sábado, 12 de diciembre de 2020

Sean Connery, agente secreto de la clase obrera


Sin Permiso

Por Antonello Catacchio 

Hace varios años el Festival de Cine de Roma invitó a Sean Connery a un encuentro público y se proyectó para la ocasión uno de sus documentales, que no se había visto antes, me parece, en Italia: The Bowler and the Bunnet. Era un documental de 1967 sobre la crisis de los astilleros en Escocia y el intento de encontrar una buena solución en el conflicto entre los ejecutivos (“bowler hats” [“sombrero hongo”]) y los trabajadores (“the bunnet” [“bonete”], la típica gorra escocesa).

Y Sean, en ese raro papel de director de cine (con el que realizó solo una película más, sobre Edimburgo), narra la historia moviéndose por la ciudad y los astilleros, entremezclada con escenas en las que juega al fútbol con los trabajadores. No era esto simplemente una nota a pie de página, decía mucho de Sir Thomas (como su abuelo, de acuerdo con la tradición) Sean Connery.

Era hijo de Joe, trabajador católico y camionero, nieto de inmigrantes irlandeses en Escocia, y de Elfie, protestante escocesa y señora de la limpieza. Su segundo nombre no se convirtió en el primero por razones artísticas, sino (aparentemente) porque iba con un amigo irlandés llamado Seamus cuando era pequeño y todo el mundo le llamaba Sean. En casa había poco dinero y ya había nacido Neil, su hermano menor, de modo que Sean se puso a trabajar. Fue repartidor de leche, y décadas después dejó asombrado a un taxista de Edimburgo, pues se conocía los nombres de todas las calles. Cuando le preguntaron: “¿Cómo es posible?”, contestó que “de chico trabajé de repartidor de leche”. Le preguntó entonces el conductor: “¿Y a qué se dedica ahora?”, y siempre que repetía la historia, Sean añadía que “resultaba bastante difícil darle una respuesta”.

Después arrimaría el hombro en una carnicería y en una explotación de carbón. A la edad de trece años dejó el colegio y se puso a trabajar en una lechería. Pero era un joven inusual: descubrió la literatura por si mismo y, a la edad de dieciseis años, se alistó en los Cadetes Navales, sección juvenil de la Marina británica, y como aspirante a a marino, se hizo un par de tatuajes: “Mum and Dad” y “Scotland forever.” Pero esa vida no era para él.

Tres años después, volvió a Edimburgo, dispuesto a trabajar en cualquier cosa, hasta puliendo ataúdes. “Era bastante bueno”, diría más tarde, y como albañil, socorrista, conductor de furgoneta y modelo de la Escuela de Artes de Edimburgo. Eso ya supuso un reconocimiento del hecho de que el joven poseía belleza física (el artista Richard De Marco le llamó “demasiado guapo, un Adonis”). En ese periodo se acercó al mundo del teatro. Anna Neagle, popular actriz de la época, mujer del director y productor Herbert Wilcox, le contrató.

Ya desde hacía algún tiempo, Sean había desarrollado otra rara pasión: el culturismo. Se entrenó duramente en el gimnasio, y marchó luego a Londres para el concurso de Mister Universo. Quedó entre los diez primeros concursantes de Europa. Tuvo también que dejar el fútbol, otra gran pasión que le había reportado satisfacciones y abierto ciertas perspectivas (Matt Busby, “manager” del Manchester United, le vio jugar y le ofreció un contrato). “Me di cuenta de que un futbolista de los mejores podia estar para el arrastre a la edad de treinta años, y yo ya tenía 23”, contó. “Decidí convertirme en actor y resultó ser una de mis jugadas más inteligentes”.

El rumbo de su carrera se vio marcado en sus inicios por el teatro, aunque se vio forzado a tomar clases de dicción, pues su acento escocés era abrumador (una costumbre que quiso mantener siempre fuera del plató y, sin embargo, “la única forma de saber quién soy y de dónde vengo”). Fueron también importantes las enseñanzas de la bailarina Yat Malmgren, que se convirtió en profesora después de un accidente, y que le formó para saber cómo dominar su cuerpo. Tuvo pequeños papeles y apariciones, luego cada vez más importantes, tanto en teatro como en cine y televisión.

Su gran golpe de suerte le llegó con Bond, James Bond. Fue en 1962, y una vez más fue una mujer la que salió en su favour. Albert Cubby Broccoli estaba a punto de crear la serie más perdurable del cine, la serie de 007. Su esposa Dana estaba persuadida de que tenía que ser Sean, mientras que Albert era mucho más escéptico. Ian Fleming, creador de Bond, no le veía tampoco en el papel, pero su novia sugirió que Sean tenía el atractivo sexual para el papel. Fleming cambió, así pues, de opinión, hasta el punto de inventarle un padre escocés a Bond en su novela You Only Live Twice [Sólo se vive dos veces]. El éxito fue resonante a escala global.

El resto podía haber sido historia, y a Connery siempre se le ha considerado el mejor Bond de la historia (lo interpretó siete veces); no obstante, no quiso verse encasillado. Por el contrario, en una entrevista reciente en el [dominical] The Observer, tuvo ocasión de declarar: “He odiado siempre al maldito James Bond. Me gustaría acabar con él”. No acabó con él, pero empezó a tantear aquí y allá, trabajando con Hitchcock, Lumet, Dmytryk, Ritt, antes de dejar a Bond y pasar a Boorman, Milius, Huston, Attenborough, Lester, Hyams, Gilliam, Brooks, Zinnemann, y a un regreso independiente al papel de Bond con Kershner en Never Say Never [Nunca digas nunca jamás].

El Highlander de Mulcahy fue otro momento memorable, seguido de The Name of the Rose [El nombre de la rosa], de Annaud (“Tuve el placer de conocer a Umberto Eco, un hombre fantástico, la persona más interesante que he conocido desde el punto de vista de la conversación”) y luego The Untouchables [Los intocables] de [Brian] De Palma, en el papel del magnífico gruñón Jimmy Malone, que le valió un Oscar. Poco después, Spielberg le requirió como padre de Indiana Jones (aunque era solo doce años mayor que Harrison Ford).

Lo que siguieron fueron otras películas importantes, y a menudo magníficas, pero parece justo recordarle por su penúltima aparición (la última, The League of Extraordinary Gentlemen [La liga de los hombres extraordinarios], se remonta a 2003 y le llevó a dejar el cine después de declarar que al director tendrían que “detenido por causa de locura”), a saber, Discovering Forrester [Descubriendo a Forrester], de Gus Van Sant, una película que le encantaba especialmente.

Se casó dos veces, primero con Diane Cilento (1962-1973), con la que tuvo a su hijo Jason, y luego con Micheline Roquebrune, que estuvo a su lado desde 1975. Orgulloso escocés y defensor de la independencia, Connery debería haber sido nombrado caballero en los años 90, pero su candidatura despertó oposición hasta el año 2000, cuando se convirtió por fin en Sir. En Tallinn, capital de Estonia, hay un busto de bronce de Sean justo enfrente del Club Escocés de Tallin, pues allí viven muchos emigrados escoceses.

Acaso fue Connery el único actor al que pudo verse en la gran pantalla en un tanga (Zardoz), un “kilt” (Robin and Marian [Robin y Marian]) y hasta de rey (Robin Hood), sin parecer nunca ridículo. Al fin y al cabo, uno de sus dichos favoritos era: “con lo que tengas, haz lo que puedas”, y Thomas Sean Connery fue con lo que tuvo que trabajar. Le echaremos a faltar.

* Antonello Catacchio. Veterano crítico cinematográfico, periodista milanés del iario ‘il manifesto’ y la revista ‘Clak’, y colaborador de numerosos medios escritos, radiofónicos y televisivos, ha sido además uno de los impulsores de la Muestra de Cine Independiente USA creada en Milán en 1983.

Texto original: il manifesto global, 3 de noviembre de 2020

Traducción: Lucas Antón


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