miércoles, 23 de marzo de 2011
Recuerdos de David Viñas
Rebelión
Por Néstor Kohan
Si una palabra define a David Viñas [1929-2011] es la vitalidad, por eso reconozco que me cuesta escribir estas líneas.
No fui su amigo personal. Simplemente alumno suyo, en la Universidad, y compañero en el terreno político e ideológico.
Lo recuerdo como un hombre vehemente, apasionado, que ponía el cuerpo en sus polémicas y jamás hablaba en tercera persona. Se hacía cargo de lo que enunciaba, con todo lo que eso implica en la represiva cultura política argentina. Representaba la figura exactamente opuesta al “especialista” académico que no puede formular una sola idea propia, tan de moda hoy en día, rumiador mediocre de papers inodoros, incoloros, insípidos.
Mi primer acercamiento a su obra fue su libro De Sarmiento a Cortazar, que en la vieja edición que conseguí, de tapa naranja, llevaba por subtítulo Literatura argentina y realidad política cuando en realidad ese era el verdadero título, ya que Viñas lo fue reescribiendo muchas veces (en 1996 lo reeditó ampliándolo y reescribiéndolo bajo los títulos De los jacobinos porteños a la bohemia anarquista y De Lugones a Walsh). Me animaría a decir que esa obra nunca tuvo un final, la estaba reescribiendo permanentemente. Compré De Sarmiento a Cortazar de adolescente, cuando todavía estaba en la secundaria. Me llamaron la atención precisamente esos dos personajes que aparecían en el título, Cortázar y Sarmiento. La conseguí usada en una librería del barrio de Liniers. La primera vez que la leí no la entendí. Me costaba la prosa de Viñas, sus interpelaciones permanentes al lector, sus cortes y arranques de ritmo, sus alusiones irónicas que dejaban perplejo al que no entendía el código de complicidad polémica. Recién cuando lo tuve de profesor comprendí cuanto debía esa escritura tan poco lineal a su manera de conversar y pensar.
Luego conseguí De los Montoneros a los anarquistas, un largo ensayo suyo que pretendía profundizar en una visión de la historia argentina del siglo XIX a contramano, nuevamente, de liberales y nacionalistas.
Años más tarde, aunque yo no estudiaba Letras y su materia no me “servía”, me anoté y la cursé igual. ¡Un lujo! Aquella vez la dedicó íntegra a Sarmiento. Ni demonio ni santo, un burgués conquistador, así definía Viñas al temible sanjuanino, ídolo de las izquierdas liberales (incluyendo socialistas y comunistas argentinos) y monstruo para los relatos nacionalistas y populistas. Viñas intentaba, como en toda su obra, descentrarse de liberales y populistas, no ir a remolque de ninguna de las tradiciones hegemónicas de la burguesía argentina, construyendo una mirada crítica en clave marxista desde un ángulo de autonomía cultural de la izquierda, como en Perú había hecho José Carlos Mariátegui.
Recuerdo aquella aula repleta y al viejo con sus bigotazos (ya canosos) y sus lentes negros cautivando a todos sus estudiantes. Se permitía la erudición pero incomodaba a toda la mugre académica, rechazando los tics de falsa distinción. Sus clases eran, semana a semana, intervenciones políticas. Husmeaba en papeles perdidos mientras polemizaba agudamente con los políticos del momento. De las múltiples anécdotas, recuerdo dos momentos singulares, su crítica ácida del cine de Fernando Pino Solanas, y de una película suya en particular, Tangos, el exilio de Gardel por entonces idolatrada por todo el progresismo nacional-popular; y un diálogo con un estudiante que le peguntó sobre la obra de Borges, arquetipo de la cultura falsamente cosmopolita del liberalismo criollo. El viejo profesor se sacó sus lentes gruesos, levantó la vista de sus papeles, y con su voz gruesa le contestó con toda seriedad al estudiante de letras: “¿Borges…? ¡Borges es un mal cogido!”, tras lo cual se puso los lentes de nuevo y siguió su clase como si nada, mientras la mitad del estudiantado se reía y la otra mitad se ofendía.
