viernes, 25 de marzo de 2011
Carta de un escritor a la Junta Militar
Por Alejandro Hosne
Viajó en tren desde la provincia de Buenos Aires a la capital, con un sombrero de paja, parte de su disfraz de jubilado. Llevaba una pistola calibre 22, pero su arma principal, que también llevaba encima, estaba hecha de palabras. Era una carta. Sabía perfectamente que a causa de sus palabras era que lo buscaban desde hacía años; tenía el don de hacer de sus ideas duros y reveladores escritos, siempre denunciantes del poder político y sus crímenes. Ahora, bajo la dictadura militar más sanguinaria de la historia de Argentina, continuaba persiguiendo a sus perseguidores, prácticamente solo. Planeaba enviar la carta a medios de comunicación nacionales y a corresponsales extranjeros.
Ese 25 de marzo de 1977 la ciudad de Buenos Aires debió verse vacía, controlada, solitaria. Nada de ruido ni gentío, el silencio era el eje de hierro de la vida diaria, por más que muchos millones de argentinos lo negaran o pretendieran acostumbrarse. El año anterior, luego del violento golpe de estado, él y un pequeño grupo de periodistas y militantes habían creado ANCLA (Agencia de Noticias Clandestina). Sin descanso, informaban sobre lo que nadie quería informar: las atrocidades cometidas por la dictadura. Los periódicos de la época recibían esos cables. Jamás los publicaron. Por miedo incluso a veces ni los leían, aunque en algunos medios extranjeros llegaron a divulgarse.
Su carta, esta vez, iba firmada. Con su nombre y número de documento. Entre tanta censura y omisión, decidió que firmar y hacerse responsable de su texto era más necesario que nunca. Es inútil mencionar que se jugaba la vida.
Llegó a la esquina donde debía verse con un compañero de la organización guerrillera. Algo estaba mal, quizá haya visto demasiado movimiento o demasiado poco. No tardó en advertir que la cita estaba cantada, lo que significaba que su compañero había sido apresado y bajo tortura confesó donde iban a encontrarse. Uno de los represores del grupo de tareas del ejército tenía la orden de taclearlo (era ex rugbier) y capturarlo vivo. El militar no pudo taclearlo, y Rodolfo Walsh sacó su pistola, no tanto para matar sino para impedir que lo capturaran. Lo había dicho él mismo en un escrito meses atrás: ser capturado vivo significaba torturas indefinidas, delación, humillación.
Encargado de logística, jefe de información de la organización guerrillera, el escritor y periodista era uno de los objetivos más buscados (¿odiado, temido?) por los cabecillas de la dictadura. Walsh disparó su pistola y enseguida varias ráfagas de ametralladora cayeron sobre él. No se sabe si llegó vivo al siniestro centro de detención clandestino de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) o si murió en el tiroteo, lo cierto es que no sobrevivió a ese día. Al final no pudieron sacarle nada, sin contar con que antes de acudir a la cita-trampa ya había depositado en un buzón su hoy célebre “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, dirigida a los principales medios periodísticos. En ella analizaba con impresionante lucidez, anticipándose a toda investigación realizada posteriormente en democracia, los horrores que estaba viviendo la nación argentina; exponía sus infamias, su rendición al capital financiero, su deliberada entrega del estado a manos privadas, la censura, el control ideológico, el asesinato, todo estaba ahí.
La carta no fue publicada en su momento. Hoy es un documento histórico y literario.
Walsh, escritor vivo, hizo de la palabra literatura y denuncia, periodismo y poesía. Sus ideas, ideales, se siguen expresando porque están vivos y fueron dichos en voz alta. No sólo son el reflejo de un momento histórico sino de una ética personal, de un admirable estado de conciencia.
Viajó en tren desde la provincia de Buenos Aires a la capital, con un sombrero de paja, parte de su disfraz de jubilado. Llevaba una pistola calibre 22, pero su arma principal, que también llevaba encima, estaba hecha de palabras. Era una carta. Sabía perfectamente que a causa de sus palabras era que lo buscaban desde hacía años; tenía el don de hacer de sus ideas duros y reveladores escritos, siempre denunciantes del poder político y sus crímenes. Ahora, bajo la dictadura militar más sanguinaria de la historia de Argentina, continuaba persiguiendo a sus perseguidores, prácticamente solo. Planeaba enviar la carta a medios de comunicación nacionales y a corresponsales extranjeros.
Ese 25 de marzo de 1977 la ciudad de Buenos Aires debió verse vacía, controlada, solitaria. Nada de ruido ni gentío, el silencio era el eje de hierro de la vida diaria, por más que muchos millones de argentinos lo negaran o pretendieran acostumbrarse. El año anterior, luego del violento golpe de estado, él y un pequeño grupo de periodistas y militantes habían creado ANCLA (Agencia de Noticias Clandestina). Sin descanso, informaban sobre lo que nadie quería informar: las atrocidades cometidas por la dictadura. Los periódicos de la época recibían esos cables. Jamás los publicaron. Por miedo incluso a veces ni los leían, aunque en algunos medios extranjeros llegaron a divulgarse.
Su carta, esta vez, iba firmada. Con su nombre y número de documento. Entre tanta censura y omisión, decidió que firmar y hacerse responsable de su texto era más necesario que nunca. Es inútil mencionar que se jugaba la vida.
Llegó a la esquina donde debía verse con un compañero de la organización guerrillera. Algo estaba mal, quizá haya visto demasiado movimiento o demasiado poco. No tardó en advertir que la cita estaba cantada, lo que significaba que su compañero había sido apresado y bajo tortura confesó donde iban a encontrarse. Uno de los represores del grupo de tareas del ejército tenía la orden de taclearlo (era ex rugbier) y capturarlo vivo. El militar no pudo taclearlo, y Rodolfo Walsh sacó su pistola, no tanto para matar sino para impedir que lo capturaran. Lo había dicho él mismo en un escrito meses atrás: ser capturado vivo significaba torturas indefinidas, delación, humillación.
Encargado de logística, jefe de información de la organización guerrillera, el escritor y periodista era uno de los objetivos más buscados (¿odiado, temido?) por los cabecillas de la dictadura. Walsh disparó su pistola y enseguida varias ráfagas de ametralladora cayeron sobre él. No se sabe si llegó vivo al siniestro centro de detención clandestino de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) o si murió en el tiroteo, lo cierto es que no sobrevivió a ese día. Al final no pudieron sacarle nada, sin contar con que antes de acudir a la cita-trampa ya había depositado en un buzón su hoy célebre “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, dirigida a los principales medios periodísticos. En ella analizaba con impresionante lucidez, anticipándose a toda investigación realizada posteriormente en democracia, los horrores que estaba viviendo la nación argentina; exponía sus infamias, su rendición al capital financiero, su deliberada entrega del estado a manos privadas, la censura, el control ideológico, el asesinato, todo estaba ahí.
La carta no fue publicada en su momento. Hoy es un documento histórico y literario.
Walsh, escritor vivo, hizo de la palabra literatura y denuncia, periodismo y poesía. Sus ideas, ideales, se siguen expresando porque están vivos y fueron dichos en voz alta. No sólo son el reflejo de un momento histórico sino de una ética personal, de un admirable estado de conciencia.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario