Por Claudia Korol
“¿Cómo está, compañera? ¿Qué dice?” Así empezaba su charla invariablemente David. Un café tras otro. Un pucho tras otro. “Mozo, fuego por favor”. “¿No me da un cigarrito?”. No sé si los mozos lo habrán leído. Pero lo saludaban con ternura. Mientras acercaban el cigarro, el fuego.
David abría el diario La Nación, frenéticamente subrayado y con anotaciones al margen. “Mire esto, compañera. ¿Qué hacemos? Algo hay que hacer”.
La charla fluía. El tipo era un amigo. Un viejo cascarrabias. Un eterno enamoradizo. Un intelectual que honraba al nombre y al compromiso que significaba. Un laburante de la palabra, de la investigación, del análisis que paseaba desde la literatura a la historia, sabiendo que una y otra eran la misma cosa, eran nuestra posibilidad de enfrentar al poder oligárquico, al poder imperialista, con razones y corazones. Poniendo el cuero si fuera necesario. “Otro café, compañera”.
La palabra “compañera” en su voz grave, marcada por años de humo, era un regalo. Su risa celebraba de pronto alguna ocurrencia. Luchaba contra la banalización de las modas culturales y políticas de la ciudad que amaba. Despreciaba la tilinguería posmoderna, el facilismo, la rendición ante la hegemonía.
Siempre nos acompañó en las aventuras que realizamos desde la revista y luego editorial América Libre. Entregaba sus artículos escritos a máquina, y corregidos a mano, con una impronta tan personal como su contenido.
A veces, en voz baja, confesaba algún dolor. O subía el tono con rabia si recordaba una agachada de alguno/a de sus colegas, que ahora lo pueden llenar de galardones, pero que en muchos momentos lo dejaron como boxeador solitario, desnudo en un rincón.
Polémico, apasionado. “¿Qué hay, compañera? ¿Qué me cuenta?” David escuchaba. Sabía escuchar. Y hablaba. Sabía hablar. Cultivaba el diálogo sin jerarquías. El maestro atendía entre cafés los comentarios de tantos hombres, mujeres, jóvenes, y después no tanto…, que le pedíamos su opinión, su consejo, su mirada irreverente.
Siempre tenía un proyecto entre las manos. Una revista, un programa de algo…
Insistía en la necesidad de contar con un lugar donde juntarse en el centro de la ciudad, que no estuviera atravesado por la lógica del consumo ni por los adulones del poder de turno.
“Un caidero”, enfatizaba David. En la calle Corrientes, claro. Entre los libros y el humo. Un “caldero” donde pudieran llegarse a cualquier hora la gente de la calle Corrientes, los eternos bohemios que necesitan todavía del encuentro sin mediaciones para arreglar el mundo.
“Un caidero”, compañera, donde nos juntemos, donde hablar de las cosas que hay que hablar, no de las que nos hacen hablar. Y volvía a abrir La Nación, el diario de la derecha, al que estudiaba estudiándola. “¿Ya leyó lo que dice de tal o cual tema?”
David se fue apagando en un bar de La Paz. Las últimas veces me dolía encontrarlo. Tenía deudas, angustias. Y un orgullo enorme como para pedir lo que necesitaba. No había transado jamás y no lo haría.
Su cabeza seguía atentamente las transformaciones mundiales y nacionales. A veces la movía hacia uno y otro lado. Pensaba con todo el cuerpo. Escribía con todo el cuerpo.
David era un intelectual de otro tiempo. El que necesitamos para mirar el futuro, para habitar el presente. El que piensa y dice, sin especular con las consecuencias. Sabía del dolor de las pérdidas. Extrañaba a sus hijos desaparecidos. Los evocaba con su tosca ternura. Como a su maestro Rodolfo Walsh. Al referirse a él, en artículos y conferencias repetía siempre: “Se podría ir formulando ―al evaluar las diversas prácticas de Walsh― una suerte de ecuación: a mayor criticismo y heterodoxia, mayor riesgo de sanción. El típico estar fuera de lugar de los escritores heterodoxos de la Argentina al estilo de Martínez Estrada, debería traducirse aquí como un réquiem o un epitafio”.
David estuvo siempre fuera de lugar. No encajaba en los salones literarios. Era un hombre de bar. Un profeta del “caldero”.
Todavía no me atrevo a entrar a La Paz y no verlo. Será una ausencia irreemplazable. No me consuela pensar en que otros jóvenes enarbolarán su rabia y su ternura en una literatura sin concesiones. No me entusiasma pensar que con el paso del tiempo David será más fuerte que Goliat.
Quiero todavía el espacio que nos falta. Quiero a David, inaugurando el “caldero”.
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