Al Jazera
Por Caleb Okereke *
Foto: Tom Brenner/Reuters
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
El 6 de noviembre, tras un discurso de Trump en el que alegaba sin base alguna que la elección presidencial había sido fraudulenta, la periodista de [la cadena de radio y televisión estadounidense] ABC Leigh Sales criticó lo que para ella era un intento del presidente saliente de socavar el proceso democrático. En un tuit decía: “No puedo evitar acordarme de Robert Mugabe”.
Sales no fue la única que comparó la reacción de Trump tras la elección con la del antiguo presidente de Zimbabue. Samantha Power, ganadora de un premio Pulitzer y antigua embajadora de EE.UU. ante la ONU, por ejemplo, también afirmó ese mismo día que Trump “se ha transformado en Robert Mugabe”.
Los días siguientes muchas otras personas realizaron comparaciones similares entre Trump y algunos dirigentes africanos en las redes sociales, mostrándose sorprendidas de que pudieran impugnarse de esa manera los resultados electorales en Estados Unidos, e insinuando que la insistencia del presidente en no reconocer su derrota era algo más propio de las democracias africanas.
Esto plantea múltiples problemas. En primer lugar, el argumento se basa en la falsa presunción de que la democracia estadounidense no es vulnerable a intervenciones autoritarias y a líderes que pretenden aferrarse al poder, como lo son otras democracias “menores” de otras partes del mundo, especialmente de África. Este argumento deriva de la convicción de EE.UU. de su propia superioridad moral, así como de los prejuicios raciales intrínsecos de su clase política.
Podría parecer que se trata de comparaciones inofensivas entre líderes políticos con similares tendencias dictatoriales. Pero ¿por qué tantas personas optan por trazar paralelismos entre Donald Trump y los dirigentes africanos cuando la historia reciente de Occidente está repleta de líderes políticos tan autocráticos, tan hambrientos de poder y tan dispuestos a socavar los procedimientos democráticos como sus homólogos africanos? ¿Acaso no fue el colonialismo occidental el que allanó el camino para muchos de los fracasos democráticos en África?
Las comparaciones que se han hecho entre Trump y líderes autoritarios africanos están muy relacionadas con la supuesta superioridad moral de la blanquitud en Estados Unidos. Los estadounidenses blancos, consciente o inconscientemente, se consideran a sí mismos y a su país moralmente superiores a otros. En consecuencia, cuando su presidente actúa de un modo objetivamente inmoral y antidemocrático, se sienten más tranquilos al calificar dicho comportamiento como algo ajeno a la blanquitud y efectuar comparaciones entre dicho sujeto y líderes africanos a quienes consideran moralmente inferiores por naturaleza.
Esta problemática y generalizada creencia en la superioridad moral de la blanquitud puede comprobarse fácilmente al examinar la cobertura que ofrecen los medios de comunicación de EE.UU. de las atrocidades perpetradas por agresores blancos.
En 2013, por ejemplo, un estudiante blanco abrió fuego contra otros compañeros en un instituto de Nevada. En esa ocasión la inmensa mayoría de la prensa le retrató como un joven en apuros víctima de abusos, y citaban los abusos que supuestamente había sufrido como posible motivación de sus actos.
Dos años más tarde, en 2015, cuando el autoproclamado racista Dylan Roof entró en una iglesia en Charleston y mató a tiros a nueve afroamericanos, muchos comentaristas se refirieron repetidamente a él como una persona” mentalmente enferma”.
En 2018 un estudio de la universidad del estado de Ohio desveló que cuando el atacante que dispara a una multitud es blanco, tiene un 95 % más de posibilidades de ser considerado “mentalmente enfermo” por la prensa que cuando el asesino es negro. El estudio mostró igualmente que “cuando los medios califican de enfermo mental al atacante, el 78 % de los agresores blancos son descritos como víctimas de la sociedad – por estar sometidos a un gran estrés, por ejemplo– frente a solo un 17 % de los agresores negros”.
