sábado, 31 de marzo de 2018
La familia Chacón
La familia Chacón nació el 5 de noviembre de 1924 en San Julián, Sonsonate, día en el que contrajeron matrimonio Carmen Herrera y Alfonso Chacón. En los primeros años todo marchaba sobre ruedas, incluso pudieron mandar a la mayor de las hijas a estudiar en un internado en Sonsonate. No eran una familia adinerada, pero tenían más que el promedio: una casa rural amplia con techo de tejas, un río cerca que les facilitaba el agua, un terrenito, gallinas, gallos, tuncos, vacas. Más que lo necesario para vivir. Fueron años buenos. Con el paso del tiempo llegaron los hijos, muchos, y también comenzaron los apuros. En la década de los cuarenta, los Chacón se vieron poco a poco en la obligación de vender primero una vaca, luego otra, una parcelita acá, otra allá… Agobiados y con expectativas poco alagüeñas, a mediados de siglo vendieron lo poco que les quedaba y se trasladaron desde San Julián a Santa Tecla, con la idea de apostarle como negocio a algo que todos conocían bien: las habilidades culinarias de Carmen.
Don Alfonso Chacón –don Foncho, como lo llamaba Monseñor Romero—falleció en 1986, y Carmen de Chacón, en 1995. Pero el fruto de su esfuerzo pervive en un negocio llamado “Las delicias de las Chacón”, donde aún se come igual de bien que cuando abrió sus puertas hace más de medio siglo. Sobreviven ocho de los trece hijos que tuvieron, pero las más vinculadas al negocio y a la vieja casona familiar son dos hermanas, las que mayor contacto directo tuvieron con Monseñor Romero. Por un lado, Elvira Chacón –Niña Elvira a partir de ahora--, nacida en 1927 y con quien el arzobispo entabló una sincera relación de amistad. Por el otro, Eleonor Chacón –Niña Noy--, nacida en 1938, la que más secretos de cocina se dejó enseñar y la responsable directa de que en la vida familiar irrumpiera el padre Romero. Niña Noy y Raúl Romero –el apellido es pura coincidencia—se casaron el 9 de noviembre de 1963, un sábado lluvioso. El padre Romero viajó expresamente desde San Miguel a Sta. Tecla para celebrar la boda porque Raúl había sido también su acólito y le guardaba aprecio.
“Mi mamá desde ese momento sintió un gran cariño por él –dice niña Noy--. A partir de entonces, los encuentros entre Monseñor Romero y la familia Chacón se hicieron cada vez más asiduos. Con los años, el padre Romero que conocieron se hizo monseñor –primero así, en minúscula--, el monseñor se convirtió en obispo, el obispo se transformó en arzobispo, y el arzobispo, en Monseñor Romero. Pero para esta familia no hubo cambios radicales en este proceso. La manera de ser de la persona que comenzó a visitarles en 1963 poco difería de la que asesinaron en 1980. En esta casa se conoció al Monseñor Romero menos publicitado: el ser humano que reía y contaba chistes, que veía novelas frente al televisor, que platicaba temas intrascendentes y que disfrutaba las cenas en familia. Platos sencillos, pero preparados con amor.
“Todo lo que preparábamos aquí le encantaba, pero la preferencia de él eran los frijolitos volteados”, confiesa Niña Noy. Aquel lunes 24 de marzo sintió la necesidad impostergable de confesarse. No lo hizo en la mañana, a pesar de que la pasó en la playa en compañía de un grupo de sacerdotes. Del mar regresaron en torno a las tres de la tarde, y aunque sabía que a las seis debía oficiar una misa en la capilla del Hospitalito y que la tarde la tenía saturada de compromisos –incluida una visita al otorrino--, prefirió apretarlo todo y sacar el tiempo para visitar a su confesor habitual, el jesuita Segundo Azkue. Monseñor Romero hizo venir a su amigo Salvador Barraza para que lo llevara desde San Salvador a la residencia de los jesuitas que está junto a la iglesia El Carmen, en pleno centro de Santa Tecla.
Raúl Romero, el acólito que terminó casado con Niña Noy, también estaba aquella tarde en El Carmen, acompañado por su hijo mayor. Por las prisas, apenas pudieron intercambiar un saludo antes de despedirse. Pasaban ya las cinco de la tarde. Raúl y su hijo regresaron a casa y comentaron el casual encuentro.
“Hemos estado con Monseñor –dijo Raúl a su esposa y a su suegra apenas cruzó la puerta--. “Ah, pues cuando está en Sta. Tecla siempre viene a cenar”, dedujo Carmen. Monseñor Romero nunca avisaba de sus visitas, pero Carmen había aprendido que solía hacerlas coincidir con viajes a Sta. Tecla. Sin dudarlo, ordenó preparar la mesa y se puso a cocinar frijoles volteados, a la espera de que en cualquier momento alguien se asomara a la puerta e hiciera la misma pregunta retórica: “¿se puede o no se puede?”.
Oscurecía cuando el teléfono sonó. Niña Elvira respondió. Era Silvia, una cuñada. Le contó lo que acababa de escuchar en la radio. Niña Elvira no terminó de creérselo. Colgó. Al instante apareció en la puerta de la casa René, otro cuñado. Le repitió la misma noticia. Niña Elvira comenzó a llorar. A su llanto se le sumaron poco a poco el de otros familiares, como si fuera un coro. Sobre la vieja mesa de madera, en el lado en el que a él le gustaba sentarse, quedaron unos cubiertos y un plato vacío que esperaba una ración de frijoles volteados.
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