martes, 27 de diciembre de 2011
¿Cuánta más violencia soportará Honduras?
RNW
Por Manuel Torres
Manifestación contra la violencia en Honduras
Honduras cierra en el 2011 el año más violento de su historia, con sicarios adolescentes sembrando de muertes una sociedad que la CEPAL caracteriza como la de mayor crecimiento de la pobreza y las desigualdades en América Latina. La incertidumbre respecto al 2012 es ¿Cuánta violencia común y política soportará Honduras o cabe todavía hundirse más?
La tasa nacional de homicidios es 84 por cada cien mil habitantes, y en algunas regiones, como la del litoral atlántico, más de 130; superior a la vigente en países en guerra o conflicto armado. La percepción en buena parte de la sociedad es que Honduras entera es Ciudad Juárez. Según el Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional, entre enero y noviembre de este año suman 6,502 crímenes, superior a las 4,465 víctimas del 2010.
Más allá de la violencia directa, cuantificable, hay un daño colateral inconmensurable; una narrativa de la tristeza e inseguridad se impone poco a poco. Los cambios obligados son de hábito y de forma. Las funerarias cierran sus puertas, con deudos dentro, a medianoche para evitar que entren los delincuentes, y en los rótulos de muchos negocios se borran los números telefónicos para dificultar las extorsiones.
Para este país que registra el único golpe de Estado del siglo XXI en Latinoamérica, la violencia no ha sido extraña, pero jamás a las magnitudes actuales. En 1990, cuando se inició el modelo de ajuste neoliberal, la tasa de homicidios era de 10 por cada cien mil habitantes; apenas rebasando la media mundial de 8.8.
Veinte años después, con el modelo económico todavía vigente, la mayor parte de los homicidios califican como “ajuste de cuentas”, y 55% de las muertes son ejecutadas por el crimen organizado a través de jóvenes hondureños que son clones de sus pares colombianos retratados en “La virgen de los sicarios”.
Lo usual es que se movilizan en motocicletas y entran y desaparecen con extrema rapidez de la escena del crimen. El sicariato comprende múltiples posibilidades de motivaciones criminales, dado que el asesino a sueldo comete su crimen por una paga, independiente del móvil del autor intelectual.
De manera general, los hombres representan 88.2% de las víctimas, y las mujeres 11.8%. En el 84.9% de los casos se utilizan armas de fuego, incluyendo las terriblemente populares AK-47, muchas de ellas herencia del conflicto armado centroamericano de la década de los 80.
Una de las características más graves es que el rango de edad más común entre las víctimas ocurre entre los 15 y 18 años. “Nunca he logrado entender esta dinámica demencial en contra de los jóvenes”, comentó a RNW José Manuel Capellín, director de Casa Alianza, una organización no gubernamental que trabaja la recuperación social de niños y jóvenes que sobreviven en las calles.
“Lo denunciamos una y otra vez, publicamos libros e investigaciones, hacemos registros periódicos de lo que ocurre, pero nada cambia, es como una tragedia griega en la cual las víctimas no escapan a su destino”, afirmó Capellín. Criterios similares manifiestan las organizaciones feministas, alarmadas por el incremento de los llamados “crímenes de odio” contra las mujeres.
Las cifras muestran que hubo un incremento alarmante de muertes de mujeres a partir de 2005, sobre todo en edades comprendidas de 20 a 24 años, sin que haya una explicación del por qué se originó. Si bien los asesinatos de mujeres representan 10% de los homicidios en los últimos seis años, su impacto social es alto debido al grado extremo de violencia que adquieren, el alto nivel de impunidad que encierran estas muertes y el hecho de que la mayoría de las víctimas son jefas de hogar, por lo cual sus familias quedan a la deriva.
¿Quiénes son los que más mueren? Los registros destacan a obreros, trabajadores por cuenta propia, ayudantes y despachadores de vehículos de transporte, comerciantes y aquellos trabajos relacionados con la seguridad: guardias o vigilantes de seguridad privada, policías y militares. Otras ocupaciones vulnerables son los comerciantes y empresarios, además de periodistas y comunicadores sociales, que suman 17 casos con el reciente asesinato de una periodista, víctima también de sicarios.
Sin embargo, lo que podría ser una dinámica de violencia atribuida a la delincuencia común dio un giro radical el pasado 22 de octubre cuando dos jóvenes universitarios, entre ellos Alejandro Vargas Castellanos (22), hijo de la Rectora de la Universidad Nacional, Julieta Castellanos, aparecieron asesinados. Con ambos sumaron 28 los universitarios ejecutados en el transcurso del año, sin que los casos hayan sido resueltos.
Con el apoyo de los equipos científicos de la universidad, Castellanos comprobó con horror que los asesinos de los dos jóvenes habían sido policías activos, y al seguir su pista descubrió una organización criminal tenebrosa operando desde el interior de la policía.
