Mutantia
Por Alberto Acosta *
“No podemos esperar a que gente como yo crezca
y seamos los que estemos a cargo de todo;
hay que actuar ahora”. (Greta Thunberg, activista)
El pueblo de Suiza votará este domingo a favor o en contra de que las multinacionales con sede en el país europeo cumplan con estándares sociales y ambientales más altos. El articulista Alberto Acosta considera que un sí en la Consulta Popular es una obligación histórica de l@s ciudadan@s que viven en sociedades privilegiadas, cuyo bienestar se sostiene en gran medida gracias a que están sofocando la vida de seres humanos y de la naturaleza de otras regiones del planeta.
Brasil, enero de 2019: se rompe un dique con aguas tóxicas de la mina Córrego de Feijão, una de las mayores minas de hierro del mundo. Resultado: más de 250 muertos, destrucción de decenas de casas y del medio ambiente. No fue un simple accidente sino una violación inocultable de los derechos humanos y de los de la naturaleza. Cuando se da paso a tales proyectos sin incorporar el principio precautorio ni tomar las previsiones del caso, se asumen también estos riesgos.
Y, como siempre, la lista de responsables directos es larga. En primer lugar, la minera brasileña Vale, la mayor productora y exportadora mundial de hierro, que ya fue condenada judicialmente a pagar los daños que provocó esa rotura y que carga con otro crimen socioambiental similar en Samarco Mineração sucedido hace cinco años. Lo grave es que hay empresas, con frecuencia del norte global, que cargan con una gran culpa de lo sucedido, pero que no asumen responsabilidad alguna. Este es el caso de la empresa alemana TÜV Süd, que meses antes de la ruptura certificó a Córrego de Feijão como segura. Aunque la empresa con sede en Múnich, Alemania, fue acusada a principios de este año, aún no se ha llevado a cabo ningún procedimiento judicial.
Este caso no es único. Hay empresas que administran proyectos tremendamente destructores del ambiente y con gravísimas afectaciones sociales. Aquí podemos citar el caso emblemático de la Chevron-Texaco en Ecuador, causante de destrozos a las comunidades indígenas y de colonos, así como a la naturaleza. Es un caso muy conocido incluso por la sistemática y agresiva negativa de la empresa para asumir sus responsabilidades. Otro caso actual vincula a la empresa suiza Glencore, que administra -como parte de un consorcio internacional- la explotación de carbón en El Cerrejón, una de las minas a cielo abierto más grande del planeta y causante de gravísimos daños a humanos y no humanos, contaminando en particular el río Ranchería en Colombia. Cabe recordar que Glencore tiene una pésima reputación por varias de sus actividades mineras en América Latina y en África.
“Yo simpatizo (…) con aquellos quienes minimizarían
-antes que con quienes maximizarían- el enredo económico entre naciones. Ideas, conocimiento, ciencia, hospitalidad, viajes, esas son las cosas que por su naturaleza deberían ser internacionales” (John Maynard Keynes, economista británico 1883-1946)
La lista de situaciones similares es larga y hasta involucra a muchas instancias del mundo financiero. De hecho, no extraña encontrar en ese listado a bancos y organismos multilaterales de crédito asociados directa o indirectamente a una multitud de compañías extranjeras -muchas transnacionales- que participan activamente en la danza de los créditos, en gigantescos proyectos extractivistas, vendiendo incluso tecnologías obsoletas. Hay casos paradigmáticos de empresas internacionales que propician cualquier locura con tal de negociar sus productos, dejando con pesadas deudas externas a los países “beneficiarios”.
Un ejemplo es la construcción de una planta termonuclear en Filipinas. Fue construida en los años 70, pero en una zona de terremotos y además cerca de un volcán. La central nuclear, con un costo de 2.500 millones de dólares y que desde hace tiempo se está agrietando y desmoronando, todavía no ha alimentado ni una sola bombilla… Y no podemos olvidar los enormes negocios que aprovechan situaciones aberrantes, como el empleo de trabajo esclavo y trabajo infantil en países del sur global, o el masivo consumo de agroquímicos o incluso tóxicos, prohibidos además de organismos genéticamente modificados que de una u otra manera son nocivos para toda forma de vida.
