martes, 29 de septiembre de 2020

Crisis del trabajo y formación del sujeto político progresista


Rebelión

Por Nils Castro *

Estamos al comienzo de una sucesión de rupturas, disyuntivas y cambios cuyo desenlace va a depender de las fuerzas en disputa. La pandemia aceleró, y ahora sus consecuencias agravan, la crisis general ‑‑económica, ambiental, política, cultural y moral‑‑, que ya emergía antes del Covid 19. Su incidencia sobre los diferentes grupos afectados expande, a su vez, un enjambre de reclamos sociales que ya palpitaban. Las protestas masivas en Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador, Haití, Honduras, Puerto Rico e incluso Estados Unidos estaban en ascenso cuando las cuarentenas vinieran a refrenarlas… temporalmente.

Cuando la humanidad pueda controlar la pandemia la situación habrá evolucionado, sin que esto haya resuelto las demás causas de enojo, que siguen sumándose. Muchos patrimonios se habrán perdido. La concentración del gran capital habrá crecido ‑‑los tiburones han devorado más sardinas‑‑ y las empresas menos fuertes habrán cambiado de dueño, o desaparecido. Millones de cesantes dejarán de recuperar sus empleos, remplazados por las innovaciones que la tercera y cuarta revoluciones tecnológicas aportan a la racionalización de puestos de trabajo.

El riesgo de que a la postre esto sea lo que defina la “nueva normalidad” está por dirimirse.

La etapa histórica a la que estamos entrando exige cambios, que los diversos grupos sociales conciben de distintas y hasta opuestas maneras, según sus respectivos intereses y aspiraciones. El aprovechamiento de los nuevos recursos productivos, así como la satisfacción de mayores y complejas necesidades sociales, encuentran más obstáculos que canales de solución en la institucionalidad, las leyes y las prácticas políticas vigentes. Solo los más conservadores, atados a caducas técnicas y métodos, se aferran a las reglas del reciente pasado.

La nueva constelación de demandas no tiene soluciones dentro del embudo dejado por 30 años de hegemonía neoliberal, que instrumentaron el achicamiento del Estado, la privatización y desnacionalización desenfrenadas de los recursos públicos, manipulación del mercado, corrupción de las relaciones entre el gobierno y los negocios privados y la descapitalización material, intelectual y moral de los países subdesarrollados. Lo que en poco tiempo devastó la legitimidad y eficacia del sistema político, de los parlamentos y de la justicia. No es posible salir de tal sumidero reeditando las mismas recetas, ni los anteriores medios y procedimientos, ni siquiera en versión “mejorada”.

La crisis del trabajo

Al discutir las consecuencias de la pandemia es habitual aludir a la situación de “la clase trabajadora”. Esta hace años ya confrontaba el incremento de la cesantía, el subempleo, el trabajo precario y el “autoempleo”. La creciente privatización de las economías y la concentración del gran capital recrudecieron la desigualdad, el deterioro de los servicios públicos, la vulnerabilidad de esa clase social y la multitud de los marginados que aún podían satisfacer sus necesidades básicas.

Quienes no tienen más medio de vida que la posibilidad de ofrecer su capacidad de trabajo han arribado a una situación extrema. El 30 de junio de 2020 la CEPAL actualizó el impacto del Covid-19 e informó que “la economía mundial experimentará su mayor caída desde la Segunda Guerra Mundial y el producto interno bruto (PIB) per cápita disminuirá en el 90% los países, en un proceso sincrónico sin precedentes”.[1] Según la OIT, el 81% de la fuerza de trabajo mundial es la que ahora más padece el cierre total o parcial de las actividades económicas. Se perdieron 305 millones de empleos formales en el segundo trimestre de este año, y de los 2,000 millones que subsisten en la economía informal, al menos 1,600 millones pueden quedar sin nada, tras una reducción del 60% de sus ingresos en el primer mes de la pandemia.[2]

Eso empezó mucho antes de la pandemia. Con el auge del neoliberalismo, muchas empresas abandonaron la producción de bienes para optar por mayor lucro en los negocios financieros. Además, desde la tercera y cuarta revoluciones tecnológicas, el gran capital acomete reestructuraciones que sus empresas más influyentes promueven, para ahorrar costos, reponer su tasa de ganancias y acumular excedentes. Modifican así las condiciones del mercado, a lo cual los demás actores ‑‑económicos y políticos‑‑ tienen que readecuarse. Esto envuelve al mercado laboral, ya que esos cambios redefinen la calificación y reducen la cantidad de los trabajadores que las compañías emplean, dejando fuera a los demás.

Entre los primeros afectados por ello están las organizaciones sindicales, que con esto no solo pierden afiliados, sino peso social y político. Aunque las causas de malestar y protesta sociales crecen, en América Latina las grandes confederaciones sindicales ‑‑salvo pocas excepciones y momentos‑‑ ya no representan ni encabezan a las mayorías populares. Las grandes movilizaciones de protesta que en varios países detonaron en los meses anteriores a la pandemia, expresaban a multitudes autoconvocadas, social y culturalmente plurales, sin organización formal duradera. Representaron a la variopinta muchedumbre que los latinoamericanos llamamos “la gente”, de la cual la mayor parte de los sindicatos son parte relevante sin ser sus portaestandartes.

Pasados esquematismos ideológicos, traídos de ultramar, dejaron en nuestra América nociones que seguido no se adecúan ‑‑verbal ni conceptualmente‑‑ a las realidades de sus pueblos. En la práctica, la que llamamos clase obrera, o clase trabajadora, en América Latina abarca una diversidad sectores laborales afines pero diferentes. En las áreas urbanas ese conjunto se desagrega entre el empleo precario, los trabajadores por cuenta propia, los subcontratistas, los trabajos tercerizados, y la creciente suma de los trabajadores excluidos o cesantes, además de quienes conservan empleos formales, más proclives a formar sindicatos, cuando la ley no se los prohíbe.

Aparte de la cifra de parados, en el conglomerado laboral conviven trabajadores independientes, empleados del comercio y administrativos, pequeñas empresas, talleres artesanales, micronegocios sostenidos por el dueño y su familia, comerciantes callejeros y empleadas domésticas. Como también trabajadores de la enseñanza pública y privada, así como los profesionales y técnicos independientes, dotados de conocimientos y hasta de medios de trabajo especializados –con frecuencia hostigados por interminables deudas e incertidumbres‑‑, de donde han surgido no pocos líderes y asesores políticos. Además, aquellos que tienen el privilegio de servir a empresas de tecnología avanzada.[3]

En pocas palabras, hace falta estudiar y proponer otras tantas formas de organización, en el contexto de las respectivas culturas políticas y circunstancias nacionales.

A la par, con referencia al país rural, llamamos campesinos a cuantos viven en el campo, pero que en la vida concreta son precaristas o minifundistas, trabajadores sin tierra, trabajadores estacionarios, pequeños y medianos productores, latifundistas que explotan peones o empresas nacionales y compañías transnacionales que explotan a obreros agrícolas. En este campo, sobresalen experiencias tan aleccionadoras como las ligas campesinas y el Movimiento de los Sin Tierra, en Brasil.

Además, esa polifacética realidad del trabajo debe comprenderse dentro de la naturaleza plural, ‑‑generalmente más conocida‑‑ de la heterogénea vida etno‑cultural, socioeconómica y pluri regional de los países latinoamericanos. Vida hace siglos sometida a varias modalidades de un complejo régimen de discriminaciones y exclusiones, relativas al nivel de ingresos, la región de origen, los rasgos étnicos, sexo, edad y creencias de las personas, que les abren o cierran su acceso a status, empleos y oportunidades.

Más allá del número de siglas

Los efectos de la pandemia y la cuarentena ahora expanden la crisis general ‑‑económica, social, política y étnica‑‑ que, al incidir sobre el enjambre de reclamos de las diversas fracciones sociales, agita a un tropel de luchas dispersas. Enseguida que las restricciones impuestas por el problema sanitario se retraigan, las indignaciones y reclamos sociales volverán a salir a las calles, en espera de un factor o iniciativa que contribuya a darles organización continua. Por su parte, los intereses plutocráticos consolidan ventajas. La crisis, al avanzar, polariza: los grandes consorcios acopian y concentran capitales, mientras los actores menos fuertes quiebran, la masa trabajadora empobrece y las capas medias ven cercarse el abismo.

Dentro de la lógica de la crisis, cuando esta pandemia termine muchos patrimonios se habrán perdido y muchos pequeños y medianos negocios habrán cerrado para siempre. No obstante, aunque los grupos más castigados son mayoritarios, tienen menor presencia real ante los órganos del poder. Esta desventaja agrava su subordinación a la clase, las entidades y la cultura dominantes. Tanto más cuando la crisis también viene de la corrupción de las relaciones entre el gobierno y los negocios privados. Como asimismo de la pérdida de representatividad del sistema político y de sus partidos (incluso algunos de izquierda, trancados en pretéritos prejuicios ideológicos y caducas formas de organización y comunicación). Y, además, en el descrédito de los Parlamentos y el extravío de su legitimidad. Todo lo cual concreta una cerrazón del sistema, que ya no asume las nuevas situaciones, ni las necesidades y demandas de la población mayoritaria.[4]

No cabe tolerar que semejante situación continúe. Pero no se trata solo de prever lo que sucederá, sino de discutir qué toca hacer, para darle fuerza y sentido. No es posible cambiar esta realidad sin un proceso, e impulsarlo exige las necesarias formas de incorporación y movilización de más contingentes sociales. Esto es, requiere constituir identidades sociopolíticas incluyentes, capaces de incorporar a nuevos participantes.

Al estudiar los grandes movimientos nacional‑populares latinoamericanos de los años 30 y 40 del siglo pasado, Ernesto Laclau llegó a la conclusión de que, frente la cerrazón política de su época, esos movimientos habían logrado asumir las motivaciones, la visión y el liderazgo idóneos para equiparar y juntar la diversidad de reclamos y expectativas de una multiplicidad de colectividades descontentas. Esto es, habían generado un discurso capaz de aglutinar las indignaciones y demandas ‑‑de diferentes orígenes, carácter y localización‑‑ de la clase media, de los barrios y tugurios, los pueblos rurales, los pequeños comerciantes y los productores artesanales, junto a las reivindicaciones tanto de los obreros como de los carentes de trabajo.

A la opción histórica de juntar esa alianza de reivindicaciones insatisfechas, y conjugarlas para formar un sujeto nacional afirmativo de su propia identidad y opuesto al poder oligárquico, Laclau la denominó populismo. Noción encaminada, a su vez, a la progresiva producción de un bloque histórico y una contracultura de las clases inconformes ‑‑como ya Antonio Gramsci lo había anticipado‑‑ capaz de confrontar la hegemonía de las creencias y el sentido común establecidos, y de erigirse críticamente como su antagonista en la confrontación entre las razones de “nosotros” el pueblo y las de “ellos” la élite, así como abanderar una identidad liberadora de la nación frente al imperialismo.

Esta comprensión gramsciana, a la vez que confirmadora de la condición nacional y latinoamericana de dicho populismo es, como corriente transgeneracional, un precedente inmediato del cardenismo nacional‑revolucionario mexicano de los años 40, del movimientismo boliviano y la revolución guatemalteca de los años 50, y del torrijismo panameño de los 70, así como del progresismo de comienzos del siglo XXI (aunque probablemente ni Hugo Chávez, Lula ni Evo Morales hayan leído a Laclau).

En los tiempos hoy acelerados por la pandemia, esa alianza de inconformidades, reclamos y reivindicaciones añade otros factores: mayor complejidad y apremio sociales, menor protagonismo de las centrales obreras, creciente presión del proletariado informal, y alta capacidad de “la gente” para comunicarse entre sí y autoconvocarse, incluso sin ser parte de agrupaciones constituidas. Como, además, nuevas formas de organización, más horizontales, concebidas no solo en función de donde los obreros trabajan ‑‑si hay trabajo‑‑, sino también en las comunidades donde el pobretariado [5] y su prole cohabitan con sus semejantes.[6]

Aliar un conglomerado de los reclamos, reivindicaciones y expectativas de plurales sectores populares es bastante más que signar un acuerdo entre cierto número de organizaciones políticas. Como dice Manuel Cabieses, “Si para construir una alternativa de izquierda solo se necesitara fundar un partido, ya se sabría. Pero llevamos años insistiendo en ese método, sin resultados”. En Chile, añade, hay más de 40 partidos y decenas de grupos de izquierda que producen abundante propaganda en las redes sociales; respetable esfuerzo que se diluye en la tempestad tecnológica y cultural de la época.[7]

Poco suma incrementarle la cantidad de siglas a la sopa de letras si la masa movilizada y el número de votantes no crecen significativamente. Antes bien, como lo resume uno de los talentos de mayor mérito en el asunto, Joao Pedro Stedile ‑‑líder del Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST)‑‑, lo que se necesita es “una nueva alianza de clases en torno de un proyecto de país.”[8]

El carácter del proyecto

En la América actual, la cultura y la opinión de izquierda ocupan un campo mucho más espacioso y plural que el de los partidos de izquierda. No obstante, la estructuración de una alianza policlasista como la señalada no define por si sola el carácter del proyecto y de las acciones que ese conglomerado puede compartir. Cada país es un mundo, como asimismo cada coyuntura histórica lo es. En su respectivo contexto, el desarrollo patriótico‑popular, progresista y potencialmente revolucionario de esa alianza será alimentado, principalmente, por la visión estratégica, la inspiración y el liderazgo de sus actores más influyentes, en tanto estos sepan orientar ese conglomerado y animar la cooperación entre sus participantes.

Pero, si bien un impulso populista puede propiciar la unidad inicial de ese conglomerado, no determinará de por sí su orientación política ni su posibilidad de persistir hasta completar la totalidad de sus objetivos. Por su constitución híbrida, esa alianza normalmente mantendrá contradicciones latentes y, a la vez, por su sentido transformador provocará la reacción de las fuerzas del estatus quo. La alianza no evoluciona en un espacio reservado, sino en una sociedad nacional donde el Poder está en disputa y en la que, en cada escenario y coyuntura, ella debe sobrepujar a la clase o grupo dominante. Su propia lucha modifica las realidades donde actúa, lo cual demanda periódicas actualizaciones tanto de sus arreglos internos como de su actuación y discurso políticos.

Mantener contradicciones internas no es una tara ni impedimento. Todos los fenómenos de la naturaleza y la sociedad contienen contradicciones, que son resortes internos de su dinámica de acciones y readaptaciones. Lo que importa es que los motivos de unión y el talento de sus líderes contribuyan a canalizar esa dinámica dentro de un curso de complementación, empuje y desarrollo.

Aunque la clase dominante es un sector minoritario, ella defiende sus intereses y privilegios con grandes recursos económicos, institucionales, ideológicos, mediáticos y represivos, y cuenta con poderosos respaldos transnacionales. Y en la medida que ella pueda, se valdrá de las coyunturas de la confrontación para ampliar y consolidar sus ventajas. Por consiguiente, para todos los sectores progresistas involucrados, siempre será decisiva su aptitud para promover y nutrir la contracultura popular, para invalidar los mitos, miedos y sumisiones que la élite dominante infunde en las clases que explota. A todo lo largo del proceso, hay que hacer de las experiencias de la contienda una fuente continua de formación político‑cultural de nuestra gente, y trabajar en “la revolución de las conciencias”, como dice Andrés López Obrador.[9]

Por otra parte, nunca debe perderse de vista que la derecha y sus patrocinadores también estudian y prevén sus alternativas. También la extrema derecha sabe aprovechar oportunidades populistas, adelantándose a captar los resentimientos sociales y redirigirlos contra las opciones de izquierda. En el pasado, mediante el fascismo italiano y el nazismo alemán ‑‑que se adelantaron a los socialistas de aquel entonces‑‑. Hoy por hoy, lo mismo a través de la “nueva” derecha francesa, o el neofascismo brasileño, entre varios otros ejemplos.

Como dice Antonio Scurati, autor de una trilogía sobre Benito Mussolini, ese fue el caso del pequeño empresario o el empleado público, pequeños burgueses que no son violentos, cuando temieron que una revolución socialista les arrebatase lo que tenían. Entonces se sintieron fascinados con la violencia del fascismo y la desearon para darle una pronta solución a sus problemas. A lo Scurati añade que eso parece repetirse ahora, cuando ante la incertidumbre de la crisis algunos sienten que la ultra derecha puede imponer una rápida solución a sus inquietudes.[10]

Avatares latinoamericanos

El sentido político de las alianzas pluriclasistas ha sido un tema frecuente a lo largo de la historia latinoamericana. Para ser breves, aquí apenas lo resumiremos en tres o cuatro experiencias. Aunque la investigación de Ernesto Laclau se centró principalmente en los casos de del getulismo brasileño y en particular del peronismo argentino y su potencial progresista, la misma época también produjo otro ejemplo de significativa influencia subregional con el cardenismo, la más nítida expresión del nacionalismo revolucionario mexicano.

Cuando, en 1934, el general Lázaro Cárdenas asumió la presidencia de México, ya la Revolución había eliminado al régimen precedente, neutralizado el poderío de la clase terrateniente, y recién derrotado a la cruenta contrarrevolución cristera. Pero el nuevo rumbo del proceso aún estaba por dirimirse entre los diversos caudillos regionales y tendencias políticas. Tras expulsar del país al ex presidente Plutarco Elías Calles ‑‑cabeza de la opción autoritaria‑‑, Cárdenas reorganizó al Partido Nacional Revolucionario (PNR) remplazándolo por el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), concebido como una federación de los partidos revolucionarios locales y regionales, a la cual le amplió la base social convocando a las centrales obreras a asumirlo como su organización política.

Cárdenas desarrolló el derecho laboral, tanto el obrero como el de los trabajadores del campo. Inspiró la fundación de la Central de Trabajadores de México (CTM) y de la Confederación Nacional Campesina (CNC), y le dio enérgico impulso a la reforma agraria, con énfasis en la formación de cooperativas. Acompañó esa iniciativa con el fortalecimiento de la educación popular industrial y la cobertura del sistema de educación rural.

A la par, zanjó de cuajo las constantes amenazas y regateos de las empresas petroleras ‑‑mayormente británicas‑‑, decretando su nacionalización, así como la de los ferrocarriles. Además, emprendió grandes inversiones en infraestructura, mayormente de comunicaciones y transportes. Es decir, le dio base sociopolítica a una estrategia de desarrollo mediante sustitución de importaciones y fomento de la industria nacional privada liderada por grandes empresas estatales.

Cárdenas dio consistente apoyo solidario a la República Española e hizo de México el refugio de los luchadores progresistas y revolucionarios del Latinoamérica y del mundo. A su vez, el cardenismo tuvo largo impacto en la región mesoamericana, desde Centroamérica hasta los países andinos. Entre otras repercusiones, inspiró las ideas de Augusto César Sandino, le dio base al proyecto Aprista original, así como objetivos a la Revolución boliviana y a la Revolución guatemalteca, y la política cardenista de desarrollo influyó la estrategia desarrollista originaria del proyecto de la Cepal.

No obstante, concluido el mandato de Cárdenas, la política de ampliación y robustecimiento de una burguesía y una clase obrera industriales, tomaría otro derrotero. El PRM cardenista sería remplazado por el PRI. Acaparar el Poder y complacer al gran capital prevaleció sobre la justicia y el desarrollo sociales; se entronizó la cooptación del aparato sindical y una creciente corrupción en las relaciones entre los gobernantes y los negocios privados. Degradación que en los años 80 se expandiría al descartar la estrategia desarrollista, entronizar las políticas neoliberales. Se privatizó creciente parte del patrimonio nacional, se ahondó la corrupción y degeneraron las prácticas políticas y económicas hasta los extremos que actualmente se denuncian.

En el Cono Sur latinoamericano

Las actuaciones de Getulio Vargas, en Brasil, y las de Juan Domingo Perón, en Argentina, tuvieron lugar más allá del área de resonancia de la experiencia cardenista. En ambos casos, en países grandes, naturalmente ricos, donde el poder político hacía mucho era monopolizado por sendos regímenes de la oligarquía terrateniente, conservadora y centralista.

Brasil

Getulio Vargas, con experiencia como parlamentario y como gobernador de Río Grande do Sul, accedió al poder en 1930 como presidente provisional cuando un golpe de la cúpula militar depuso al régimen tradicional. Los objetivos de Getulio enseguida se evidenciaron, al empezar por crear el ministerio de Trabajo, Industrias y Comercio, y el de Educación y Salud, dictar una ley de sindicalización y, en 1934, promulgar una nueva Constitución.

La atmósfera de la época se evidencia en que desde los primeros años 30 ya crecía el movimiento Intergralista ‑‑fascista simpatizante de Mussolini y Hitler‑‑, así como el Comunista, ligado a la estrategia estalinista de la Comintern de esos años. En 1935 ocurrió la “intentona comunista”, y en el 38 los integralistas también intentaron un putsch. Con lo cual Getulio, a su vez, desde 1937 decretó el estado de sitio, y poco después efectuó un golpe sin resistencia, que promulgó el Estado Novo ‑‑al que algunos cronistas le atribuyen cierta connotación fascista‑‑, a la cabeza del cual Getulio siguió en el poder hasta 1945.

El nuevo régimen adoptó una política de nacionalismo económico e impulsó la industrialización; creó el Consejo Nacional del Petróleo (que después se convertiría en la Petrobrás), la Compañía Siderúrgica Nacional, el gigante minero Vale do Río Doce, la Compañía Hidroeléctrica el río San Francisco y la Fábrica Nacional de Motores. Paralelamente, desarrolló la legislación laboral y, por otro lado, profesionalizó las fuerzas armadas como una institución sujeta únicamente al Ejecutivo federal.

Al crecer la participación estadunidense en la segunda Guerra Mundial, Getulio tuvo un acercamiento con Franklin Delano Roosvelt y accedió a cooperar con Estados Unidos, cesando la ambigüedad de la política getulista de neutralidad en el conflicto. Aceptó la instalación de una base aeronaval norteamericana en la nordestina Natal, el punto estratégico de América más próximo a África y Europa meridional. Además, creó la Fuerza Expedicionaria brasileña, que participaría en la ofensiva de los aliados en Italia. No obstante, al concluir la guerra, con el auge mundial de las demandas de democratización, ante el riesgo de que Estado Novo fuese rebasado por el movimiento popular, Getulio ‑‑que ya previa reformas políticas y nuevas elecciones‑‑ fue depuesto por un golpe militar en 1945.

Getulio Vargas volvió al gobierno, por elección democrática, en 1950. Pero en la cúspide los momentos más dramáticos de su vida, en 1954 quedó frente a una vasta ofensiva de la nueva derecha oligárquica y proestadunidense ‑‑armada ahora de poderosos medios de comunicación‑‑, dirigida a desnacionalizar las grandes empresas estatales, especialmente Petrobrás. En vísperas de que las turbas movidas por la reacción arrollasen el gobierno, Getulio escribió su célebre Carta‑testamento al pueblo brasileño, llamándolo a defender el patrimonio nacional, y se suicidó en Palacio. Ese gesto salvó a Petrobrás y todo lo que ella representaba.[11]

Argentina

Aunque Juan Domingo Perón y Getulio Vargas no alcanzaron a tratarse personalmente, sus notorias coincidencias políticas ocasionaron copioso intercambio de correspondencia.

El general Perón participó en la revuelta que en 1943 le puso fin a la llamada “década infame”, tras lo cual estableció una alianza con las agrupaciones sindicales de izquierda y se hizo cargo, en rápida sucesión, del Departamento de Trabajo y de la Secretaría de Trabajo y Previsión del nuevo gobierno. Desde allí apoyó al movimiento obrero haciendo efectiva la legislación laboral, impulsó los convenios colectivos, el Estatuto del Peón de Campo, los tribunales del trabajo, y extendió el derecho de jubilación a los empleados del comercio.

Ello le dio el apoyo de la mayor parte de los sindicatos, así como la hostilidad de las cúpulas empresariales y del embajador de Estados Unidos, Spruille Braden, quienes en 1945 desataron una ofensiva en su contra. Esta culminó en un golpe palaciego que obligó a Perón a renunciar y ordenó arrestarlo, lo que, a su vez, desató una movilización obrera que reclamó y obtuvo su libertad. El siguiente año Perón ganó las elecciones, unió a los partidos que lo apoyaron en un Partido Único de la Revolución, que luego sería el Partido Peronista.

Tras la reforma constitucional de 1949, fue reelecto en 1951 en las primeras elecciones universales, en las que por primera vez participaron las mujeres. Su joven esposa, la actriz Eva Duarte, conocida como Evita Perón, se convirtió en una popular dirigente social por su liderazgo en la lucha por los derechos de las mujeres y de los discriminados trabajadores oriundos de las provincias del norte argentino, sus “cabecitas negras”. Perón, más allá de ampliar el respaldo oficial a los sectores más postergados ‑‑los “descamisados”‑‑ implementó una política nacionalista de desarrollo orientada a la industrialización, con énfasis primario en los sectores textil, siderúrgico, militar, del transporte y del comercio exterior.

En la política exterior, ante la Guerra Fría mantuvo la que llamó “tercera posición”, equidistante entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

Pero 1952 sería un año aciago. Falleció Evita, tras larga lucha contra el cáncer. Perón incurrió en un innecesario enfrentamiento con la Iglesia, que hasta entonces lo había apoyado. Además, enfrentó un rápido aumento de la violencia entre grupos peronistas y antiperonistas, y una gran campaña antiperonista de los mayores medios de comunicación. Tras un fuerte choque con las bandas opositoras, que remató en el cruento bombardeo de la Plaza de Mayo, Perón fue derrocado en 1955 por un golpe militar, instaurándose una dictadura de derecha que derogó la constitución y las leyes laborales que esta incluía.

Perón se exilió en la España franquista. Poco después en Argentina surgió un movimiento de resistencia peronista, integrado por grupos obreros, juveniles, barriales, religiosos, y guerrilleros, que aglutinó a la izquierda peronista, reclamando el regreso de Perón y convocar elecciones libres y sin proscritos. Finalmente, Perón pudo volver y radicarse en el país dieciocho años más tarde, en 1973. Su multitudinario arribo dio ocasión a la ominosa masacre de Eseiza, en la zona aeroportuaria, cuando la facción “ortodoxa” de la derecha peronista ametralló a sus copartidarios de izquierda.

Ese mismo año hubo elecciones. Con Perón proscrito, su candidato fue Héctor Cámpora, líder de la resistencia peronista, quien las ganó ampliamente. Cámpora ejerció el cargo apenas 49 días ‑‑lo que se conoció como el Tercer Peronismo o la “primavera camporista”‑‑, durante los cuales logró un Pacto Social entre los empresarios y los sindicatos, anunció una política económica industrializadora e inició una política internacional tercermundista. Acto seguido, renunció para viabilizar la celebración de unos comicios sin proscripciones, que Perón ganó abrumadoramente, llevando como vicepresidenta a su segunda esposa, Isabel, bailarina de cabaret que, ya viejo, él conoció en el exilio.

Pero este último y achacoso Perón se dejó en manos del sector “ortodoxo”, algunos de cuyos cabecillas ya habían creado la funesta Triple A ‑‑Alianza Anticomunista Argentina‑‑, destinada a perseguir y asesinar a los militantes calificados de “izquierda”, lo que daría inicio a una ola de homicidios, desapariciones y terror. Perón falleció el siguiente año, 1974, y el gobierno quedó a cargo de su incompetente viuda. La polarización peronista se extremó; Cámpora sobrevivió a un atentado y se refugió en México, Isabel fue echada por un golpe y se instauró una dictadura militar de inspiración neoliberal, que acto seguido generalizó el campo de aplicación los métodos iniciados por la Triple A.

¿Quién es “el pueblo”?

En las experiencias reseñadas, se evidencia que el sentido político nacional‑afirmativo, desarrollista y progresista de tales populismos los hizo fuertes en tanto sus líderes sostuvieron su coherencia interna dentro de un cauce que movilizaba, cohesionaba y expandía el apoyo popular. Pero que si, debilitado el liderazgo central, una de las partes de la alianza hace predominar sus objetivos y prejuicios sobre las aspiraciones de las demás, tiende a escindir al conglomerado, o a que otros se desmovilicen o lo abandonen. O peor, a que pasen a enfrentarse.

Para comprenderlo es esencial entender, en cada país y formas de lucha, quién es la colectividad que denominamos “pueblo”, que en cada circunstancia explica su disposición, movilidad y apoyo. Es necesario tener presente qué constituye el cuerpo de esa alianza de reclamos y reivindicaciones, a quien se apela como el sujeto político capaz de ofrecer las capacidades y fuerzas que hacen falta para cambiar la realidad, su propia realidad.

Una respuesta notable por su alcance concreto como convocatoria masiva y como proyecto por el cual luchar juntos, fue la que el joven Fidel Castro plasmó en 1953 en La historia me absolverá, unos 30 años antes de las primeras publicaciones de Ernesto Laclau.

Esa proclama, más que ser el alegato del principal acusado frente al tribunal, tras la derrota del asalto al cuartel Moncada, apuntó hacia el próximo futuro, al llamar al pueblo cubano ‑‑a su vanguardia martiana‑‑ a rebelarse contra el estado de cosas existente. Ahí dice:

“Entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa; la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla generación tras generación, la que ansía grandes y sabias transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo, cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente en sí misma, hasta la última gota de sangre”.[12]

Enseguida de lo cual Fidel desgrana y concreta ese complejo sujeto político y lo convoca a protagonizar las siguientes etapas del proceso nacional cubano:

“Nosotros llamamos pueblo, si de lucha se trata, a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el pan honradamente […]; a los quinientos mil obreros del campo que habitan en los bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos la miseria, que no tienen una pulgada de tierra para sembrar […]; a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros […], cuyas conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las infernales habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan de las manos del patrón a las del garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el despido, cuya vida es el trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba; a los cien mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya […], que no pueden amarla, ni […] plantar un cedro o un naranjo porque ignoran el día que vendrá […] la guardia rural a decirles que tienen que irse; a los treinta mil maestros y profesores tan abnegados, sacrificados y necesarios al destino mejor de las futuras generaciones y que tan mal se les trata y se les paga; a los veinte mil pequeños comerciantes abrumados de deudas, arruinados por la crisis y rematados por una plaga de funcionarios filibusteros y venales; a los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados, veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores, escultores, etcétera, que salen de las aulas con sus títulos deseosos de lucha y llenos de esperanza para encontrarse en un callejón sin salida, cerradas todas las puertas, sordas al clamor y a la súplica. ¡Ése es el pueblo, cuyos caminos de angustias están empedrados de engaños y falsas promesas; no le íbamos a decir: «Te vamos a dar», sino: «¡Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la felicidad!»[13]

Probablemente muchos “politólogos” recuerdan ese texto como huella literaria de un fallido intento, sin advertir hasta qué punto su argumentación proyecta un arco desde aquel populismo ‑‑antecesor de posteriores afanes de liberación nacional‑‑ hasta el recién pasado y los próximos resurgimientos del progresismo latinoamericano. Con su examen de la complejidad social, de las actuales cerrazones y de sus alternativas, La historia me absolverá brinda un abordaje del sujeto político, de su articulación y de su potencial nacional‑afirmativo, descolonizador y revolucionario que sigue vigente. En medio de las interrogantes y las perspectivas de la actual crisis de la economía, de la política y del trabajo, es necesario volverla a discutir, en su contexto originario y en el actual.

En Cuba, la plural alianza liderada por “los muchachos” del 26 aceleró la formación política de la sociedad, tensionada por el esfuerzo de destruir la tiranía neocolonial, con la guerrilla en las montañas y en la clandestinidad urbana. Esfuerzo que en las peripecias de la lucha evoluciona y se recompone, en tanto se le dé continuidad a los objetivos comunes que realimentan su unidad.

El fracaso de la huelga de abril de 1958 ‑‑propuesta por el ala más moderada para deponer la dictadura sin descartar a los políticos tradicionales‑‑ fortaleció el liderazgo del Comandante en Jefe guerrillero. Y, acto seguido, la derrota de la subsiguiente ofensiva militar de la tiranía contra la Sierra confirmó el protagonismo político del Ejército Rebelde. Al derrumbarse la tiranía, la sagacidad de Fidel Castro y la dinámica del proceso no solo desintegró inmediatamente al ejército oficial y a los escuadrones represivos, sino también desmanteló los corruptos órganos del Estado, la política marrullera, la prensa venal y al núcleo de la cultura política neocolonial. Mientras quienes se oponían a emprender un proceso revolucionario corrían a Miami, la naturaleza patriótica y progresista de esa dinámica lo impulsó con el entusiasmo de los sectores populares.

Porque, en sus diferentes tipos y formas, la lucha, si es consecuente, enseña, hermana y decanta.

En el caso cubano, su victoria fue producto de un esfuerzo armado de liberación nacional sostenido por un movimiento de ancha y multicolor base social. La corrupción del sistema político y la violenta cerrazón de su etapa batistiana habían eliminado cualquier otra posibilidad. Pero donde no impera un régimen que cancele las demás opciones, otros modos de lucha contracultural y política son posibles. Lo que no desdice, sino confirma que allí, como en los demás países latinoamericanos, es indispensable aliar la coparticipación de las diversas fuerzas y modos de lucha para hacer factibles los cambios y el futuro necesarios.

Notas:

1. Ver Julio C. Gambina, “Proyecciones preocupantes de la CEPAL”, en Alai del 27 de julio de 2020.

2. Ver Simona Violetta Yagnova, “Los desafíos del mundo del trabajo”, en Alai del 24 de julio de 2020.

3. Ver Manuel Barrera Moreno, “Sector informal de la economía: ¿Nuevo sector social para la reestructuración de Chile?”, en Alai del 18 de julio de 2020.

4. Un ejemplo: cuando el gobierno acepta adoptar medidas antipáticas, convoca a los líderes de los gremios empresariales y de las centrales sindicales, para “mediar” en un acuerdo entre las partes. El gran capital acude como un solo hombre, mientras los sindicalistas, tan fraccionados como siempre, asisten a nombre de los trabajadores que aún tienen salario. La muchedumbre de los hombres y mujeres que carecen de trabajo fijo y subsisten como se pueda no tiene quien la represente ni santo que la defienda. Pero los medios noticiosos anuncian que las medidas se aceptaron por consenso.

5. Según la acertada expresión de Frey Betto, coincidente con aquella con la cual José Martí identificó a los mismos como “los pobres de la tierra”, con quienes deseó su suerte echar.

6. Vale anotar que ese fue, asimismo, el ámbito socio‑territorial donde el general Omar Torrijos llamó a constituir los núcleos de militantes, donde combinar la discusión de los temas nacionales con los asuntos de interés local.

7. Ver “Encrucijada de la Izquierda: ¿otro partido o millones de votos?”, en Punto Final del 17 de agosto de 2020.

8. Cursivas de NC. Ver “Em defesa da vida do povo, mudar o governo!” en Portal 360, Brasilia, en https://www.poder360.com.br

9. En el discurso del Presidente de México al presentar el Segundo Informe de Gobierno, el 1 de septiembre de 2020.

10. Ver Angelo Attanasio, «Mussolini es el arquetipo de líderes populistas como Bolsonaro, Trump y Salvini», entrevista a Antonio Scurati en BBC Mundo, el 4 de septiembre de 2020.

11. Solo algo más de 40 años después, bajo el triunfalismo inicial de la ofensiva neoliberal, para felicidad de las transnacionales, el sector estatal de las empresas brasileñas empezó a ser privatizado por el “socialdemócrata” presidente Fernando Enrique Cardoso, quien así abjuró de su pasado estructuralista y cepalista. Pero Petrobrás continúa siendo una empresa pública, al menos hasta ahora.

12. Ver Fidel Castro, La historia me absolverá, en http://www.radiorebelde.cu/26-julio-rebelde/lahistoriameabsolvera.html. Cursivas de NC.

13. Ídem.

* Nils Castro es escritor y diplomático panameño.


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