sábado, 1 de abril de 2017
Atrapados por la impaciencia
Por Herminio Otero Martínez
Dice Nikos Kazantzakis que “las grandes leyes de la naturaleza son: no corras, no seas impaciente y confía en el ritmo eterno”. Pero nosotros cada vez estamos más obsesionados por la inmediatez, aunque podemos preguntarnos: “Si no sabemos adónde vamos, ¿para qué ir tan deprisa?”
La satisfacción inmediata ha sido el resorte que ha mantenido vivas a las nuevas generaciones, uniendo la infancia mágica con una adolescencia prolongada. Y ahora todos andamos en un sinvivir, habitados por la impaciencia, contagiados de prisas, repletos de deseos de cumplimiento inmediato y ansiosos de novedades que se sustituyen sin cesar.
El escritor Vicente Verdú ve el origen de todo esto en los acontecimientos de mayo del 68, algunos de sus elementos aún perviven: la liberación de la mujer, la cultura del consumo y el placer inmediato. Fue el año que cambió el mundo. Muchas mechas prendieron a la vez (París, San Francisco, Praga, Vietnam) y una generación de jóvenes se rebeló contra el modelo de sociedad burguesa, a la que combatieron con la liberación sexual, el placer inmediato de las drogas o el acunamiento colectivo en el ‘rock and roll’.
El capitalismo, tan odiado, supo adaptarse para “desarrollarse como una verbena de consumo agregada a la fiesta del orgasmo, el antiautoritarismo, la aventura y el amor a la revolución.” El resultado fue la aceleración del placer consumista y del goce inmediato. Y mutaron los valores burgueses del ahorro, la utilidad y la finalidad: “Frente al ahorro represivo, el gasto; contra la calculada utilidad, la inmediatez, y frente a la finalidad, la aventura. La reunión de estos tres elementos dibuja el triángulo de la cultura de consumo.”
Casi medio siglo después la melodía del nuevo capitalismo de consumo no cesa de alzar su volumen y su difusión. Queremos todo en este momento para nosotros, llevamos mal tener que esperar en cualquier campo, de modo que buscamos acelerar el ritmo de los acontecimientos de todo lo que nos rodea. No sabemos esperar y nos puede la impaciencia. La sociedad del derroche nos ha acostumbrado al consumo compulsivo. Todo lo queremos instantáneo, al momento. Y consumimos tiempo y recursos en una carrera alocada contra el ritmo natural de las cosas. Sobrecargamos nuestra agenda diaria de compromisos y actividades y no nos queda tiempo para respirar.
Durante siglos vivimos al ritmo lento marcado por la revolución de la agricultura, que fue la primera gran revolución humana. Miles de años más tarde, con la revolución industrial se empezó a gestar la cultura de la impaciencia, que ha llegado a su grado máximo en el siglo XXI con la tercera gran revolución humana: la revolución de la inteligencia.
El placer instantáneo hundía sus raíces en la naturaleza humana. El genio de la lámpara de Aladino concedía solo tres deseos, pero lo asombroso es que el genio apareciera inmediatamente cuando Aladino frotaba la lámpara. Así nos ha pasado siempre: deseamos y soñamos con que la solución nos llegue de forma inmediata. La magia estaba para ello.
Hoy, todo es instantáneo y cada vez menos cosas nos parecen mágicas, de tan acostumbrados como estamos a que parezca que todo funciona como por arte de magia. El mando a distancia alargó nuestros brazos hasta lograr los deseos soñados. Y el clic de una tecla nos unió a ese océano en el que lo que deseamos se nos hace presente.
Triunfa lo urgente por ser sinónimo de fácil más que de rápido: nos ahorra esfuerzo más que tiempo. El problema es que confundimos el placer con la gratificación instantánea, pero ésta es adictiva. Cuanto más rápido conseguimos algo, más impacientes somos la siguiente vez y más ansiedad nos provoca.
No era así en el tiempo en que copiar un manuscrito llevaba décadas o construir una catedral duraba siglos. La paciencia y la lentitud se consideraban virtudes capitales. Todo lo que exige espera requiere paciencia y planificación. Y la satisfacción que nos produce algo está ligada todavía al tiempo y a la dedicación que nos ha costado conseguirlo. “Corremos sin cesar porque no sabemos adónde vamos ni qué queremos hacer con nuestra vida. Como detenernos a pensar nos da miedo, seguimos a la carrera”, resume el escritor Francesc Miralles.
La prisa y la impaciencia vierten pequeñas dosis de veneno sobre nuestra mente y nuestro corazón, de modo que ser impacientes constituye un factor de riesgo para nuestra salud tanto física como mental: aumenta la hipertensión y genera frustración, angustia, estrés acumulado, trastornos psicosomáticos y deterioro de las relaciones personales y laborales. Además, contribuye a que se pospongan las tareas, incita a la bebida y a la violencia, a menudo conduce a malas decisiones, es causa de problemas económicos y rompe amistades. ¡Una mala vida!
Entonces, ¿por qué somos impacientes? La impaciencia surge de nuestro interior cuando vivimos de forma inconsciente y suele ser un indicador de que no estamos a gusto con nosotros mismos. Es un síntoma de que no sabemos leer nuestras circunstancias y un signo de una creencia limitadora: que nuestra felicidad no se encuentra en este preciso momento, sino en otro que está a punto de llegar.
Pero la prisa no sirve para acelerar el ritmo de lo que nos sucede. Ante ella, solo podemos “vivir despiertos”: darnos cuenta de que no podemos cambiar lo que nos pasa, pero sí podemos modificar nuestra actitud y hacer sólo lo que depende de nosotros sin quejarnos de lo que depende de otros. Así llegaremos a comprender que todos los procesos que forman parte de nuestra existencia tienen su propio ritmo y que lo que necesitamos para ser felices ya se encuentra en este preciso instante y en este preciso lugar.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario