viernes, 11 de septiembre de 2020

El feminismo no consiste en cuidar


Tribuna Feminista

Por Tasia Aránguez Sánchez 

Amelia Valcárcel escribió en 1980 “El derecho al mal”.

En dicho artículo, la filósofa critica el “argumento externo”, que consiste en defender la liberación de las mujeres por sus beneficios para los hombres. Ejemplos actuales de dicho argumento son: gracias al feminismo podrás llorar, podrás expresar tus emociones, podrás estar con una mujer “sexualmente liberada”, compartirás tu vida con una mujer que no te atosigará demasiado (pues tendrá su propia vida), la mujer pagará la mitad de la cuenta (o incluso pagará la tuya), ganará un salario igual que el tuyo (así que tendrás un nivel de vida mejor), etc.

Las teorías de las nuevas masculinidades presentan listas de las limitaciones que el patriarcado produce sobre el carácter de ambos sexos, ignorando que las listas no se encuentran en horizontal, sino en vertical: la socialización de los hombres sirve para mantener a las mujeres subordinadas. La perspectiva del argumento externo es la de los hombres que son incapaces de valorar el bien de las mujeres en la misma medida en que estiman el bien para sí mismos. La reflexión sobre el feminismo se presenta centrada en los hombres y en sus necesidades. Por eso comparan lánguidamente la dureza de la vida de los opresores con la de la vida de las oprimidas. Es habitual incluso, que aquellos hombres que se visualizan a sí mismos dentro de las “masculinidades no normativas” piensen que ellos son las auténticas víctimas del “heteropatriarcado” (añadir el “hetero” facilita el desplazamiento) y que, por tanto, el objetivo del feminismo es enfrentarse a los males que a ellos les afectan como “el binarismo” y la “heteronorma”.

En el artículo de 1980, Valcárcel introduce otra dimensión a la que podemos denominar “segunda formulación del argumento externo”. Se refiere a las propuestas que destacan los beneficios de la emancipación de las mujeres para el conjunto de la humanidad. Dichas voces animan a las feministas a que expongan las virtudes anticapitalistas, ecologistas o pacifistas de su horizonte político.

No pretendemos decir que el feminismo carezca de contenido ecologista, pacifista o anticapitalista. No estamos debatiendo sobre esto ahora. Lo que queremos resaltar es que parece que la emancipación de las mujeres es siempre un objetivo ético insuficiente, que necesita acompañarse de alguna causa que afecte directamente a los hombres, pues solo así alcanza la entidad suficiente para considerarse un asunto que concierne al bienestar de la humanidad (las mujeres “solas” nunca adquirimos entidad suficiente para representar a la humanidad, mientras que cualquier grupo de hombres “solos” es portador de la humanidad entera). Una vez más, por tanto, la felicidad de los hombres es el bien último que sirve como criterio para determinar lo importante.

parece que la emancipación de las mujeres es siempre un objetivo ético insuficiente, que necesita acompañarse de alguna causa que afecte directamente a los hombres, pues solo así alcanza la entidad suficiente para considerarse un asunto que concierne al bienestar de la humanidad

Las mujeres representamos la resistencia de la economía del cuidado frente al desbocado capitalismo extractivista. Nuestro modo de vida anticipa la transformación social que conducirá a la liberación del 99% de la humanidad frente a las élites del capitalismo financiero. Este hilo argumental lo encontramos en un manifiesto escrito por intelectuales de referencia de la izquierda posmoderna, titulado “feminismo del 99%”. En dicho texto el patriarcado aparece como un problema secundario, mientras que el término “capitalismo” aparece continuamente. Parece que son tan importantes las ventajas que trae el feminismo a la humanidad que no merece la pena perder el tiempo hablando del patriarcado, es decir, el dominio que ejercen los hombres sobre las mujeres.

El argumento externo aparece de modo recurrente: con frecuencia las antiguas “guardianas de la virtud” son también la reserva frente a la razón instrumental y las portadoras de la ética del cuidado. La escuela de Frankfurt realizó una crítica a la ciencia y la economía capitalistas que se habían despojado de sentimientos y de valores, separando los medios y los fines (esto es lo que se denomina “crítica a la razón instrumental”). De la razón instrumental surgen engendros como la bomba atómica y la destrucción de la naturaleza. La ciencia así entendida queda fuera de control. El feminismo de espíritu frankfurtiano tendría la misión de unificar los valores que la cultura patriarcal ha dividido (la razón y la emoción, lo masculino y lo femenino) concienciando a la humanidad acerca del nuevo equilibrio ecológico, el cambio trascendental para la supervivencia. La economía debe ser puesta al servicio de las necesidades. Y ello ha de hacerse desde una ética femenina del cuidado.

