jueves, 8 de marzo de 2018
Viaje al Céline extremo
Por Hedoi Etxarte
En diciembre la editorial Gallimard anunció que publicaría los panfletos antisemitas. Este jueves se echó atrás por la presión mediática. El debate muestra el mal estado del aparato digestivo de la prensa de la República
Louis-Ferdinand Céline en 1932. Biblioteca Nacional de Francia
Francia ha abierto 2018 con una polémica sorprendente: ¿hay que reeditar los panfletos antisemitas de Louis-Ferdinand Céline o no? Lo anunciaba Le Figaro el 14 de diciembre del año pasado: "El Gobierno escribe a Antoine Gallimard para asegurarse, antes de la publicación, de la “cientificidad” de la crítica de la obra. Exige que se pongan los textos en perspectiva histórica, como pide el Consejo Representativo de las Instituciones Judías de Francia (CRIF)". Frédéric Potier, jefe de la delegación interministerial para la lucha contra el racismo, el antisemitismo y la lucha contra el odio anti-LGBT, recibía el 19 de diciembre a Antoine Gallimard, jefe de la empresa editorial que lleva su apellido, y a Pierre Assouline, narrador y ensayista experto en los años de la Ocupación y en la obra de Céline. Al sur de los Pirineos se ve con extrañeza que la cultura pueda tener tal espacio mediático, también lo visceral del debate y su pasión. Ya no habrá que preocuparse: las imprentas de Francia no se pondrán en marcha hasta que los derechos queden en dominio público.
Buscando antecedentes de una reedición con tanta presencia mediática en Francia, habría que remontarse hasta 2010, cuando se volvió a publicar –también en Gallimard– una nueva traducción de la novela Berlin Alexanderplatz de Alfred Döblin. Claro que entonces se trataba de una de las novelas que transformaron la narrativa del siglo pasado: un viaje de infierno a infierno en el Berlín salvaje y vivaz de entre guerras.
En esta ocasión, Gallimard se proponía publicar tres panfletos que su propio autor se negó siempre a que se volvieran a publicar. Desde su muerte en 1961, Lucette Destouches, la viuda y dueña de los derechos, había sido fiel al escritor y se había negado hasta ahora a facilitar la publicación de los panfletos en Francia. Éstos vieron la luz en 2009 en Canadá, donde prescriben antes los plazos en que se liberan los derechos de propiedad intelectual. Para explicar que madame Destouches, a sus 105 años, cambió de opinión, el abogado François Gibault, ejecutor testamentario de Céline, destacó las reacciones poco escandalizadas con que se recibió en 2015 la exhumación de otro panfleto encendidamente antisemita de la misma época: Lés Décombres (Los escombros), de Lucien Rebatet, publicado originalmente en 1942.
Los escritores de paja
Ha venido siendo habitual en Francia. Nadie niega «le génie» de Céline. Pero tras el obligado tributo de admiración, suele venir la coletilla: «Es un genio, pero...». Y, ya se sabe, lo sustancial está siempre tras el pero... Céline es grande, pero ahí están L’École des cadavres (1937), Bagatelles pour un massacre (1937) y Les Beaux Draps (1941).
El tablero sobre Céline se ha venido planteando como un ejercicio de suma cero. Como si fuera un gran autor que produjo a la vez grandes obras y obras infames, de modo que no hay que hacerle caso más allá de la polémica. La vieja pregunta acerca de si uno puede producir grandes textos y, a la vez, ser un nazi. Debate que pocos plantearían acerca de un científico o de un deportista. Céline es, como debate, una muestra más de cómo la escena mediático-cultural francesa no termina de digerir a sus autores con más tirón por diferencias ideológicas. Simplificando mucho: desde la década de los setenta, los medios franceses que tienen legitimidad son entre liberales y progresistas. No hay grandes medios de extrema derecha, ni hay espacio para los intelectuales a la izquierda de la socialdemocracia. Pero ese campo ideológico –el del progresismo liberal– no ha producido autores con pegada en las últimas décadas. Así, el comentario cultural vive una esquizofrenia: André Breton (¡comunista!), Bernanos (¡fundamentalista católico, monárquico!), Paul Éluard (¡estalinista!), Louÿs (¡pornógrafo!), Prevert (¡comunista!), Drieu La Rochelle (¡nazi decandente!), Brasillach (¡nazi-nazi!), Bloy (¡anarquista de derechas!), Césaire (¡comunista anticolonial!)... Y así hasta la actualidad. Hasta Houellebecq (¡islamófobo!) y Marc-Edouard Nabe (¡islamófilo!), los narradores vivos más interesantes en la lengua de Rabelais.
Este marco tiene un claro perdedor, cuando se trata de hablar de literatura: la atención al texto dentro de su contexto original. La ideología del autor funciona de manera autónoma. Como fetiche, como pegatina que no terminas de quitar. No se utiliza en relación a la obra, a su época, a sus ecos contemporáneos. Ocupa portadas –la de Le Monde del 5 de enero de este año, por ejemplo–, invita a debatir en las tertulias culturales, pero así ocurre sin necesidad de acudir al texto.