Aquí cabe incluir a la explotación mineral y petrolera, tremendamente destructora del ambiente y de comunidades, así como los incendios en la Amazonía, originados en la demanda de los países del norte global que se siguen enriqueciendo y sosteniendo su bienestar a costa de la miseria del sur.
Uno de los pocos sobrevivientes de un bosque primario: por la siembra de monocultivos de la Palma Africana en la Reserva Indio Maíz en el sur de Nicaragua se deforestaron miles de hectáreas de selva, año 2013. El aceite de la Palma Africana es el ingrediente de un sin número de comida procesada. – FOTO: Alejandro Ramírez Anderson
En plena era del capital globalizado debería ser indiscutible la corresponsabilidad de los comerciantes, los acreedores, los constructores y los administradores y accionistas de estos grandes consorcios; más aún, si muchas de esas actividades están acompañadas con frecuencia por la corrupción y por violencias múltiples. Sin embargo, en la práctica, no hay instancias donde se puedan presentar los correspondientes reclamos. Es más, aquí hasta la participación de los paraísos fiscales contribuye a mantener en el anonimato y la impunidad a capitales asociados a la destrucción de la vida humana y de la naturaleza.
Es hora de poner a las relaciones económicas internacionales en su lugar, es decir: redimensionar dichas relaciones, dar prioridad a la satisfacción de las necesidades básicas de las comunidades y sociedades -tanto a nivel nacional como local- y sólo en ciertos casos, por ejemplo, para fortalecer la autonomía regional, permitir la importación de productos como alimentos o medicinas de países cercanos. Como dijo el economista británico John Maynard Keynes (1883-1946) a principios de los años 1930: “Yo simpatizo (…) con aquellos quienes minimizarían -antes que con quienes maximizarían- el enredo económico entre naciones. Ideas, conocimiento, ciencia, hospitalidad, viajes, esas son las cosas que por su naturaleza deberían ser internacionales. Pero dejen que los bienes sean producidos localmente siempre y cuando sea razonable y convenientemente posible y, sobre todo, dejemos que las finanzas sean primordialmente nacionales”.
En vista de los acontecimientos de los últimos meses y el creciente número de pandemias -Covid19 es sólo una de las muchas causadas por el capitalismo- es esencial repensar las relaciones económicas mundiales. La economía debe subordinarse tanto a los mandatos del planeta como a las necesidades de las sociedades humanas como parte de la naturaleza. Y si el objetivo es dejar atrás la explotación de la naturaleza para acumular capital, entonces esto se aplica aún más a la explotación de las personas.
Responsabilidad del norte global
Este desafío requiere un razonamiento socio-ecológico y la capacidad de desmantelar la lógica actual de producción y consumo. Es necesario romper con los mecanismos y engranajes perversos del mercado mundial -sobre todo la especulación- y al mismo tiempo promover el cambio: no es una tarea fácil. Sin embargo, de no acometerla ahora, las pandemias se multiplicarán afectando gravemente incluso a quienes se creen que pueden salir inmunes del diluvio capitalista universal.
En este empeño por repensar la economía global, emerge con fuerza la demanda de un sistema internacional de derechos para humanos y no humanos, que establezca requisitos de debida diligencia ecológica y social a toda organización, sea empresarial o estatal, que participe en el entramado internacional: comercial, financiero, tecnológico; un sistema que, en el marco de las Naciones Unidas, incorpore aquellos tribunales que permitan impugnar cualquier controversia surgida en las relaciones económicas internacionales y en donde se pueda reclamar el cumplimiento de las debidas responsabilidades.
“Los esquemas de responsabilidad adecuados deberán construirse desde cada país, sobre todo desde aquellos que cuentan con una sociedad civil responsable y comprometida con la vigencia de los derechos humanos y de la naturaleza.”