El corazón de la nueva izquierda nacida en el 15M presenta claras reminiscencias de la tesis sesentayochista de la “feminización de la sociedad”. Kate Millett reflexionó sobre las virtudes e inconvenientes de dicha tesis. Es muy interesante leer sus consideraciones para abordar críticamente afirmaciones como “el feminismo es cuidar”, habituales en la izquierda posmoderna.

En primer lugar, la autora suscribe algunas de las premisas de la tesis de la feminización de la sociedad. Afirma que, como una minoría masculina ha monopolizado el poder, muchos de los grandes problemas de la humanidad son consecuencia de las acciones de estas élites masculinas. También señala que algunos de los valores asignados tradicionalmente a las mujeres podrían aportar grandes beneficios a la sociedad. La autora afirma asimismo que aquello que en la cultura llamamos “masculino” se ha ido volviendo cada vez más antisocial, hasta convertirse en un peligro para la preservación de la especie humana y del planeta. En contraste, muchos aspectos que consideramos femeninos son necesarios para el bienestar social. A los partidarios de la tesis de la feminización de la política Millett les reconoce también que, dada la profunda separación que existe en la actualidad entre ambas “culturas sexuales”, solo cabría alcanzar un equilibrio humano reuniendo los aspectos de la personalidad colectiva fragmentada.

Ahora bien, la autora señala que la emancipación de las mujeres no debe estar condicionada a la idea de la autoridad maternal ni al rol de las mismas como dialogantes, cuidadoras, generosas e incluso abnegadas. Millett rechaza la ideología del instinto maternal presente en algunas de estas tesis. La autora rechaza la romantización cortés de las mujeres: nosotras no estamos aquí para ser las guardianas espirituales de la humanidad, no estamos para sacrificarnos por la paz y la armonía. Millett señala que la sociedad ha condicionado a las mujeres para decantarse por la aceptación complaciente de las ideas masculinas, para no poner límites a ideas que les perjudican, para rebajar toda tensión con una sonrisa, para renunciar al poder tan pronto como aparece la disputa y para replegarse en su vida personal cuando les hacen sentir que están pidiendo más de lo que merecen. Los hombres, por su parte, son educados para el egocentrismo, que vehiculan con actitudes tanto constructivas como destructivas.

Los elogios a las virtudes políticas de la feminidad pueden acabar reafirmando el papel tradicional de las mujeres y los hombres. Se describe como una prudente tolerancia lo que muchas veces encubre seguidismo o renuncia. Se da un aire metafísico al papel de las eternas segundonas, a la mujer que cuida del “gran hombre”. La mística de las virtudes de la feminidad impone a las mujeres un ideal consistente en ir “como sedadas” por la vida, paralizadas por el miedo a molestar o a ofender. Si los hombres encuentran realmente tan maravillosa esa manera de ser, deberían ser ellos los primeros en dar ejemplo dando un paso atrás con una sonrisa. Pero cuando los hombres llaman a esas virtudes “femeninas” parecen expresar que ellos no actúan así porque les cuesta mucho, que no les resulta “tan natural”. En el fondo a tal vez les parezca deprimente perder la visibilidad de la que han tomado posesión con su exceso protagónico.

Si los hombres encuentran realmente tan maravillosa esa manera de ser, deberían ser ellos los primeros en dar ejemplo dando un paso atrás con una sonrisa.

Por consiguiente, vemos que el problema de la supuesta superioridad de “los valores de las mujeres” es que implican para nosotras un deber de ofrecer ayuda moral a la humanidad, que en la práctica se traduce en “ayudar” a los hombres (porque el mundo ya está organizado para orientar hacia ellos nuestra “ayuda”). Estas “virtudes femeninas” llegan a esgrimirse incluso para exigirnos silencio o posiciones tibias en asuntos fundamentales para nosotras, como la lucha contra la explotación sexual o el borrado de las mujeres en las leyes. Habitualmente la llamada a que “feminicemos” cálidamente la sociedad se acompaña de apelaciones a la “sororidad” feminista (para que nos callemos cuando las posiciones machistas son defendidas por mujeres-pantalla).

Es necesario que las mujeres nos adentremos en la vida pública con osadía, exponiendo con seguridad nuestros puntos de vista sin miedo al desacuerdo, reclamando lo que nos corresponde y resistiendo frente a los intentos de desplazarnos o echar por tierra nuestros derechos. El feminismo no tiene el deber de ser complaciente. Es a los hombres a quienes corresponde admitir la autoridad de las mujeres, dejar de llamarnos “histéricas” o locas, dejar de acaparar el protagonismo y adoptar hábitos de reciprocidad, dulzura, responsabilidad diaria en el cuidado, autocontrol y diálogo (no solo delante de la cámara, sino especialmente detrás de ella y en casa). Son los hombres los que deben plantearse si sus deseos están invadiendo nuestros derechos.


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