lunes, 19 de marzo de 2018

Lo que el viento no se llevó


Por Guillermo Paniagua

Tomemos una pequeña licencia introductoria y comulguemos descaradamente con la épica faltona: 60 años, tres temporadas y 28 capítulos hicieron falta para que lo que decidió anidarse en aquel artefacto mágico de digestión de posguerra -el televisor- allá por los años 50, tomase finalmente vuelo y empezara, sin complejos, a planear serenamente. Evidentemente, hasta aquel día de euforia controlada vuelos de reconocimiento, de prospección, hubo y muchos, de alcance no desdeñable, de belleza indudable. Pero será con The Leftovers (2014) con lo que la narrativa serial audiovisual encuentre definitivamente su aplomo gravitatorio, una atalaya desde la que ejercer el derecho a sobrevolar soberanamente los intricados recovecos que jalonan la geografía humana. Un inmenso relato que como hicieran tantos otros, cinematográficos y literarios, nos cuenta lo que hay mediante lo que podría haber, es decir, mediante una hipótesis de trabajo irreverente que amarra su ancla heurística en un terreno supuestamente movedizo, rebelde, alucinado, trapichero de realidades: lo fantástico y lo sobrenatural.
Desde estas premisas metodológicas Damon Lindelof y Tom Perrotta, los creadores de esta serie, nos cuentan la historia de unas sobras ("leftovers" en inglés), las sobras de un festín en el que fue devorado -de un segundo para el otro y aleatoriamente- el 2% de la humanidad y cuyo glotón y criminal comensal permanece, para colmo, en el anonimato. Tres años después de este acontecimiento gargantuesco, de esta desaparición súbita y forzosa de 140 millones de personas, se inicia un relato pausado acerca de las respuestas individuales y colectivas, de supervivencia antropológica, ingeniadas por las que fueron condenadas a quedarse. Estrategias diversas, a veces enfrentadas, en las que se irán definiendo unos personajes de complejidad inusitada, de desconcertante proximidad, ingredientes idóneos para obstaculizar cualquier proceso de identificación apresurada y reconfortante. Una experiencia perturbadora donde nuestras cronificadas disfunciones emocionales serán una y otra vez sacudidas y violentadas a imagen y semejanza de las de aquellos personajes que al haberse decantado por seguir adelante con sus vidas -o por fingir hacerlo- se ven interpelados por otros, aquellos que optaron por pertrecharse de una indumentaria blanca impoluta, de compulsivos cigarrillos y de un arma letal, el silencio; gélidas marcas identitarias de un colectivo -los Remanente Culpable- que, ante el olvido generalizado, reivindica la memoria de las personas desaparecidas.

Un relato perturbador, decíamos, con brincos en el tiempo -recurso narrativo controlado con maestría por Damon Lindelof- que nos permitirán recorrer a trozos una densa red de historias de vida que se mantendrán, eso sí, siempre amputadas, puzzles a los que les faltarán siempre una pieza. Una falta que en este cuento audiovisual no se debe a la ausencia de los familiares o conocidos sino a una falla sísmica, a la interrupción aquel trágico día de la cadena de causa-consecuencia que rige el devenir de la materialidad, a este punto negro en el que la búsqueda de razones anda a ciegas y donde, por tanto, el devenir de la subjetividad colapsa. Como ocurre en nuestro cotidiano, cualquier acontecimiento que salga del patrón rutinario, desde un bizcocho que no ha levantado a la muerte de una persona conocida, implica la necesidad de que le atribuyamos razones, pasaporte de rigor para su dócil reincorporación a la normalidad. Nos costará más o menos trabajo, con un resultado más o menos elegante, pero resulta que nuestra especie necesita razones tanto o más que oxígeno o alimentos. En este sentido, lo que retrata magistralmente The Leftovers es un ecosistema que ha sido irreversiblemente perturbado en su frágil equilibrio semántico y que tiene como correlato más inmediato la proliferación de significados, suerte de corchito improvisado para tratar de taponar cueste lo que cueste una fuga comprometedora. Así, sectas, gurús, científicos y pastores más o menos embaucadores, más que menos encantadores, se apuntan desesperadamente a esta obra de fontanería existencial, expresiones estridentes pero sintomáticas de una búsqueda generalizada e interesada porque vital, protagonizada por todos y cada uno de los que el viento no se llevó.

De actualidad candente en una sociedad en crisis serial, en un mundo bastante menos desencantado y secularizado de lo que algunos pensaban, en un universo plagado de grandes relatos, incluso el de la estafa por antonomasia -el neoliberal- que niega su propia existencia y la de todos sus contrincantes, The Leftovers sublimente musicalizado por los desgarradores arpegios minimalistas de Max Richter, genialmente interpretado por un elenco hasta hace bien poco desconocido, nos recuerda como lo hiciera otra magistral pero interrumpida serie,Carnivàle (2003), que las creencias, la fe y los grandes relatos en general no son síntomas de inmadurez social sino imprescindibles compañeros de viaje para una humanidad que por definición erra sin rumbo y que por imposición se dirige al abismo.

Por lo tanto, lo que este cuento metafísico nos sugiere a lo largo de sus tres y definitivas temporadas, mediante un planteamiento más pre que posmoderno, más neorromántico que new age, es que el debate no consiste en saber si podemos prescindir de compañía, sino qué compañero de viaje prevalecerá y a qué destino nos encaminará.

No hay comentarios: