lunes, 12 de marzo de 2018

Yo quiero que se sepa



Por Marcelo Figueras

Algunas razones que explicarían la vigencia de Rodolfo Walsh

Le gustaba contar que, cuando nació —una mañana fría, hace noventa y un años y monedas—, una vecina recomendó a su madre que lo envolviese en papel de diario. La comadre esgrimía un tenue argumento científico: según ella, la tinta de la edición impresa conservaba el calor. Y Walsh repetía la anécdota, con una puntada de cierre que enhebraba ese comienzo con su destino. “Nunca tuve otra opción”, le decía a los amigos, “estaba condenado a ser periodista desde la cuna”.

La historia me sigue conmoviendo. Pero en estos días me movió a preguntar: ¿cuántos jóvenes —de los de hoy, de los que vendrán— pescarán de aquí en más la asociación entre el periodismo y ese anacronismo que es el formato diario? Aquel mundo ya no es este mundo. El papel sufre un éxodo de la profesión cada vez más pronunciado. Pronto no habrá quienes vinculen periodismo con edición impresa. (Ustedes, por cierto, están leyendo esto sobre un soporte electrónico.)

En estos días vi muchos homenajes por las redes, disparados por su natalicio: Rodolfo Walsh nació en Choele Choel el 9 de enero de 1927. No me sorprendió. Pocas figuras del pasado reciente resuenan mejor en la caja hueca de estos días. Pero llamó mi atención que la mayoría de esos mementos eligiese ilustrarse con imágenes arcaicas, carentes de poder y seducción; aquella parte de la imaginería de los ’70 que nunca retornará, ni siquiera como moda. Durante un instante irreflexivo, temí que Walsh conservase relevancia tan sólo para sus coetáneos. Se me pasó rápido. El año pasado tuve el descaro de escribir una novela sobre el joven Walsh. Las reacciones más numerosas y entusiastas que recogió mi libro provinieron de lectores de veinti o treintaipico, algunos de los cuales —lo descuento— no deben haber sostenido nunca un diario en sus manos.

La figura de Walsh perdurará. Adelanto una razón, de comprobación empírica sencilla: lean el termómetro de la virulencia con que los mediocres de hoy lo atacan todavía, como si estuviese vivo. Cuando lo nombran, sus voces se abrasan y sus facciones se crispan en rictus. Lo denigran escribas cuyas frases legibles (que, ay, no son muchas) no resisten comparación con su escrito más flojo. Si no contásemos con mejor criterio de medición, este debería bastarnos: a juzgar por el modo en que aún irrita a los enemigos de la causa popular —que lanzan a sus perros negros a chumbarle a una sombra—, deben sentir que Walsh los desnuda en su venalidad y falta de talento… o bien que todavía es peligroso. Actúan como si temiesen que nos hubiese legado un mensaje secreto, una clave a ser desencriptada recién ahora, a cuarenta años de su fusilamiento en plena calle.

Lo cual conduce a una segunda explicación de su vigencia, más inquietante y —al menos para mí— más interesante. Yo creo que Walsh representa algo que no estuvimos en condiciones de ver, durante la Argentina democrática 1984-2015: el argumento en favor de la demanda de cirugía mayor, y en carácter de urgente, sobre las raíces de este país conservador.

Un piedrazo contra las vidrieras

No olvidemos que Walsh arrancó jugando para el equipo contrario. Y lo admitía sin medias tintas: “Yo fui flor de gorila en el ’55”. Lo cual significa, para ponerlo en criollo, que había sido partidario de los que bombardearon la Plaza y fusilaron inocentes en un basural. Por esa época también se manifestaba admirador de Borges, a quien consideraba “el escritor argentino más talentoso y lúcido de hoy”.

