Por Julio Escoto
Evidente que carecían de plan de gobierno para la seguridad ciudadana y que los lemas de campaña electorera fueron solo eso: intentos, ideas y engaño, pancartas de calle.
Y que en ensayo y error se les fueron dos años improvisando, usando el presupuesto estatal para ganar imagen y sustentar una inmadura propuesta presidencialista mientras la corrupción engrosaba y la desidia agravaba el problema.
Lo de siempre y como siempre: engreídos novatos llenos de soberbia rayana en la psicopatología y que acceden al poder no con afán de servir, sino de servirse, tan enfatuados que imaginan saberlo todo y desprecian a la asesoría técnica, el conocimiento de los expertos y la ciencia internacional.
Con lo que la pus linfática de un siglo de bipartidismo prosigue expandiéndose: se sustituye a un ineficiente con otro ignorante, desconocedor igual que quienes lo nombran -llámese Congreso, Poder Ejecutivo o comisión especializada en la que sus miembros todos carecen de especialidad en materia de protección pública- para volver a improvisar. Una de las leyes atribuidas a Murphy asevera: “cada funcionario de gobierno asciende naturalmente hasta su más apropiada escala de incapacidad”.
Pero el fenómeno no es inocente. Por lo contrario, forma parte de una elaborada estructura de mentira y distracción encaminada a promover que el ciudadano común crea que el Estado privilegia lo honesto y que el sistema se remienda a sí mismo, lo cual es falso.
Son como pases de prestidigitación e hipnotismo elaborados por actores y cómplices viejos -lo que no implica calidad-, experimentados en aparentar lo opuesto de lo que se procesa, es decir de democracia cuando lo que practican es autoritarismo, de justicia cuando se crea inequidad, de virtud cuando lo que hay es vicio.
De lo que se trata es de fingir que ocurren avances pero para preservar el status quo y mejor el retroceso; para que nada cambie y si acaso solamente para provecho personal o de clase; que la población continúe dormecida contemplando al espectáculo oficial de vanos fuegos pirotécnicos, retórica y simulación.
Y toda esa maquinara obedece a un fin primario, que es atribuir mil causas inmediatas a los fenómenos del delito y la delincuencia, menos la desigualdad.
Pues si bien la pobreza directa no es razón obligada del crimen, obvio que lo condiciona y sustenta: una población sumida en analfabetismo, superstición teológica, insalubridad, carencia de vivienda, desempleo y con hambre poco tiene que perder si roba o mata, máxime en una sociedad donde se extravió el respeto a la Policía, donde el ejército vomita en la Constitución y donde el aparato judicial es remedo de ética y moral.
Donde a vista común los diputados malversan los subsidios y se los apropian o cuando emplean los recursos nacionales para gestionar campañas privadas de ambición electorera; donde a las políticas interiores y exteriores las dicta una inteligencia ajena e imperial (“en 30 años” dice el periodista José Steinleger, “el neoliberalismo vejó la política, concentró la economía, alienó la educación, monopolizó la comunicación y traficó con la cultura de los pueblos, despojándolos de identidad”), y donde el gobernante de la patria es presa del miedo y los malos consejeros, víctima del secuestro de las élites de poder y del militarismo.
La dinamo para la violencia que sufrimos es el injusto y desproporcionado reparto de la riqueza en el país, lo que engendra odios e incentiva la lucha de clases.
Quien usufructúa los recursos nacionales y extrae el provecho máximo del Estado debería anticipar que atiza la caldera del diablo y que la primera víctima de los comensales de la ira, dentro del fogón, será él.
La explotación del hombre no es eterna pues las sociedades progresan y se liberan. No así los Estados ineptos, como este, que escuchan -sin saber que provienen de ellos mismos- las manotadas de ahogado de su perdición.
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