Años después lo pude conocer desde otro ángulo, como compañero de militancia política, ya sin la academia de por medio. Seguía siendo exactamente el mismo. No tenía dos personalidades, como tantos otros intelectuales engreídos que impostan la voz y fruncen el ceño cuando están en la academia, creyendo que así ganan certificado de “seriedad” y respeto de la sociedad oficial. En charlas, debates y foros políticos organizados por algunas de las Cátedras Che Guevara, por la revista América Libre o la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo, Viñas continuaba con sus polémicas. Me tocó sentarme al lado suyo pero lo seguía sintiendo como un maestro. Recuerdo unas jornadas políticas, organizadas durante la década de los 90 en la Facultad de Filosofía y Letras, cuando en una mesa colectiva junto con Roberto Fernández Retamar y otros compañeros cubanos, Viñas arremetió contra Pacho O’Donnell, Jorge Asís y otros personajes menemistas del mismo tenor. En esos años le tocó ser candidato a intendente por la ciudad de Buenos Aires. Recuerdo el tremendo lío que se armó en la calle cuando la militancia del PC y la del trotskismo morenista —por entonces electoralmente unidos— comenzó a pelearse cuando Viñas, desde un acto de la avenida Corrientes, habló de Evita. David Viñas asumió esa tarea política por deber, aunque sospecho (nunca lo supe a ciencia cierta ni llegué a preguntárselo) que no debía personalmente estar muy cómodo en medio de esas trifulcas.
Y luego me tocó comentar varios libros suyos en un monopolio de comunicación y en algún que otro diario. De Sarmiento a Dios (viajeros argentinos a USA), Menemato y otros suburbios, Textos de y sobre Rodolfo Walsh. En esas reseñas críticas escribí: “Si Sarmiento fue —en su polémica con Alberdi—, a pesar de sus odios por Facundo y su admiración por Estados Unidos, «el montonero de la literatura», Viñas representa en la cultura argentina actual el montonero de la crítica”. Siempre coherente con su voluntad de incomodar, de patear el tablero y la complacencia, Viñas no dudaba en cuestionar a Beatriz Sarlo y otros popes inmaculados de la crítica local mimados por el poder de turno.
El viejo andaba itinerante, no tenía oficina ni secretaria. Se murió como José Luis Mangieri y tantos otros intelectuales revolucionarios que hemos querido y admirado, sin un peso en el bolsillo. Sin acomodos, sin oportunismos, sin obsecuencia frente al poder que él tanto despreciaba y que hoy pretende, cínicamente, rendirle “homenaje”.
Por Néstor Kohan
Si una palabra define a David Viñas [1929-2011] es la vitalidad, por eso reconozco que me cuesta escribir estas líneas.
No fui su amigo personal. Simplemente alumno suyo, en la Universidad, y compañero en el terreno político e ideológico.
Lo recuerdo como un hombre vehemente, apasionado, que ponía el cuerpo en sus polémicas y jamás hablaba en tercera persona. Se hacía cargo de lo que enunciaba, con todo lo que eso implica en la represiva cultura política argentina. Representaba la figura exactamente opuesta al “especialista” académico que no puede formular una sola idea propia, tan de moda hoy en día, rumiador mediocre de papers inodoros, incoloros, insípidos.
Mi primer acercamiento a su obra fue su libro De Sarmiento a Cortazar, que en la vieja edición que conseguí, de tapa naranja, llevaba por subtítulo Literatura argentina y realidad política cuando en realidad ese era el verdadero título, ya que Viñas lo fue reescribiendo muchas veces (en 1996 lo reeditó ampliándolo y reescribiéndolo bajo los títulos De los jacobinos porteños a la bohemia anarquista y De Lugones a Walsh). Me animaría a decir que esa obra nunca tuvo un final, la estaba reescribiendo permanentemente. Compré De Sarmiento a Cortazar de adolescente, cuando todavía estaba en la secundaria. Me llamaron la atención precisamente esos dos personajes que aparecían en el título, Cortázar y Sarmiento. La conseguí usada en una librería del barrio de Liniers. La primera vez que la leí no la entendí. Me costaba la prosa de Viñas, sus interpelaciones permanentes al lector, sus cortes y arranques de ritmo, sus alusiones irónicas que dejaban perplejo al que no entendía el código de complicidad polémica. Recién cuando lo tuve de profesor comprendí cuanto debía esa escritura tan poco lineal a su manera de conversar y pensar.
Luego conseguí De los Montoneros a los anarquistas, un largo ensayo suyo que pretendía profundizar en una visión de la historia argentina del siglo XIX a contramano, nuevamente, de liberales y nacionalistas.
Años más tarde, aunque yo no estudiaba Letras y su materia no me “servía”, me anoté y la cursé igual. ¡Un lujo! Aquella vez la dedicó íntegra a Sarmiento. Ni demonio ni santo, un burgués conquistador, así definía Viñas al temible sanjuanino, ídolo de las izquierdas liberales (incluyendo socialistas y comunistas argentinos) y monstruo para los relatos nacionalistas y populistas. Viñas intentaba, como en toda su obra, descentrarse de liberales y populistas, no ir a remolque de ninguna de las tradiciones hegemónicas de la burguesía argentina, construyendo una mirada crítica en clave marxista desde un ángulo de autonomía cultural de la izquierda, como en Perú había hecho José Carlos Mariátegui.
Recuerdo aquella aula repleta y al viejo con sus bigotazos (ya canosos) y sus lentes negros cautivando a todos sus estudiantes. Se permitía la erudición pero incomodaba a toda la mugre académica, rechazando los tics de falsa distinción. Sus clases eran, semana a semana, intervenciones políticas. Husmeaba en papeles perdidos mientras polemizaba agudamente con los políticos del momento. De las múltiples anécdotas, recuerdo dos momentos singulares, su crítica ácida del cine de Fernando Pino Solanas, y de una película suya en particular, Tangos, el exilio de Gardel por entonces idolatrada por todo el progresismo nacional-popular; y un diálogo con un estudiante que le peguntó sobre la obra de Borges, arquetipo de la cultura falsamente cosmopolita del liberalismo criollo. El viejo profesor se sacó sus lentes gruesos, levantó la vista de sus papeles, y con su voz gruesa le contestó con toda seriedad al estudiante de letras: “¿Borges…? ¡Borges es un mal cogido!”, tras lo cual se puso los lentes de nuevo y siguió su clase como si nada, mientras la mitad del estudiantado se reía y la otra mitad se ofendía.
Años después lo pude conocer desde otro ángulo, como compañero de militancia política, ya sin la academia de por medio. Seguía siendo exactamente el mismo. No tenía dos personalidades, como tantos otros intelectuales engreídos que impostan la voz y fruncen el ceño cuando están en la academia, creyendo que así ganan certificado de “seriedad” y respeto de la sociedad oficial. En charlas, debates y foros políticos organizados por algunas de las Cátedras Che Guevara, por la revista América Libre o la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo, Viñas continuaba con sus polémicas. Me tocó sentarme al lado suyo pero lo seguía sintiendo como un maestro. Recuerdo unas jornadas políticas, organizadas durante la década de los 90 en la Facultad de Filosofía y Letras, cuando en una mesa colectiva junto con Roberto Fernández Retamar y otros compañeros cubanos, Viñas arremetió contra Pacho O’Donnell, Jorge Asís y otros personajes menemistas del mismo tenor. En esos años le tocó ser candidato a intendente por la ciudad de Buenos Aires. Recuerdo el tremendo lío que se armó en la calle cuando la militancia del PC y la del trotskismo morenista —por entonces electoralmente unidos— comenzó a pelearse cuando Viñas, desde un acto de la avenida Corrientes, habló de Evita. David Viñas asumió esa tarea política por deber, aunque sospecho (nunca lo supe a ciencia cierta ni llegué a preguntárselo) que no debía personalmente estar muy cómodo en medio de esas trifulcas.
Y luego me tocó comentar varios libros suyos en un monopolio de comunicación y en algún que otro diario. De Sarmiento a Dios (viajeros argentinos a USA), Menemato y otros suburbios, Textos de y sobre Rodolfo Walsh. En esas reseñas críticas escribí: “Si Sarmiento fue —en su polémica con Alberdi—, a pesar de sus odios por Facundo y su admiración por Estados Unidos, «el montonero de la literatura», Viñas representa en la cultura argentina actual el montonero de la crítica”. Siempre coherente con su voluntad de incomodar, de patear el tablero y la complacencia, Viñas no dudaba en cuestionar a Beatriz Sarlo y otros popes inmaculados de la crítica local mimados por el poder de turno.
El viejo andaba itinerante, no tenía oficina ni secretaria. Se murió como José Luis Mangieri y tantos otros intelectuales revolucionarios que hemos querido y admirado, sin un peso en el bolsillo. Sin acomodos, sin oportunismos, sin obsecuencia frente al poder que él tanto despreciaba y que hoy pretende, cínicamente, rendirle “homenaje”.
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