Este fue uno de los motivos que me impulsó a escribir sobre el Walsh joven, que a los 29 años arribó a un sendero de su vida que se bifurcaba en direcciones contrapuestas. Pensé que El negro corazón del crimen podía seducir a un/a lector/a que encuentra intolerables los errores y limitaciones del peronismo, como el Walsh de entonces; pero que también estaría abierto/a a aceptar que el bando que se vendió a sí mismo como alternativa superadora podía constituir, más bien, una opción atroz. Lectores que, como Marcelo Rizzoni —a quien Walsh bautizó “el terrorista Marcelo” en Operación masacre—, confiaron en que después del peronismo mejorían las cosas. “Teníamos la secreta esperanza de que todo iba a cambiar, de que se conservaría lo bueno que hubiera quedado y se destruiría lo malo”, dice Walsh que le dijo Rizzoni.

En el 55 no ocurrió así. Ahora tampoco.

El joven Walsh

Lo que Walsh hizo entonces fue pegar un viraje que no podía ser más tajante. El motor fue la indignación: a medida que investigaba quiénes eran las víctimas —laburantes en su mayoría, inevitablemente peronistas— y las circunstancias de los fusilamientos del ’56, la rabia lo empujó a saltar por encima del decorado de sus prejuicios. Lo que había ocurrido —lo que estaba develando y develándose— era una injusticia tan tremenda, que no podía justificarse por razones políticas; se parecía más a una afrenta a la humanidad toda. (No es casual que ya en los primeros artículos que dedicó al tema lo haya asimilado a los crímenes nazis.)

Esa conciencia nueva supuso el fin del Walsh que escribía cuentos policiales, competentes pero tranquilizadores, y el advenimiento de un escritor nuevo; uno que seguía contemplando la realidad del crimen, pero a través de otro prisma. Su biógrafo Michael McCaughan explica que Walsh entendió, a partir de los fusilamientos, “la compleja red de conexiones que diferenciaba la injusticia sistemática de los actos de individuos despreciables”.

A partir de entonces, puesto ante la disyuntiva de hacer lo que se esperaba de él o actuar como se lo dictaba su conciencia, cortó amarras con casi todo. Cambió como periodista (puso en riesgo su carrera), cambió ideológicamente (puso en riesgo su vida), cambió como escritor — cambió de vida.

El de Walsh es un arco dramático digno de una ópera o del cine de David Lean. Su conversión fue tan brusca y tan completa como la de Saulo de Tarso, que pasó de perseguir cristianos a predicar la fe de Cristo. Tampoco hay que olvidar que terminó siendo fusilado a su vez, y por lo tanto abrazando el destino de aquellos pobrecitos para los que había reclamado justicia toda su vida. El volantazo al destino lo emparenta asimismo al Cruz de José Hernández. Aquel que decía Cruz no consiente / que se cometa el delito / de matar ansí a un valiente, sólo que en Hernández el valiente era Fierro y en vida de Walsh el pueblo peronista.

A esa altura ya había escrito varias de las páginas más maravillosas de nuestras letras, entre ellas cuentos mejores que algunos de Borges. A quien habrá terminado irritando, porque no sólo le mojó la oreja como escritor: Walsh vivió un destino a la altura de los mejores personajes borgianos.

Meses atrás escribí este texto —que reproduzco en bastardillas— para la revista Tram(p)as de la Universidad de La Plata.

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Hace pocos años se hizo una encuesta entre gente del medio, en busca del mejor cuento de nuestra historia. Y en primer lugar quedó un relato de Walsh, Esa mujer. ¡En el país de Borges, a quien el mundo considera nuestro cuentista excelso, las mayorías del mundo cultural creemos que el cuento más relevante y perfecto lo escribió Walsh!

Ese fue un piedrazo contra la vidriera de las academias y del poder político al cual traducen. Y no fue un capricho ni la expresión de una rebeldía inútil: fue, más bien, el piedrazo justo, como aquel con que David volteó a Goliat. Porque, así como Operación masacre lo había hecho antes, Esa mujer tornó inútil, por caduca, la organización de la Biblioteca de Babel. Porque, por sí solo, Esa mujer denunciaba la Operación Borges y la anunciaba superada, dando paso a una época nueva.

Lo que la academia y el poder establecido pugnan por frenar desde hace décadas es el advenimiento de esa época.

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Por eso Walsh sigue siendo el secreto mejor guardado de la literatura argentina.


El estilo nunca es neutral

Al cambiar de ideas, Walsh se convirtió en un escritor distinto. (E infinitamente superior, porque desde ese nuevo lugar de su alma creó algo que, por primera vez, era relevante en vez de una cruza anodina entre Borges y Ellery Queen.) Desde esa jugada anunció que había comprendido que todo era político. Hasta la literatura. Y hasta la literatura que pretende no ser política. Tengo un amigo que dice a menudo: El estilo nunca es neutral, y yo insisto en darle la razón. Todo lo que hacemos o callamos es político por acción u omisión. Lo mismo puede predicarse del voto en blanco: la neutralidad no existe, es una ingenuidad, el voto siempre beneficia o perjudica a alguien concreto, con nombre y apellido.

Con Operación masacre —y de allí en adelante, incluyendo la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar—, Walsh se desmarcó de la literatura que se pretendía apolítica de modo mendaz y se inscribió en una línea central de nuestras letras: la literatura de la resistencia, lo que se escribe desde los márgenes, fuera del establishment y contra el establishment. (Tanto político como cultural.) A partir de entonces, todo lo que escribe —del género que sea— asume la realidad de su tiempo y la metaboliza, para convertirla en un discurso (ese es el deseo, al menos) transformador. Ya sea que borronee un cuento, un artículo o una proclama, le aplica siempre el mismo rigor: el texto debe ser económico pero elegante, preciso pero con vuelo, simple de verdad —estaría bueno alcanzar a los que no leen habitualmente, aquellos para quienes nadie escribe— pero con gracia.

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En Walsh convive la persecución del párrafo perfecto con el ansia de que ese lenguaje interpele y modifique la realidad de la que participa lo quiera o no, lo busque o no. Walsh trabajaba para producir el mejor relato posible, convencido de que la perfección de ese relato colaboraría con la construcción del mejor mundo posible; puede sonar a utopía, lo entiendo, pero si no hablamos de utopía cuando nos referimos al arte, ¿de qué demonios estamos hablando?

Me gustan los artistas que me impulsan a escribir mejor. Pero los artistas que me inspiran son los que me impulsan a vivir mejor.

Yo siento que Walsh escribía para mí. No sé para quién escribía Borges. El Viejo era un maestro, no seré yo quien lo niegue. Pero convengamos que la mayor parte de las veces hablaba de cosas que nos tienen sin cuidado y que podemos dejar atrás sin resaca alguna, apenas cerramos el libro. La obra de Borges es un artefacto cultural tranquilizador, me conforma en tanto se cierra en sí misma y no dialoga con un mundo que no puede estar más distante de sus intereses. Cuando busco inspiración prefiero los libros que me parten la cabeza, que se desgarran a sí mismos en el proceso de contarse —como la voz de Bob Dylan, como Operación masacre— y que también me desgarran y me dejan irreconocible hasta que recupero la forma humana y consigo contarme nuevamente.

To hunt shadows

Desde que Walsh asumió que todo lo que escribía era político, la tentación es enfocar su accionar como militante y analizar cada texto en función de esa praxis. Yo prefiero el camino inverso: apostar a que Walsh era mejor político cuando escribía que cuando actuaba, y a que la parte más perdurable de su legado —la parte que aún inquieta a los perros negros— no se encuentra en su historia como montonero sino en sus textos. A veces me pregunto si no ocultó pistas a la vista de todos, al mejor estilo de La carta robada y su admirado Poe.

