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Por Lluís Rabell
Con la publicación de Responsabilidad personal y colectiva, la editorial Página Indómita nos propone unos interesantes textos de Hannah Arendt, correspondientes a sendas conferencias pronunciadas por la pensadora alemana en 1964 y 1968. Se trata de una reflexión no solo vigente, sino sumamente oportuna. Porque, tal como dice la presentación de estos ensayos, “asistimos a un retorno de la tentación autoritaria”. Pero también porque seguimos prisioneros del Zeitgeist de la posmodernidad, ese tiempo muerto de la Historia en que sus aguas, estancadas, son propicias a la descomposición de los valores universales y la consciencia humana; un momento en que el naufragio de lo colectivo, lejos de potenciar la responsabilidad individual, la diluye en un relativismo general.
Hannah Arendt plantea la cuestión transcendente de esa responsabilidad tras la experiencia definitiva que supuso el surgimiento del régimen nazi, bajo el cual “todo acto moral era ilegal y todo acto legal era un crimen”. ¿Quiénes, en tales condiciones, rehusaron colaborar con la violencia totalitaria, aunque muchas veces no pudiesen enfrentarse abiertamente a ella? Aquellos “que se atrevieron a juzgar por sí mismos, y que fueron capaces de hacerlo no porque dispusieran de un mejor sistema de valores o porque los viejos criterios del bien y del mal permanecieran firmemente asentados en su mente y en su conciencia. (…) Esos hombres se guiaron por otro criterio: se preguntaron en qué medida podrían seguir viviendo en paz consigo mismos después de haber cometido ciertos actos. (…) También escogieron morir cuando se les intentó obligar a participar. Por decirlo de forma cruda, se negaron a asesinar, y no tanto porque todavía se aferrasen al mandamiento ‘No matarás’, sino porque no estaban dispuestos a convivir con un asesino – ese en el que ellos mismos se convertirían en caso de ceder”.
El pensamiento socrático palpita en esas consideraciones, esbozando así una de las potencialidades más nobles de la condición humana: “Es preferible padecer una injusticia a cometerla”. Una aseveración filosófica cuya correcta lectura no es la mansedumbre o la pasividad ante la injusticia, sino todo lo contrario. Pero, ¿en qué condiciones y por qué razón se manifiesta ese generoso impulso “en muchas personas, pero no en todas”, como nos advierte Hannah Arendt? Me atrevería a responder evocando una anécdota de mi infancia que, a pesar del tiempo transcurrido, permanece viva en el recuerdo.
Nací y pasé mi infancia en casa de mis abuelos maternos, en el viejo barrio barcelonés del Raval. Era un exiguo piso de alquiler que compartían con mis padres. A mediados de los cincuenta, los tiempos eran aún difíciles para las familias trabajadoras. Todavía resonaban, cercanos, los ecos de la guerra. Había mucho miedo y penurias. El desarrollismo que, a lo largo de la siguiente etapa del régimen franquista, propiciaría la eclosión de una nueva clase media urbana aún no había empezado. A la sazón, mi padre luchaba por abrirse paso con sus hermanos en un taller, y el salario principal lo ingresaba mi abuelo, mecánico en la compañía municipal de autobuses. Sin llegar a la privación, la economía doméstica era necesariamente austera. Remanente de los momentos más sombríos de la posguerra, en la galería interior de aquel cuarto piso llegamos a criar gallinas y conejos, destinados al troque o al propio consumo. No era ninguna rareza por aquel entonces, y Joan Manuel Serrat inmortalizaría esa circunstancia en una de sus canciones, “Temps era temps”.
Pues bien, he aquí que un día mi abuelo llegó a casa desconcertado. Acababa de cobrar su salario. Pero, volviendo del trabajo, se encontró por el suelo, en la calle, un sobre a nombre de un tal Fernández, que contenía así mismo una paga en efectivo. Normalmente, se cobraba por semanas, y el salario, en billetes y monedas, acostumbraba a meterse en unos sobres de papel recio y marrón. El caso es que no había ninguna dirección, ni referencia de la empresa donde trabajase el tal Fernández. El suceso provocó un cierto debate familiar. ¿Qué hacer? Mi abuelo sostenía que había que encontrar la manera de devolver aquel sobre a su dueño: “Es el salario de un trabajador. Este dinero lo echarán en falta en una casa como la nuestra”. La abuela convenía en ello. Pero, ¿cómo dar con una persona desconocida, de la que no teníamos dato alguno? Después de dar varias vueltas a la cuestión, el abuelo consideró que lo mejor sería llevar el sobre a la policía. Ese gesto que hoy en día podría parecer banal, distaba mucho de serlo en aquellos tiempos. Visitar una comisaría no era plato de buen gusto para nadie –y menos para alguien como mi abuelo, antiguo afiliado al sindicato de transportes de la CNT, que se había salvado por los pelos de ser fusilado en el Campo de la Bota cuando las tropas “nacionales” entraron en Barcelona. Mi abuela, una mujer realista y curtida por la vida, que a la temprana edad de once años había empezado a trabajar en una fábrica textil, no era menos desconfiada respecto a la policía: “No seas loco. Esa gente no se molestará en buscar a nadie. Se van a pulir el dinero entre ellos… ¡y aún gracias si no se meten contigo!”. El argumento no era baladí. A pesar de ello, armándose de valor, el abuelo decidió llevar el sobre a la comisaría del barrio. Tardó un buen rato en volver a casa, donde se le esperaba con inquietud. “¿Qué ha pasado?”, preguntó su mujer al verle llegar.
“Pues que Fernández esta semana no cobra”, respondió el abuelo, mientras encendía pausadamente un “Celtas” corto que se antojaría pura dinamita a cualquier garganta de la actual generación de fumadores. Efectivamente, la intuición de la abuela resultó cierta. En comisaría, las preguntas habían llovido en un crescendo amenazador: “¿Dónde ha encontrado usted ese sobre?”, “¿Acaso lo ha abierto?”, “¿Se ha quedado con parte de su contenido?”, “A lo mejor lo ha robado y viene a la policía a blanquearse o a buscar una recompensa”, “Habría que ver si tiene usted antecedentes…”. El abuelo captó perfectamente el mensaje: mejor largarse a casa calladito y olvidarse de un dinero que, desde luego, nunca volvería a manos de quien lo había extraviado.
“¿Lo ves? ¿Qué te decía yo? ¿A quién se le ocurre tener tratos con la policía?”, refunfuñaba la abuela, reponiéndose de su angustia. El abuelo se sentó en un rincón del comedor. “Sí, yo también me temía algo así. Pero había que intentarlo. ¿Y sabes qué? Ahora pillaré media barra de pan y una lata de sardinas. Con eso y un trago de vino, me quedaré tan a gusto. Si hubiésemos ido a cenar por ahí, gastándonos el dinero de ese pobre hombre, la comida me hubiese sentado mal”. Sócrates nunca salió de Atenas. Seguramente habría sonreído mientras bebía su cicuta de haber sabido que, más de dos mil años después, al otro extremo del Mediterráneo, iba a tener un émulo como mi abuelo.
Sin embargo, había mucho más que una actitud “socrática” en aquel comportamiento – alejado, por otra parte, de cualquier épica, y que tampoco cabría comparar con las penalidades y sacrificios que arrostraron tantos luchadores antifranquistas. La solidaridad con un desconocido, aún a costa de asumir ciertos riesgos, porque era alguien como nosotros, no caía del cielo, ni brotaba por casualidad de un corazón bondadoso –y el de mi abuelo, ciertamente, lo era. Había en ese gesto el eco de la profunda fraternidad de clase con que las luchas del movimiento obrero habían impregnado la ciudad de su juventud.
En nuestros días, bajo la hegemonía del pensamiento neoliberal, cuando el mercado irrumpe avasallador en todos los ámbitos de la vida, hablar de moral se ha tornado una ridiculez. Incluso en amplios sectores de la izquierda la invocación de los valores que deberían guiar nuestra conducta es acogida con una aviesa sonrisa. El capitalismo, en efecto, no tiene moral. La clase trabajadora, sin embargo, sí que necesita una. Porque la meta del socialismo es una perspectiva para el conjunto de la humanidad. Y porque, más allá de las configuraciones que las sucesivas mutaciones del capitalismo imponen a la organización –sindical, política, asociativa…– del proletariado, éste necesita cohesionarse en torno a una moral que surge de su propio movimiento y se desprende de sus objetivos emancipadores. Necesita la verdad, porque quiere cambiar el mundo. Necesita la solidaridad para unir a los oprimidos. Debe abrazar la ciencia, el arte, la cultura y todas las conquistas del conocimiento humano, porque sobre esos cimientos habrá que edificar un nuevo mañana. Necesita apelar al esfuerzo colectivo y al espíritu de sacrificio. Y necesita –escribía Trotsky en Su moral y la nuestra– hacer acopio de “toda su fuerza,toda su resolución, toda su audacia, toda su pasión, toda su firmeza…”, pues “la burguesía imperialista observa aún menos que su abuela liberal las normas absolutas kantianas. (…) Su último recurso es el fascismo, que reemplaza los criterios sociales e históricos por criterios biológicos y zoológicos…”. A pesar de la distancia, esas palabras conservan todo su vigor. El desarrollo histórico que hemos conocido bajo el signo de la globalización ha creado las condiciones de un prodigioso salto hacia delante de nuestra especie… al tiempo que acumulaba las condiciones de una regresión civilizatoria y una catástrofe ecológica de dimensiones planetarias. Ante los tiempos que se avecinan, la clase trabajadora necesita más que nunca reconstruir su utopía y tejer los hilos de su propia moral. Con la firme oposición de Sócrates a toda injusticia. Con la sabiduría de Atenea y su conocimiento de la realidad. Enterrando definitivamente la posmodernidad y su individualismo sacralizado, expresión cultural del dominio del capitalismo financiero sobre el mundo. “No vivimos nuestra vida en solitario, sino entre nuestros semejantes – nos recuerda Hannah Arendt. Y la facultad de actuar, que es al fin y al cabo la facultad política por excelencia, únicamente puede hacerse realidad en alguna de las muy diversas formas de comunidad humana”.
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