jueves, 22 de diciembre de 2011

En 2005 y 2007 Argentina votó tres leyes antiterroristas. Por pedido de Washington, sale la cuarta ley antiterrorista


La Arena

Por Emilio Marín

El ex presidente Néstor Kirchner tuvo grandes aciertos políticos nacionales e internacionales, caso de los derechos humanos y la sepultura del proyecto ALCA en Mar del Plata, respectivamente.

Pero la visión de la historia debe ser multilateral. Bajo su gobierno la Argentina aprobó tres leyes antiterroristas urgidas por la presión norteamericana, que a su vez había logrado poner bajo su dirección a las potencias europeas. Los atentados terroristas del 11 de setiembre de 2001 fueron el marco propicio para que el imperio lanzara guerras en Asia, además de amputar derechos democráticos dentro y fuera de casa. La Patriot Act fue un caso de puertas adentro, para fascistizar un modelo de por sí poco democrático. Y las leyes antiterroristas fomentadas en el mundo fueron parte de esa campaña internacional para sacrificar libertades en un altar mentiroso.

En marzo de 2005 se aprobaron dos leyes de ese cuño y en junio de 2007 hubo otra. Esta columna criticó: “Esta es la tercera ley del mismo palo aprobada por la administración K. Las otras dos, con el mismo origen bushista, se aprobaron en marzo de 2005. Una habilitaba la aplicación en nuestro país de la Convención Interamericana contra el Terrorismo, hecha suya por la OEA en Bridgetown, Barbados, el 3 de junio de 2002. La segunda convalidaba el Convenio Internacional para la Represión de la Financiación del Terrorismo, votado por la ONU el 9 de diciembre de 1999”. (“La administración Bush da sus felicitaciones pero pide otras leyes y concesiones”, La Arena, 21/06/2007).

Allí se advertía que la tercera ley antiterrorista no agotaría la presión estadounidense. Lamentablemente fue cierto, porque hoy la Cámara de Diputados va a debatir una cuarta. Cambió el presidente estadounidense pero sigue la misma política y el Grupo de Acción Financiera Internacional sigue fogoneando leyes de ese perfil.

Lo primero que surge es que el imperio fuerza ese tipo de legislaciones y la administración kirchnerista lo acepta, con algunas demoras pero acepta. La última vez, en 2007, el GAFI había emplazado a aprobarla antes del 23 de junio, cuando hacía una reunión en París. Y sobre el filo del ultimátum, el 13 de junio, los diputados alzaron sus manos. Ahora volverían a hacerlo.

Ese núcleo financiero mundial no alcanza a definir qué es el terrorismo. No son dificultades de interpretación ni semánticas. Es un problema político: para muchos en el mundo, el principal terrorista es el estado norteamericano. “Bush, fascista, vos sos el terrorista” se le cantaba al texano por lo de Irak y Afganistán. Barack Obama hizo méritos para oír el mismo canto, por continuar allí y por bombardear Libia. Por eso el GAFI no define qué es terrorismo.

In crescendo

La ley Nº 26.268 promulgada el 4 de julio de 2007 (justo en el “Día de la Independencia” del patrocinante) incorporó al Código Penal el capítulo VI sobre “asociaciones ilícitas terroristas y financiamiento del terrorismo”. El artículo 213 ter estableció: “se impondrá reclusión o prisión de Cinco (5) a Veinte (20) años al que tomare parte de una asociación ilícita cuyo propósito sea, mediante la comisión de delitos, aterrorizar a la población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o abstenerse de hacerlo”. Entre los rasgos de esa agrupación, enumeraba: “Tener un plan de acción destinado a la propagación del odio étnico, religioso o político”. Y el articulo 213 quáter fulminaba con “reclusión o prisión de 5 a 15 años al que recolectare o proveyese bienes o dinero, con conocimiento que serán utilizados para financiar a una asociación ilícita terrorista”.

Muchos organismos de derechos humanos, como el Centro de Estudios Legales y Sociales, que defiende lo actuado por el gobierno en materia de derechos humanos -y quizás por eso mismo- cuestionaron esa reforma penal.

Otras entidades políticas y movimientos de desocupados criticaron que se dejaba la hendija abierta para criminalizar sus protestas. En efecto, si se iba a penar como delito terrorista el “aterrorizar a la población”, bien podía imputarse a quienes con sus caras tapadas y gomas prendidas en una esquina, con algún palo en la mano, “infundieran temor” en los transeúntes, bajo el peso mediático y de Mauricio Macri, que presentaba esas acciones como “violentas”.