Más allá del mero análisis literario, ¿qué nos dice hoy, qué herramientas políticas ofrece esa escritura? Lo que propone es, primero, un axioma que establece condiciones a la tarea: El periodismo es libre o es una farsa, dice (podríamos cambiar periodismo por literatura, o política por periodismo, y seguiría funcionando), frase que desactiva de un plumazo el discurso de los grandes medios. En segundo término, describe el plan económico de las clases dominantes en su desnuda esencia, de un modo que nunca pierde actualidad. Así lo hizo en la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, fechada en el primer aniversario del golpe. Miseria planificada, lo define. Congelan salarios a culatazos mientras los precios suben en la punta de las bayonetas, dice. El mundo habrá cambiado en muchos aspectos, pero las apetencias de nuestros explotadores siguen intactas.

En tercer lugar, establece las características del colectivo político que lleva adelante ese plan económico. “Que esa clase —habla de la oligarquía— esté temperamentalmente inclinada al asesinato es una connotación importante, que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra ella. No para duplicar sus hazañas, sino para no dejarse conmover por las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los verdugos”.

Por supuesto, ser libre para ejercer el periodismo, la literatura o la política supone un precio. En la biografía de Walsh que escribió Michael McCaughan, Horacio Verbitsky dice: “Era de una austeridad impresionante. Tenía dos camisas, dos pantalones, un par de zapatos, un saco y una corbata… Tomaba el vino más común que había, comía milanesas todos los días… No sé si era un exceso. En medio de tanto pelotudo frívolo que había suelto por ahí en la literatura, en la política y en la militancia, su ascetismo no era un exceso, al contrario: era un alivio”. Pero eso no significa necesariamente dogmatismo ni autoflagelación, sino el desprendimiento consciente de todo aquello que ata y limita el objetivo último de un artista o un periodista: alcanzar una verdad genuina y expresarla sin condicionamientos.

Esa fue otra de las razones que me convenció de escribir la novela. Quería contar que existió otra forma de ser periodista / artista, que no es precisamente la que está en boga. En una carta que le dirigió a su amigo Donald Yates, académico estadounidense, el 1 de marzo del ’57, explicaba las condiciones en que desarrollaba la investigación que devendría Operación masacre: “Hace tres meses que vivo en un infierno. La mayor parte del tiempo fuera de casa. Pero estoy haciendo lo que siempre quise hacer, trabajando en un caso verdadero y con éxito. Esto se está poniendo cada vez más sensacional… Por favor, no creas que estoy loco”. Pocos meses antes, en enero de ese año, le había confesado: “Todos piensan que es demasiado peligroso. Pero yo no. Yo quiero que se sepa”.

Una poesía de adolescencia, escrita en inglés, suena anticipatoria: Not to know peace ever / To hunt shadows / to be hunted at my turn / Is a cruel fate. (“No conocer nunca la paz / perseguir sombras / ser perseguido a la vez / es un destino cruel”.) Pero a la luz de la experiencia de Operación masacre, Walsh entrevió que existía una suerte peor. “El campo del intelectual es por definición la conciencia”, publicó el primer día de mayo de 1968 en el semanario de la CGT de los Argentinos. “Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúa, tendrá un lugar en la antología del llanto, no en la historia viva de su tierra”.

Walsh estaba en sincronía con su tiempo, atento y sensible a los perfumes de la realidad. En marzo del ’76, entreviendo la que se venía, dijo: “Si estos llegan a ganar, el país se va a poner irrespirable”.

Esas palabras tampoco envejecieron.

El árbol que no cae

La lección que yo desprendo del cambio del Walsh entre Variaciones en rojo (1953) y Operación masacre (1957) no es literaria en sentido estricto, sino política en sentido amplio.

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Walsh se convierte en un escritor genial cuando encuentra una historia real que le parece más importante que su proyecto como escritor; cuando pone su estilo no al servicio de un modelo literario sino de gente con nombre y apellido, cuya vida le parece más importante que el mejor de los libros; cuando decide estar a la altura no de su costado más mezquino, del que ningún escritor se libra, sino de su sentido de justicia, su parte más generosa.

La última obra suya con la que contamos es la Carta abierta a la Junta Militar, que distribuía por buzones cuando cayó en una celada y se resistió, el 24 de marzo de 1977. En ese testamento eligió definirse de un modo inequívoco: pudo titularla Carta abierta de un periodista, o de un montonero, o de un clandestino, o de un peronista. (A esa altura ya había completado su parábola en términos políticos.) Pero decidió llamarla Carta abierta de un escritor, en la certeza de que ese oficio terrestre lo definía mejor que ningún otro; el mismo oficio, precisamente, que practicó con una excelencia que tantos quieren negarle aún hoy.

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La figura de Walsh se agigantará, porque conecta con una necesidad que empezamos a identificar recién ahora: la de bregar por un cambio más profundo que el que deriva de la mera alternancia electoral. Un sacudón que cambie estas reglas del juego a las que hemos venido ateniéndonos como el mejor alumno, aunque la derecha las irrespeta siempre; el push que precisamos para rediseñar la estructura del poder en este país de una buena vez y ya no volver a ser entrampados por los victimarios de siempre. Para lo cual no alcanza con ganar una elección por tres puntos, y ni siquiera por diez. Habría que confluir en un movimiento que tenga legitimidad democrática y, a la vez, el ímpetu de una revolución. Lo cual puede sonar irrazonable, pero quizás no lo sea en el marco de la devastación que dejará la administración Cambiemos. Al paso que vamos, no me extrañaría que empezásemos a recordar el 2001 como un picnic.

En este contexto, los escritos de Walsh reverdecen. Expresan un clamor de justicia que viene desde los albores de esta tierra (la novela que no le dejaron terminar atravesaba nuestra historia), con las mejores armas del arte, que —como todo lo demás— no tienen por qué ser patrimonio de la oligarquía.

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Según un sobreviviente de la ESMA, el oficial Ernesto Weber confesó su crimen: “Lo cagamos a tiros y no se caía, el hijo de puta”. El hijo de puta en cuestión, aquel árbol que se resistía a los hachazos, era Walsh. Ese día de marzo del ’77 se enfrentó solo a un grupo de comandos, que lo emboscaron en la esquina de San Juan y Entre Ríos, armado con una pistola de pequeño calibre. Y resistió los balazos hasta ganarse la admiración de sus enemigos, que Weber expresó con renuencia.

 Además de matarlo, esos comandos se apropiaron de los bienes del escritor, entre los que figuraban relatos de ficción. Este dato, el de los asesinos que robaron cuentos y el germen de una novela, me hizo pensar en los escritores inanes que hoy abundan. Estoy seguro de que los asesinos no estaban en condiciones de valorar una pieza literaria, pero de algún modo entendían que algo en apariencia tan nimio como un cuento podía hacerles, a la larga, un daño considerable.

 Si la violencia arrasase otra vez la Argentina, ¿se preocuparían los asesinos por destruir los textos de algún narrador contemporáneo? Buena parte de los narradores de hoy parecen haber asumido que el libro es un artículo suntuario y frivolizan sus ficciones para asemejarlas a un bien de consumo: escriben para un público al que le sobra un poco de dinero para dedicar a la cultura. Llenan páginas con divertimentos, ejercicios de estilo que nunca deberían haber cruzado los umbrales del taller literario, o en su defecto producen textos áridos con los que persuadirnos de que hablan de temas importantes cuando, seamos honestos, están a años luz de cualquier cuestión trascendente.

Esos escritores no interpretan las necesidades profundas de los lectores, porque dejaron de interpretar las suyas propias. Durante siglos los escritores relevantes fueron aquellos que estaban deseosos de transformarse a sí mismos y encontraban en la literatura el mejor medio para plasmar esa mutación. Ahora son mayoría los escritores que no buscan verdad alguna, ni siquiera íntima; no quieren transformar nada, ni dentro ni afuera suyo. Se contentan con ocupar un nicho de la sociedad que les permite una módica figuración a cambio de arriesgar nada y de no conmover a nadie. Son plumas flojas, flojas en calidad, flojas en sustancia, que expresan almas flojas.

 Pero lo que necesitamos, y hoy más que nunca, son escritores que no caigan aunque los caguen a balazos.

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