La prensa se sumó a la investigación y puso al descubierto conexiones policiales directas con extorsiones, secuestros, robos, ejecuciones por encargo, narcotráfico y asesinatos, en un nivel tal que el presidente Porfirio Lobo dijo “no tener idea de su magnitud”.
La valentía de la Rectora redujo el miedo de buena parte de la sociedad hondureña que se armó de valor y protesta exigiendo una intervención nacional e internacional en la policía y una reforma a fondo del sistema de justicia y seguridad imperantes.
La tarea, sin embargo, es compleja y de naturaleza política. El crimen organizado hace tiempo rebasó sus límites y tiene un poder de intimidación y veto extraordinario. Honduras, de hecho, vive tardíamente etapas históricas que ya recorrieron otros países, como Colombia y México, entre ellas la implantación del terror indiscriminado. El reciente asesinato de un dirigente político demócrata cristiano que denunciaba la penetración del narcotráfico en la policía es uno de sus ejemplos.
¿Cómo se explica este saldo tan desalentador de 30 años de democracia formal, interrumpida en el 2009 por el Golpe de Estado? Para el sociólogo Eugenio Sosa, la persistencia de la desigualdad y la pobreza está asociada al fracaso de las políticas públicas, incluyendo las de seguridad. En especial plantea que “la desigualdad perpetúa a los sectores más ricos, produce vulnerabilidad del Estado ante la captura del mismo por grupos de poder y es factor generador de inestabilidad política e institucional”.
El consenso entre los analistas es que la inseguridad y la violencia son consecuencias y, a la vez, causas de la profunda crisis económica, social y ética de la sociedad hondureña, y que a fuerza de impunidad una mafia parece haberse apoderado de los principales resortes de poder en el Estado.
“En este caso, los buenos son los menos y los malos son los más, ese es el gran dilema que estamos enfrentando la sociedad ante el deterioro de la legitimidad de las instituciones que conforman el sistema de la seguridad y la justicia en nuestro país", dijo la socióloga Leticia Salomón. Su advertencia, cruda, tiene por objetivo plantear dos desafíos centrales del país, por un lado la inseguridad que proviene de la delincuencia y, por otro, la impunidad que proviene del Estado, ligada a la ineficiencia, corrupción y politización partidaria. La combinación de ambos explica lo difícil que es la lucha de la ciudadanía hondureña por construir un Estado de derecho.
Sin duda, cuando caiga el último día del 2011, en la mayoría de los hogares hondureños sentirán cierto alivio de ser sobrevivientes de una guerra letal no declarada. Lo que no pueden anticipar es sí tendrán la misma suerte el año que viene.
Por Manuel Torres
Manifestación contra la violencia en Honduras
Honduras cierra en el 2011 el año más violento de su historia, con sicarios adolescentes sembrando de muertes una sociedad que la CEPAL caracteriza como la de mayor crecimiento de la pobreza y las desigualdades en América Latina. La incertidumbre respecto al 2012 es ¿Cuánta violencia común y política soportará Honduras o cabe todavía hundirse más?
La tasa nacional de homicidios es 84 por cada cien mil habitantes, y en algunas regiones, como la del litoral atlántico, más de 130; superior a la vigente en países en guerra o conflicto armado. La percepción en buena parte de la sociedad es que Honduras entera es Ciudad Juárez. Según el Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional, entre enero y noviembre de este año suman 6,502 crímenes, superior a las 4,465 víctimas del 2010.
Más allá de la violencia directa, cuantificable, hay un daño colateral inconmensurable; una narrativa de la tristeza e inseguridad se impone poco a poco. Los cambios obligados son de hábito y de forma. Las funerarias cierran sus puertas, con deudos dentro, a medianoche para evitar que entren los delincuentes, y en los rótulos de muchos negocios se borran los números telefónicos para dificultar las extorsiones.
Para este país que registra el único golpe de Estado del siglo XXI en Latinoamérica, la violencia no ha sido extraña, pero jamás a las magnitudes actuales. En 1990, cuando se inició el modelo de ajuste neoliberal, la tasa de homicidios era de 10 por cada cien mil habitantes; apenas rebasando la media mundial de 8.8.
Veinte años después, con el modelo económico todavía vigente, la mayor parte de los homicidios califican como “ajuste de cuentas”, y 55% de las muertes son ejecutadas por el crimen organizado a través de jóvenes hondureños que son clones de sus pares colombianos retratados en “La virgen de los sicarios”.
Lo usual es que se movilizan en motocicletas y entran y desaparecen con extrema rapidez de la escena del crimen. El sicariato comprende múltiples posibilidades de motivaciones criminales, dado que el asesino a sueldo comete su crimen por una paga, independiente del móvil del autor intelectual.
De manera general, los hombres representan 88.2% de las víctimas, y las mujeres 11.8%. En el 84.9% de los casos se utilizan armas de fuego, incluyendo las terriblemente populares AK-47, muchas de ellas herencia del conflicto armado centroamericano de la década de los 80.