Compromiso político
El mismo día que Le Monde se hacía eco de la polémica –además de la portada fue el tema central de su suplemento literario semanal– el historiador de la CNRS Laurent Joly subrayaba en la radio France Culture que los tres panfletos no son patinazos. Que se trata de un compromiso político, sostenido durante la Segunda Guerra Mundial y la ocupación nazi de Francia. Que Céline, como otros activistas antisemitas, recibía dinero del Tercer Reich.
Aquí florece uno de los puntos interesantes del debate: por un lado habría libros antisemitas –libros que contienen algún fragmento antisemita: en Viaje al fin de la noche, sin ir más lejos–, y, por otro, panfletos antisemitas, es decir, libros de propaganda. Y he aquí la gran paradoja que se sucede en distintas tertulias –también en el diálogo de Joly con el periodista Guillaume Erner en la radio–: se niega que los panfletos aporten algo a la literatura, se niega que tengan valor histórico, se insiste en que las posiciones de los panfletistas antisemitas eran minoritarias... Y sin embargo no se quieren publicar.
En ese marco sobresale por su originalidad la opinión de Isabelle Lévy, una suerte de Marhuenda sionista amante de la literatura (pareja intelectual del filósofo reaccionario Alain Finkielkraut en la radio RCJ, Radio de la Comunidad Judía). En un reciente debate en el canal de televisión CNews, Lévy sorprendía a sus contertulios por sus dos argumentos para reeditar estos textos –sin prohibición legal, en realidad, pero con un juicio mediático muy escorado hacia la censura–. Por un lado, según ella, no hay un buen y un mal Céline. No hay un Céline delViaje al fin de la noche y de Muerte a crédito y otro en los panfletos. Céline es una unidad, y su negatividad, presente en toda su obra, es consustancial a su estilo.
La segunda razón que expone Lévy en favor de reeditar los panfletos es que quienes «quisieran leer los textos por “malos motivos”, para reafirmar su antisemitismo en bucle», ya tienen acceso a los textos en internet. La propia Lévy asegura que ella misma ha podido leerlos gracias a la red.
Pero, si cabe, el motivo principal para reeditar a Céline llegó al final del razonamiento de Lévy: «No creo que alguien se haga nazi por leer Mein kampf. No creo que uno se haga antisemita leyendo a Céline». Y sí, de hecho, Lévy ve un aspecto interesante en el antisemitismo de los panfletos: estrenan en Francia, en cierta manera, un nuevo antisemitismo aniquilador, genocida. No una aversión cristiana histórica, sino una voluntad racial de eliminar físicamente al enemigo.
La mesa redonda televisada en la que Lévy hizo estas declaraciones era muy ilustrativa de la dificultad de metabolizar el arte si el artista no pertenece a un equipo homologado. El presentador hacía gestos de sorpresa en cada intervención, y decía frases del tipo: «Cómo en un cerebro pueden convivir el horror, el mal, la tontería y, al mismo tiempo, el talento absoluto... Es sorprendente». Y ponía una cara de: «No lo entiendo cómo puede ser». Para encontrarse, al otro lado de la mesa, con una explicación, aunque sencilla, bastante convincente: «Hay algo de cierto cuando decimos que el antisemitismo de Céline, esa pulsión del mal, es la que alimenta su genialidad».
Pagar con la vida
Antes de terminar estas líneas. Hagamos una invitación a la lectura de Céline. Sin intermediarios ni tutores. Tanto de los clásicos Viaje al fin de la noche, o Muerte a crédito(ambas novelas en Debolsillo) como de obras periféricas, tales como el percusivo Conversaciones con el profesor Y (Caja Negra), una larga conversación de Céline consigo mismo tras la Segunda Guerra Mundial, o sus Cartas de la cárcel (Debolsillo), en una edición crítica que hace crecer al libro, en el que se explica y enriquecen las referencias de Céline, sus mentiras sobre qué hizo bajo la Ocupación, su literatura y su vida poco privada (por momentos uno piensa que las cartas las escribe a la policía o a jueces futuros más que a su «querido letrado»).
Céline entendía que escribir novelas se paga con la vida. Como si los lectores fueran cazadores y el autor la presa. Así se lo contó a la Paris Review en los años sesenta: «Nada se hace gratis. Hay que pagar. Inventarse una historia no tiene ningún valor. La única historia que cuenta es aquella por la que pagas. Cuando la pagas, entonces tienes derecho a transformarla». Parece sin embargo que Céline, una vez muerto, sigue pagando. Hace apenas siete años, con motivo de los cincuenta años de su fallecimiento, también se levantó una fuerte polémica cuando Céline fue incluido en la lista de personalidades a las que Francia se proponía conmemorar en 2011.
Entretanto, su estilo hablado, que tan mal sienta al debate, sigue insuflando energía a los lectores.
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Hedoi Etxarte (Pamplona, Navarra, 28 de abril de 1986) es, escritor, traductor y violinista. Colabora semanalmente en el diario Berria y es cooperativista de la librería Katakrak de Pamplona.
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