Las prevenciones contra esa demonización de los conflictos sociales no eran superfluas. Varios militantes del Movimiento Teresa Rodríguez, entre ellas su dirigente Roberto Martino, fueron procesados y detenidos por realizar un acto de repudio al Estado de Israel que masacraba palestinos. ¿No había metido la cola ese aspecto de la normativa, la que pena la propagación del “odio étnico, religioso y político”? Los argumentos de la fiscalía tenían ese sustento porque acusó a Martino y sus compañeros de ser “violentos y antisemitas”.

Entre quienes votaron por la afirmativa de la ley hubo diputados con posiciones progresistas y democráticas, como Juliana Di Tullio, Diana Conti, Vilma Ibarra, Gerónimo Vargas Aignasse, etc. Miguel Bonasso se animó a votar por la negativa. Remo Carlotto y Carlos Kunkel se ausentaron de la votación, quizás para no tener que oprimir el botón del Sí. Como sea, 101 contra 35, la idea de la Casa Blanca se patentó ley argentina.

Grupo A y el gobierno

Pese a contar con tres leyes antiterroristas, el imperio y el GAFI no se dieron por satisfechos. En 2010, en el marco de las fricciones políticas y económicas con el gobierno de Cristina Fernández por su negativa a que el FMI tuviera injerencia en la negociación con el Club de París, Obama volvió a presionar a Buenos Aires. El argumento fue que el sistema financiero argentino presentaba grietas susceptibles de ser aprovechadas por organizaciones terroristas.

No había tal riesgo. En 2011 el mayor peligro del sistema financiero local era servir de pantalla para girar al exterior millones de dólares, disimulados como remesas de dividendos y utilidades. Ese fue el drama, que redondeó hasta setiembre de este año la increíble suma de 18.351 millones de dólares.

La oposición derechosa vio en el lobby norteamericano una oportunidad para colarse. Y el 31 de julio de 2010 presentó -por medio de legisladores peronistas federales, radicales, CC y macristas-, un proyecto propio de ley antiterrorista obediente del GAFI. Había que ser un país serio. Había que insertarse en el mundo. Había que portarse bien, para recibir créditos e inversiones extranjeras.

Ese libreto opositor no prosperó, pero esas bancadas pueden decir que son la madre de la criatura, porque el 14 de octubre último, a una semana de las presidenciales, el oficialismo presentó su cuarta ley antiterrorista, peor que la de sus detractores y la de 2007. Es peor porque califica como delito de terrorismo aún sin que su autor tuviera pertenencia a una organización tipificada como tal.

Es muy grave que la iniciativa duplique la pena a cualquier delito previsto en el Código Penal si tuviera por fin infundir terror en la población u obligar a un gobierno a tomar medidas o abstenerse de adoptar determinada decisión. El GAFI plantea lo mismo, pero en un conflicto armado, mientras que el borrador argentino mantiene esa redacción aún sin guerra. Es más papista que el papa.

La futura ley dejaría a salvo los hechos de protesta social y emanados del ejercicio del derecho constitucional. Sin embargo, Verbitsky advirtió en tono crítico: “a esta confusión, incompatible con los requisitos primordiales del derecho penal, se suman ahora los conceptos abiertos e imprecisos del proyecto, que permitirían utilizar el agravante de terrorismo a la resistencia a desalojos, cortes de vías de circulación o meros actos de protesta en el espacio público. La pena prevista para una usurpación pasaría a ser de 1 a 6 años si se considera que tiene finalidad terrorista, con el riesgo de la prisión efectiva”.

HV pidió en su columna dominical (Página/12, 11/12), que el asunto no se trate en extraordinarias, para debatirlo mejor y recibir todas las opiniones. Por lo visto la presión imperial fue más efectiva. El PEN admitía en sus considerandos que “es preciso adecuar la normativa nacional a las transformaciones registradas a nivel global y a los más elevados estándares internacionales”.

Es poco recomendable un periodismo auto referencial. Pero después de haber citado a otros colegas, se puede recordar cómo terminaba la nota de este cronista, cuatro años atrás: “El Departamento de Estado expresó sus plácemes por la tercera ley pero ya quiere una cuarta, sobre tráfico de personas. Después vendrá la quinta y luego la sexta”. Tal cual. Conservar la silla en el G-20 tiene sus obligaciones…

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