Una de las características más graves es que el rango de edad más común entre las víctimas ocurre entre los 15 y 18 años. “Nunca he logrado entender esta dinámica demencial en contra de los jóvenes”, comentó a RNW José Manuel Capellín, director de Casa Alianza, una organización no gubernamental que trabaja la recuperación social de niños y jóvenes que sobreviven en las calles.
“Lo denunciamos una y otra vez, publicamos libros e investigaciones, hacemos registros periódicos de lo que ocurre, pero nada cambia, es como una tragedia griega en la cual las víctimas no escapan a su destino”, afirmó Capellín. Criterios similares manifiestan las organizaciones feministas, alarmadas por el incremento de los llamados “crímenes de odio” contra las mujeres.
Las cifras muestran que hubo un incremento alarmante de muertes de mujeres a partir de 2005, sobre todo en edades comprendidas de 20 a 24 años, sin que haya una explicación del por qué se originó. Si bien los asesinatos de mujeres representan 10% de los homicidios en los últimos seis años, su impacto social es alto debido al grado extremo de violencia que adquieren, el alto nivel de impunidad que encierran estas muertes y el hecho de que la mayoría de las víctimas son jefas de hogar, por lo cual sus familias quedan a la deriva.
¿Quiénes son los que más mueren? Los registros destacan a obreros, trabajadores por cuenta propia, ayudantes y despachadores de vehículos de transporte, comerciantes y aquellos trabajos relacionados con la seguridad: guardias o vigilantes de seguridad privada, policías y militares. Otras ocupaciones vulnerables son los comerciantes y empresarios, además de periodistas y comunicadores sociales, que suman 17 casos con el reciente asesinato de una periodista, víctima también de sicarios.
Sin embargo, lo que podría ser una dinámica de violencia atribuida a la delincuencia común dio un giro radical el pasado 22 de octubre cuando dos jóvenes universitarios, entre ellos Alejandro Vargas Castellanos (22), hijo de la Rectora de la Universidad Nacional, Julieta Castellanos, aparecieron asesinados. Con ambos sumaron 28 los universitarios ejecutados en el transcurso del año, sin que los casos hayan sido resueltos.
Con el apoyo de los equipos científicos de la universidad, Castellanos comprobó con horror que los asesinos de los dos jóvenes habían sido policías activos, y al seguir su pista descubrió una organización criminal tenebrosa operando desde el interior de la policía.
La prensa se sumó a la investigación y puso al descubierto conexiones policiales directas con extorsiones, secuestros, robos, ejecuciones por encargo, narcotráfico y asesinatos, en un nivel tal que el presidente Porfirio Lobo dijo “no tener idea de su magnitud”.
La valentía de la Rectora redujo el miedo de buena parte de la sociedad hondureña que se armó de valor y protesta exigiendo una intervención nacional e internacional en la policía y una reforma a fondo del sistema de justicia y seguridad imperantes.
La tarea, sin embargo, es compleja y de naturaleza política. El crimen organizado hace tiempo rebasó sus límites y tiene un poder de intimidación y veto extraordinario. Honduras, de hecho, vive tardíamente etapas históricas que ya recorrieron otros países, como Colombia y México, entre ellas la implantación del terror indiscriminado. El reciente asesinato de un dirigente político demócrata cristiano que denunciaba la penetración del narcotráfico en la policía es uno de sus ejemplos.
¿Cómo se explica este saldo tan desalentador de 30 años de democracia formal, interrumpida en el 2009 por el Golpe de Estado? Para el sociólogo Eugenio Sosa, la persistencia de la desigualdad y la pobreza está asociada al fracaso de las políticas públicas, incluyendo las de seguridad. En especial plantea que “la desigualdad perpetúa a los sectores más ricos, produce vulnerabilidad del Estado ante la captura del mismo por grupos de poder y es factor generador de inestabilidad política e institucional”.
El consenso entre los analistas es que la inseguridad y la violencia son consecuencias y, a la vez, causas de la profunda crisis económica, social y ética de la sociedad hondureña, y que a fuerza de impunidad una mafia parece haberse apoderado de los principales resortes de poder en el Estado.
“En este caso, los buenos son los menos y los malos son los más, ese es el gran dilema que estamos enfrentando la sociedad ante el deterioro de la legitimidad de las instituciones que conforman el sistema de la seguridad y la justicia en nuestro país", dijo la socióloga Leticia Salomón. Su advertencia, cruda, tiene por objetivo plantear dos desafíos centrales del país, por un lado la inseguridad que proviene de la delincuencia y, por otro, la impunidad que proviene del Estado, ligada a la ineficiencia, corrupción y politización partidaria. La combinación de ambos explica lo difícil que es la lucha de la ciudadanía hondureña por construir un Estado de derecho.
Sin duda, cuando caiga el último día del 2011, en la mayoría de los hogares hondureños sentirán cierto alivio de ser sobrevivientes de una guerra letal no declarada. Lo que no pueden anticipar es sí tendrán la misma suerte el año que viene.
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