Los actuales Tratados Bilaterales de Inversión, que surgieron de un intento fallido por establecer una suerte de constitución económica global que proteja los derechos de los inversionistas internacionales, lo confirman. El Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI) -en inglés Multilateral Agreement on Investment (MAI)- se discutió, a espaldas de la mayoría de estados del planeta, en la segunda mitad de los años noventa del siglo pasado. En pleno auge neoliberal, en el marco de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), se pretendió hacer realidad este marco jurídico supranacional con alcance global.
Las relaciones entre los Estados nacionales y las empresas transnacionales, si se hubiera aprobado el AMI, habrían establecido claros límites a los ámbitos del ejercicio de la democracia, así como a los derechos laborales, a las políticas sociales, a la misma pluralidad cultural planetaria, incluyendo la relación con la Naturaleza. Huelga decir que el AMI no pudo ser aprobado por la resistencia de amplios segmentos sociales en varios países de la propia OCDE, que entendieron con claridad los riesgos que esto implicaba.
A partir de esta realidad, las grandes corporaciones transnacionales y los gobiernos más poderosos comenzaron a idear e instrumentar otros mecanismos de protección supranacional para los inversionistas extranjeros por vías bilaterales. Se trata de sistemas que protegen siempre al más fuerte, es decir, al capital, subordinando a los pueblos y a la naturaleza. Una situación que resulta insostenible, si no queremos que se sigan multiplicando todo tipo de pandemias producidas por la destrucción de las relaciones sociales y ecológicas.
Iniciativas parecidas en Francia y Alemania
Por más urgente que parezca, esta iniciativa no emergerá desde la actual estructura de poder internacional. Nacionalmente tampoco es fácil, pues las empresas involucradas en diversas relaciones económicas internacionales se escudan perversamente en los potenciales riesgos que correría su competitividad si aceptan aquellas indispensables normas apegadas a los derechos para humanos y no humanos. Por lo que, en estas circunstancias, los esquemas de responsabilidad adecuados deberán construirse desde cada país, sobre todo desde aquellos que cuentan con una sociedad civil responsable y comprometida con la vigencia de los Derechos Humanos y los Derechos de la Naturaleza.
Suiza es uno de esos países. Cuenta con una economía relativamente pequeña pero con una innegable capacidad influencia transnacional. Y cuenta con una sociedad civil cada vez más comprometida con la Consulta Popular sobre la Iniciativa de Responsabilidad Corporativa –Konzernverantwortungsinitiative-, la cual exige que las empresas con sede en Suiza cumplan también en el extranjero con todos los estándares sociales y ambientales.
Los habitantes del país europeo tienen la oportunidad de sentar un precedente efectivo y así dar impulso a otras iniciativas, como la Ley de Cadena de Suministro –Lieferkettengesetz- en Alemania, una propuesta de ley con la misma impronta; iniciativa que, con algunas limitaciones, ya se cristalizó en Francia en el año 2017. La aceptación de la iniciativa suiza podría ser significativa, incluso en términos económicos. Porque permitiría a Suiza presentarse como un país y con empresas cuyos productos se han fabricado de manera responsable, dentro y fuera, tanto en términos de humanidad como de la madre naturaleza.
Paso a paso, desde todas las esquinas del planeta y desde todos los niveles estratégicos de acción, estamos conminados a cambiar el curso de la historia para que nuestros nietos y nuestras nietas no sean las víctimas de tantas pandemias en curso y tantas más por venir.
* El autor es economista y fue presidente de la Asamblea Constituyente en Ecuador en 2008.
Revisión y producción: Vicky Novillo Rameix & Romano Paganini
Web y Redes: María Caridad Villacís & Victoria Jaramillo
Foto principal: Mina de níquel a cielo abierto. En toda América Latina las empresas mineras están avanzando a pasos gigantescos, destruyendo flora, fauna y comunidades locales. Detrás están empresas multinacionales, así también en la mina El Estor, cerca del Lago de Izabal, el este de Guatemala. La Empresa Guatemalteca de Níquel es una subsidiaria de la Solway Investment Group con sede en Zug, Suiza. El níquel se usa, en primera instancia, para prevenir la corrosión en metales y se emplea principalmente en la industria automotriz y de aviación, año 2013. (Alejandro Ramirez Anderson)
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