se reproduce a continuación, extraído de su obra La Gaya Ciencia, es tan solo una breve disertación acerca de la razón o la sinrazón de dos tipologías muy concretas de naturalezas. Las nobles y las vulgares.Nietzsche nos dejó bien clara su opinión al respecto. O debería decir su ciencia. La ciencia. Nuestra autociencia.
‘A las naturalezas vulgares todos los sentimientos nobles y magnánimos les parecen inútiles, y por tanto, antes que nada, poco creíbles; cuando oyen hablar de ellos, guiñan el ojo y parecen querer decir “ya habrá algún interés en juego, nunca se sabe”: son recelosos con el noble, como si este buscase su ventaja por caminos subrepticios. Si se los convence con demasiada claridad de la ausencia de propósitos y beneficios egoístas, el noble es para ellos una especie de insensato: desprecian su alegría y se ríen del brillo de sus ojos. “¡Cómo se puede alegrar uno de salir perdiendo, cómo se puede querer salir perdiendo con los ojos abiertos! A las emociones nobles tiene que ir ligada una enfermedad de la razón”: así piensan mientras miran despreciativamente, igual que desprecian la alegría que produce al demente su idea fija. La naturaleza vulgar se distingue por el hecho de que mantiene la vista fija imperturbablemente en su ventaja y de que este pensar en la finalidad y en la ventaja es incluso más fuerte que sus más fuertes pulsiones: no dejarse llevar por esas pulsiones a acciones inútiles, esa es su sabiduría y su sensación de la propia valía. Comparada con la naturaleza vulgar, la naturaleza superior resulta irracional: pues el noble, el magnánimo, el abnegado, está sometido en realidad a sus pulsiones, y en sus mejores momentos su razón hace una pausa. Un animal que con peligro para su vida protege a sus crías o, en la época de celo, sigue a la hembra incluso a la muerte, no piensa en el peligro ni en la muerte, y también su razón hace una pausa, porque está totalmente dominado por el placer que le produce su camada o la hembra y por el temor a ser despojado de ese placer: se vuelve más necio que en otras circunstancias, igual que el noble y el magnánimo. Este posee algunos sentimientos de placer y displacer con tal intensidad que frente a ellos el intelecto tiene que callar o que ponerse a su servicio: en esos sentimientos el corazón sustituye a la cabeza, y a partir de ese momento se habla de “pasión”. (Aquí y allá viene acaso lo opuesto y aparece, por así decir, la “inversión de la pasión”, por ejemplo en el caso de Fontenelle, a quien alguien le puso una vez la mano en el corazón mientras le dirigía estas palabras: “Lo que usted tiene ahí, caro amigo, es también cerebro”.) La sinrazón o la peculiar razón de la pasión es lo que el vulgar desprecia en el noble, sobre todo cuando esta última se dirige a objetos cuyo valor le parece ser enteramente fantástico y arbitrario. Se irrita con quien está sometido a la pasión del vientre, pero comprende el estímulo que en ella está haciendo de tirano; en cambio, no comprenden cómo, por ejemplo, alguien puede poner en juego por una pasión del conocimiento su salud y su honra. El gusto de la naturaleza superior se dirige a excepciones, a cosas que usualmente dejan frío y que no parecen tener dulzura alguna; la naturaleza superior tiene una medida de valor muy singular. Además, la mayor parte de las veces no cree que su idiosincrasia del gusto constituya una medida de valor muy singular, sino que, antes bien, establece sus valores y disvalores como los valores y disvalores válidos sin más, y cae de esa forma en lo incomprensible y poco práctico. Muy rara vez sucede que una naturaleza superior conserve la razón suficiente para entender y tratar a las personas cotidianas como tales: en la mayoría de los casos, cree que todos comparten la pasión que ella siente, solo que en muchos se mantiene escondida, y precisamente esa fe llena a la naturaleza superior de ardor y elocuencia. Pues bien, si esos hombres excepcionales no se sienten a sí mismos como excepciones, ¡cómo van a poder entender nunca a las naturalezas vulgares y estimar en su justa medida la regla!, y así es como, en efecto, hablan de lo insensato y fantasioso que es el género humano y de cómo hace lo que lo aleja de sus propios fines, se llenan de asombro por lo loco que anda el mundo y se preguntan por qué no quiere proclamar su adhesión “a lo que necesita”. Esta es la eterna injusticia de los nobles”.’
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