El mensaje es evidente: a los ojos de la América blanca, las personas blancas no pueden ser malvadas por naturaleza, y si llegan a cometer atrocidades tiene que haber alguna otra explicación.
Esta convicción de que los comportamientos inmorales y violentos se sitúan claramente fuera de las normas de la blanquitud es la razón por la cual tantas personas blancas se deleitan comparando a Trump con los líderes africanos en lugar de analizar los problemas existentes en el núcleo de la democracia de EE.UU., incluyendo la supremacía blanca que ha permitido antes que nada que alguien así sea elegido presidente. Al fin y al cabo, es más sencillo catalogar las acciones de Trump como una “anomalía”, algo que solo debería ocurrir en África, que aceptar que, en realidad, el personaje es un producto lógico y natural de la blanquitud estadounidense.
Cuando un funcionario electoral de Nevada afirmó sentirse preocupado por la seguridad de su personal tras la elección presidencial, por ejemplo, la periodista Louise Milligan se escandalizó y escribió en Twitter: “No, esto no ha sucedido en un remoto régimen de pacotilla, ni en una república bananera”.
En ese breve tuit, Milligan demostró claramente que ella, al igual que muchas otras personas en los medios de comunicación y los círculos políticos occidentales, creen que la violencia electoral es algo que solo puede acontecer en “repúblicas bananeras” y “regímenes de pacotilla”, términos utilizados con frecuencia para describir a países con una población de color, y no en Estados Unidos. Al expresar el shock que le produjo la conducta de los simpatizantes de Trump, reconoce implícitamente que, aunque dicha violencia no sea normal en EE.UU., es natural en otras partes del mundo, tal vez en África y América Latina.
Eso no es cierto. Al igual que en el caso de Estados Unidos, la violencia y las tensiones en las elecciones se producen como consecuencia de realidades políticas y luchas democráticas específicas de cada país. No existe ningún país del mundo cuya población sea mala por naturaleza y en donde la violencia sea una parte natural y previsible del proceso electoral.
Sin embargo, no es raro que muchas personas blancas en Occidente tengan esas convicciones sin fundamento sobre las personas que viven en “repúblicas bananeras” y “regímenes de pacotilla”. Estas opiniones, que muchos aceptan como verdad sin mayores consideraciones, son una consecuencia de la supremacía blanca que forma el núcleo de la civilización occidental y de la democracia de Estados Unidos.
Las personas blancas solo pueden considerarse a sí mismas –y a sus países– superiores si ven a las demás como inferiores intelectual, cultural y moralmente. Cuando los colonizadores llegaron a África, por ejemplo, declararon moral e intelectualmente inferiores a los habitantes indígenas del continente para legitimar la invasión, la explotación y el robo de sus tierras y sus recursos. También intentaron legitimar la esclavitud al asegurar que las personas negras eran inferiores, por lo que no merecían que se respetaran sus derechos humanos básicos ni su dignidad.
Es posible que se piense que las comparaciones que se han hecho estos días entre las naciones africanas y la América de Trump son triviales y carecen de importancia, pero tienen consecuencias en el mundo real. Pretenden considerar a África como patrón de la violencia y la tiranía, al tiempo que enmascaran los problemas intrínsecos de la democracia estadounidense, cuyo resultado ha sido colocar a un autoritario supremacista blanco en la Casa Blanca. Esta es una postura perjudicial tanto para África como para Estados Unidos.
No hay democracia perfecta, ni en África ni en Occidente. Pero si los medios de comunicación, los políticos y los comentaristas de Estados Unidos continúan actuando como si el autoritarismo, la tiranía y la falta de respeto por la democracia fueran conceptos exclusivos de África, o de las “repúblicas bananeras” de cualquier otro lugar del mundo, nunca serán capaces de resolver la crisis democrática que su país está experimentando actualmente.
* Caleb Okereke es un periodista y cineasta nigeriano residente en Kampala, Uganda
No hay comentarios:
Publicar un comentario