Economistas Frente A La Crisis
Por Josep Burgaya
La crisis del coronavirus está evidenciando los insostenibles niveles de desigualdad económica y social de las sociedades actuales, pero a la vez funciona como un elemento de profundización de esta desigualdad endémica. Incluso un último informe del Fondo Monetario Internacional (FMI) habla del efecto «desproporcionado» de la pandemia hacia los más pobres y a la necesidad de aumentar la carga fiscal a los más ricos y a las empresas rentables para pagar la factura de la crisis y destinar los renovados ingresos a la salud y a la protección social.
En los últimos decenios el intento de situar la competencia económica y el individualismo como «estado natural» ha sido llevado al paroxismo y ahora los resultados son más evidentes que nunca. Como hizo notar y de forma elocuente el novelista J. M. Cotzee, «la afirmación de que nuestro mundo se debe dividir en entidades económicas competitivas es exagerada. Las economías competitivas aparecieron porque decidimos crearlas. La competencia es un sustituto sublimado de la guerra».
Zygmunt Bauman también alertó sobre las premisas «incuestionables» en relación a la economía, ya que acostumbran a ser proposiciones puramente ideológicas o justificativas. Así, formarían parte de esta categoría de verdades incuestionables, el crecimiento económico como única dinámica posible, la expansión geométrica del consumo como una carrera interminable detrás de la felicidad, el carácter «natural» de la desigualdad entre los hombres y la competitividad como vía para acceder a lo que cada uno se «merece». Como es sabido, Keynes consideraba la avaricia y la fijación excesiva en los temas económicos como algo detestable ya que, una vez resueltos los problemas prácticos, pensaba que la economía era una actividad poco interesante y que los hombres tenían que dedicar su tiempo y sus esfuerzos a los temas vitales que realmente valen la pena. En todo caso, en la cultura thatcheriana dominante desde los años ochenta hasta hoy, se ha impuesto lo que Daniel Dorling llamó los «principios de injusticia», según los cuales el elitismo es eficiente, en la medida que la expansión de las capacidades que sólo tienen unos pocos termina beneficiando a unos muchos; que la codicia no es un defecto sino un valor en tanto termina favoreciendo al conjunto, aunque sea a costa de la exclusión de unos cuantos, lo que es inevitable y realiza una función social positiva; finalmente estos principios injustos establecidos considerarían que el dolor que genera la pobreza la desigualdad y la exclusión resulta inevitable. El castigo como reverso del premio, la lógica del estímulo capitalista, la condena a la libertad. No hay nada más ideológico que reducir la injusticia a un hecho de normalidad. De hecho, durante muchos siglos la creencia en la desigualdad natural de los individuos por su talento y sus habilidades funcionó como el gran justificador de las desigualdades sociales, junto con el componente de resignación que le aportaba la cultura católica.
La desigualdad económica y social se presenta, por parte de la ideología imperante, como un hecho inherente a la naturaleza humana y su carácter intrínsecamente competitivo. La Ilustración y el liberalismo nos trajeron la noción de ciudadanía, de igualdad de oportunidades y de igualdad ante la ley, que establecía las bases para el funcionamiento ordenado de la sociedad, el mantenimiento de estímulos al esfuerzo y al trabajo, así como el sostenimiento de cada uno como responsabilidad individual ineludible. Ciertamente, la igualdad formal, jurídica, distaba mucho de ser una igualdad real. El carácter acumulativo de la riqueza, las diferentes posibilidades de acceso a la salud o la educación condicionaban notablemente la posición de partida, hasta el punto de que algunos notorios liberales de signo radical como John Stuart Mill, hicieron notar que teniendo en cuenta el mantenimiento del sistema de herencias, la igualdad de oportunidades pasaba por que el Estado se hiciera cargo de garantizar salud y educación a todos los ciudadanos, en una especie de noción de estado asistencial avant la lettre. Sin embargo, en los últimos siglos ha habido una cierta preocupación por parte de muchos economistas, políticos y teóricos sociales, para establecer ciertos límites a la desigualdad y la pobreza, para que ésta no fuera ofensiva y dinamitara el orden social burgués, así como garantizara el mantenimiento de una demanda agregada suficiente. Algunas formas incipientes de Estado social, como el de la Alemania de Bismarck, o bien una cierta noción cristiana de la compasión y de la caridad, tenían este indicio de una moralidad que no toleraba el exceso. Pero incluso eso se perdió. El capitalismo desinhibido, posmoderno y tecnológico, de las últimas décadas, sin embargo, ha hecho una apuesta de máximos donde más que personas en situaciones diversas lo que hay son ganadores y perdedores.
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