viernes, 23 de enero de 2015

El fin de la ilusión del estado social



Por Belén Gopegui

Una sola palabra, al principio, la palabra “social” en el artículo primero de la Constitución, destellaba como el signo de que no todo fue transacción, derrota, continuidad. Aquellas prebendas y aquella opresión labradas en el franquismo habían dado paso a una Transición sumisa –salvas fueran las muchas excepciones que padecieron represión y cárcel–, aquella canción con gente “muy obediente hasta en la cama” nacida de una campaña publicitaria, había marcado el ritmo. Manuel Fraga había sido promotor y accionista de El País, el rey había jurado su lealtad a Franco, el modelo territorial había sido de entrada rechazado o emborronado, los partidos políticos se habían integrado en un sistema donde la corrupción no parecía siquiera un problema moral sino un sobrentendido: las cosas eran así.
Pero, en el artículo primero, la palabra “social” seguía despidiendo un fulgor raro. Y el fulgor decía que no bastaba con entender el Estado como expresión del poder del pueblo si ese pueblo estaba tan dividido y golpeado que lo que para unos era natural para otros –y qué decir de las otras– era inalcanzable. Ni bastaba con que la actividad del Estado de derecho y su realidad orgánica tuvieran que someterse al ordenamiento jurídico si ese ordenamiento no era justo y las instituciones que debían garantizar su aplicación eran fruto de y servían a la desigualdad.

Durante unas décadas, mientras duró el excedente fruto de un capitalismo en expansión, mientras las generaciones que se habían desclasado con el franquismo encontraban continuidad en las generaciones que seguían desclasándose con el PSOE y, también, mientras las luchas del pasado daban sus frutos, distintos sectores de la población creyeron en la posibilidad de alcanzar un equilibrio entre liberalismo y socialismo. Un equilibrio insuficiente, pues no se planteaba evitar la explotación ni el paro, ambos consustanciales al capitalismo; con todo, generalizar servicios públicos y repartir un porcentaje del excedente podía, se pensaba, ser un modo aceptable de mejorar la situación. Entretanto, los fondos reservados, las reconversiones, el Concordato renovado, Filesa, la Expo, Urbanor, el Cesid, la OTAN, las reformas laborales, el GAL... Entretanto, la igualdad efectiva dejada en manos del reparto de las sobras.

Una generación sin horizonte
Hasta que la crisis de sobreproducción iniciada en los 70 llegó a nuestras playas: el capital, en busca de la rentabilidad perdida, huyó a los sectores financieros abandonando la llamada economía real. Y Europa, en vez de cuestionarse un sistema donde la producción no podía ser controlada, inició su camino hacia la privatización de lo público. Uno tras otro distintos sectores fueron sacrificados al capital ausente: en el 91 el informe Abril Martorell, después la Ley de medidas liberalizadoras en materia de suelo y la Ley sobre habilitación de nuevas formas de gestión en el Sistema Nacional de Salud, la energía, las comunicaciones, Bolonia, el paro, los sindicatos cada vez más callados, el PSOE y el PP votando juntos a favor del desmantelamiento, el PP haciendo sin vergüenza y con deleite lo que el PSOE había sembrado con un rubor leve, y no sólo Riechmann –en aquel título de un libro de poemas– dejaba de leer El País y, un día, una generación entera se levantó sin mañana ni horizonte.

Al mirar a su alrededor, vieron que quienes tuvieron poco, emigrantes, jóvenes, mayores, lo habían perdido y se hundían en el paro, sin vivienda, sin derecho a la salud, vieron que la violencia machista continuaba, que en la educación pública había un ERE encubierto, que los grandes medios de comunicación no eran veraces, el maltrato a la tierra, las infraestructuras del país vendidas por un precio falso. Vieron el hueco del futuro. No era que antes no hubiese habido hombres y mujeres luchando, ni que la crisis hubiese estallado de pronto. Pero lo que bajo los efectos del excedente parecía borroso, ahora se presentaba nítido; lo que antes era opaco por la disgregación y el miedo, ahora, con la urgencia y el mayor acceso a la voz pública a través de las redes, se había vuelto trans­pa­rente. Cada generación, contaba Raymond Williams, responde a su modo al mundo que hereda, hace suyas muchas continuidades, pero en cierto modo siente toda su vida de diferente forma.

La respuesta distinta comenzó en las plazas con una visión de la realidad que buscaba la cooperación y lo común, si bien, puesto que no se partía de cero sino que el enfrentamiento llevaba siglos en pie, también había que parar desahucios o afrontar una Ley de Seguridad Ciudadana que hundía en las sentinas el supuesto valor de la libertad. En torno a esta generación se reagruparon muchas, los antiguos combates y los nuevos empezaron a sumar, pues aunque hubiera disensiones, interpretaciones distintas, algo poderoso estaba creciendo. En otro tiempo tal vez se habría llamado la confluencia entre las condiciones objetivas y las subjetivas. Ya no valía “el así son las cosas”, sino el así están y el por qué están como están. Por toda respuesta, el régimen empezó a cambiar de cara, de caras. Abdicar para continuar con otros nombres, cambiar los líderes pero no los proyectos, hablar de la corrupción como si se tratara de un objeto volante sin lazos con la fantasía de la individualidad. Hubo quien pensó que el régimen se hundía, y quienes dijeron que solamente se había sumergido. Que soltaba lastre a la espera de emerger y aprovechar las rebajas alcanzadas.

Y ahora, mientras miramos nuestras vidas maltrechas cada una a su manera, llega un eco de coplas que hablan de tirar pa’lante de la manera más bonita y popular, de que se acabe el paro y haya trabajo, escuela gratis, medicina y hospital. La vida es chapucera hasta el delirio, incluso cuando las cosas se quieren hacer bien a menudo no salen, pero hay algo que sabemos: si el contrato firmado no ha podido cumplirse no es porque las cosas salgan mal a veces sino porque con las sobras no se construyen relaciones justas ni buenas. La pequeña luz de esa palabra que destellaba solitaria en la Constitución del 78 se extinguió pues no hay capitalismo “social”.

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